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Valores de persona y valores de cosa

Ramón Orlandis i Despuig, S.I.

Publicado póstumamente en el libro PENSAMIENTOS Y OCURRENCIAS, Ed. Balmes, Barcelona, 2000.

Es vulgar y hasta socorrida, en la filosofía escolástica la división del fin en finis qui, fin que se quiere, y finis cui, fin para quien se quiere. No sería imposible que estos tecnicismos o barbarismos hubieran hecho reír a más de un humanista despreciador de la escolástica. Pues bien, a pesar de esto, con sólo penetrar un poco en la significación de estos tecnicismos se descubre en ellos un profundo contenido de verdad ontológica y psicológica. Nada menos se contiene en la desdeñada división la determinación de los valores esencialmente diversos con que se presentan al aprecio racional de las cosas y las personas y, consiguientemente, la diferencia radical del afecto a que son acreedoras las personas de aquel otro afecto, de que racionalmente pueden y deben ser objeto las cosas.

Por lo dicho se podrá entrever cómo en la tal distinción se vislumbre la supremacía de la persona sobre las cosas, su esencial dignidad y autonomía, y la esencial servidumbre y dependencia de las cosas con respecto de las personas.

DECLARACIÓN DE SANTO TOMÁS

Sin alcanzar un conocimiento suficiente de contenido de la mentada división, diríamos ser imposible llegar a captar la mente de santo Tomás sobre el valor de las criaturas ante el aprecio de Dios. No hemos hallado en la obra del Santo los términos técnicos, pero sí las realidades por ellos significadas, y por cierto, precisadas y explicadas según su valor. Y por esto creemos que ha de ser lo más conducente a nuestro intento, traer las palabras mismas más esenciales del Santo, haciendo de ellas breves comentarios.

«Amar es querer bien a otro y así el movimiento del amor tiende hacia dos objetos, es a saber: hacia el bien que a alguien se quiera, ya sea a sí mismo, ya a otro; y hacia aquello a que se quiere el bien» (Ia-IIae, q. 26, art. 4, c.).

Aquí tenemos ya exactamente definidos el fin que se quiere, finis qui, y el fin para quien se quiere, finis cui. Al bien que se quiere a otro se tiene amor de concupiscencia, y aquello a que alguien quiere el bien se tiene amor de amistad (o de benevolencia si no se da la correspondencia). De lo dicho se viene en conocimiento del valor, de la apreciabilidad y apetibilidad delfinis qui y del finis cui.

Como el objeto de todo amor es su causa motiva y ésta mueve al amor precisamente por su valor, por su apreciabilidad y apeticibilidad, se deduce lógicamente que el valor de un finis qui es el de un bien capaz de mover al amor de concupiscencia y que el valor de un finis cui es el propio de un objeto que tiene virtualidad para causar el amor de amistad y benevolencia.

Dando un paso más, ¿qué tal ha de ser el objeto para que posea virtualidad o valor para causar, ya sea el amor de concupiscencia, ya sea el de amistad y benevolencia? Sólo los seres subsistentes tienen virtualidad o valor para mover al amor de amistad o benevolencia; los seres accidentales o inherentes sólo pueden causar el amor de concupiscencia:

«De dos maneras se puede amar una cosa: de una manera como bien subsistente; de otro modo como bien accidental o inherente. Como bien subsistente se ama aquello a que alguien quiere un bien; como bien accidental o inherente se ama aquello que se desea para otro; así se ama la ciencia no para que ella tenga un bien, sino para ser poseída. A esta postrera manera de amar se ha denominado concupiscencia; a la primera, amistad (la , q. 60, art. 3, ad 2).

Avanzando algo más, ¿es la mente de santo Tomás el atribuir a todos los seres subsistentes valor o virtualidad de objeto motivo al amor de benevolencia o amistad? Nada más falso que esto.

Se pregunta el santo doctor si las criaturas irracionales se han de amar con amor de caridad y su respuesta negativa dice lo siguiente: «Ninguna criatura irracional puede ser amada con amor de caridad, y esto por tres razones, de las cuales las dos primeras se refieren en general a la amistad, la cual no puede tenerse hacia las criaturas irracionales. La primera es que la amistad se tiene hacia aquel a quien le queremos bien y, hablando con propiedad, no podemos querer bien a una criatura irracional porque no es de ella propiamente el tener bien, sino sólo de la criatura racional que es señora de usar del bien que tiene según su libre albedrío. La segunda razón es porque toda amistad se funda en alguna comunión de vida y las criaturas irracionales no pueden tener comunicación en la vida humana, la cual es según razón. Por estas razones no se puede tener amistad a una criatura irracional, a no ser metafóricamente, secundum metaphora» (IIa-IIae, q. 25, art. 3, c)

Luego el amor de amistad y aun de sencilla benevolencia, sólo puede tenerse a las personas por su valor de persona, por la autonomía propia del ser dotado de libre albedrío, que le hace sujeto de derechos y de deberes, y por su dignidad racional que le capacita para la vida y trato social. Según esto, los seres no subsistentes y los seres irracionales no tienen valor de apreciabilidad o apetibilidad sino en tanto que pueden ser queridos con amor de concupiscencia, es decir, en cuanto pueden ser bien de una persona, en cuanto pueden ser queridos para ella.

Evidente es, por lo que acabamos de decir, que cuando santo Tomás atribuye al bien o valor objeto del amor de concupiscencia el de un ser accidental o inherente a un bien subsistente, no habla de accidentalidad o inherencia física o natural, sino de accidentalidad o inherencia de posesión, sea física, sea moral; ya que todo ser irracional, aunque sea subsistente, puede comunicar su bien o su valor a una persona en cuanto ésta en virtud de la posesión moral o jurídica, puede usar de él a su arbitrio.

LA UNIÓN POR EL AMOR

Habrán echado de ver cómo la confrontación de lo objetivo y de lo subjetivo da luz creciente para el conocimiento de lo uno y de lo otro. No hemos llegado, con todo, al término de esta confrontación. Lo que falta por decir acerca del amor de benevolencia o de caridad nos hará ver con mayor claridad cuál es en realidad el valor propio de persona.

Basta lo dicho hasta aquí para caer en la cuenta de que, al afirmar que el amor es querer bien, no es amar con amor de benevolencia cualquiera manera de querer bien. El dueño de un caballo le quiere bien, cuando para sustentar su vida le proporciona el pienso conveniente, y no por esto le ama con amor de benevolencia. El señor romano que todos los días daba de comer a sus esclavos y, si le convenía, aún los engalanaba con ricos vestidos, los quería y hacía el bien y ¿quién dirá que les amaba con amor de benevolencia? Sólo en el caso de que les hubiera alimentado y vestido, no en favor de sí mismo, sino en favor de los esclavos mismos, hubiera realizado con respecto a ellos un acto de amor de benevolencia. Sólo entonces les hubiera tratado según la dignidad y valor de personas humanas y no según el valor utilitario de cosas. Al tratarles como les trataba les ponía al mismo nivel de valor que a sus caballos. Oigamos a santo Tomás:

«Para la verdad del amor se requiere que el que ama quiera el bien de uno, en cuanto es de éste, porque aquel cuyo bien quiere uno, no en favor de él, sino de otro, sólo es querido accidentalmente, como si uno quiere conservar el vino para beberlo, o quiere un hombre por su propia utilidad o deleite, accidentalmente quiere el vino o el hombre, en el fondo (per se) se quiere a sí mismo».

Pero aún falta dar un último paso, ¿qué cosa es este amor que es un querer del bien del otro porque es bien de éste? Este amor es una unión afectuosa de una persona con otra, que se asemeja a la identidad substancial de una persona consigo misma y por la cual el que ama se ha con respecto al amado como a sí mismo.

«Hay en el amor una unión de afecto, y la persona que ama a otra persona con amor de amistad le quiere bien, como se quiere a sí misma, y así lo mira como otro yo, en cuanto le quiere bien como a sí mismo, y por esto del amigo se dice ser otro yo. San Agustín dice en sus Confesiones: "Bien dijo uno de su amigo que era la mitad de su alma"» (Ia-IIae q. 28, art. 1 c).

«Esta unión la hace formalmente (por sí mismo) el amor, es decir, en ella consiste el amor, y por esto dijo Agustín en el libro 8 De Trinitate, cap. 10, que el amor es una cierta unión que aúna dos cosas o tiende a aunarlas: el amante y lo amado» (Ibid).

«Esta unión, esencialmente, es el amor mismo y se da por la coaptación del afecto en cuanto en el amor de amistad el que ama se ha respecto del amado como a sí mismo» (Ibid. ad 2).

«Por este amor de la persona amada se dice que está en la que ama, en cuanto por cierta manera de complacencia está en su afecto... no por una razón extrínseca, como sucede cuando uno quiere a otro por algún motivo ajeno, sino por la complacencia en lo amado que en sí tiene radicada; por lo cual el amor se dice, íntimo, y se habla de entrañas de caridad. [...] El que ama, a su vez, se dice estar en el amado en cuanto reputa los bienes y males del amigo como suyos propios, y la voluntad del amigo como propia, y por esto es propio de los amigos querer lo mismo y alegrarse y entristecerse de lo mismo. [...] El amado está contenido en el que ama como impreso en su afecto por una cierta complacencia y el que ama está contenido en lo amado en cuando quiere y obra en favor del amado, como en favor de sí mismo, como quien reputa el amigo como identificado consigo mismo (idem sibi)». (Ia-Ilae, q. 28, art. 2, c) Con esta explicación del amor de amistad o benevolencia, queda caracterizado en sus rasgos esenciales. Claro está que en su perfección admite grados y que no siempre la identificación afectuosa en que consiste, alcanza la perfección típica, según la cual el Santo Doctor nos lo describe. Pero que esta es la tendencia de este amor es indudable, la conciencia y la experiencia lo atestiguan.

CONCLUSIONES

La declaración que Santo Tomás nos ha dado de la esencia, tendencia y efectos del amor de amistad o benevolencia, proyecta una luz nueva e intensa sobre el valor de la persona. La persona como tal, no puede sin abuso ser querida con otro amor que no sea éste; esto exige su valor. Además, es tal el valor de la persona, por ser persona, que puede y merece ser amada con un tal amor. La persona, por ser persona, vale tanto que puede y merece que otra persona se le una con la unión afectiva en virtud de la cual la mire y trate como a sí propio y quiera para ella efectivamente los bienes y cosas que son objeto de las conveniencias y deseos de la misma, como los querría para sí mismo. El que toda persona, sólo por serlo, pueda ser objeto de este amor, es indicio cierto de la esencial igualdad de todos los hombres; y el no ser capaz, como tal persona, sino de este amor, es suficiente argumento para probar la diferencia radical entre persona, racional y libre, y cosa, irracional y carente de libertad.