.... .... ENCÍCLICAS.....Textos .. ...INDEX
UBI ARCANO
PÍO XI
La paz de Cristo en
el reino de Cristo
http://w2.vatican.va/content/pius-xi/la/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_19221223_ubi-arcano-dei-consilio.html 23
de diciembre de 1922
I. INTRODUCCIÓN
1. Ascensión al trono pontificio. Preocupaciones y dolores.
Desde el momento en que por inescrutable de signio de Dios Nos vimos exaltados, sin mérito alguno, a esta Cátedra de verdad y caridad, fue Nuestro ánimo, Venerables Hermanos, dirigiros cuanto antes y con el mayor afecto Nuestra palabra, y con vosotros a todos Nuestros amados hijos confiados directamente a vuestros cuidados. Un indicio de esta voluntad Nos parece haber dado cuando, apenas elegidos, desde lo alto de la Basílica Vaticana, y en presencia de una grandí sima muchedumbre, dimos la bendición a la urbe y al orbe; bendición que todos vosotros, con el Sagrado Colegio de Cardenales al frente, recibisteis con tan grata alegria que para Nos, en el impo nente momento de echar sobre Nuestros hombros casi de improviso el peso de este cargo, fue muy oportuno, y des pués de la confianza en el auxilio divi no, muy grande consuelo y alivio. Aho ra, por fin, al llegar al Nacimiento de Nuestro Señor JESUCRISTO, y al comien zo del nuevo año, Nuestra boca se abre para vosotros(1); y sea Nuestra palabra como solemne regalo que el padre envía a sus hijos para felicitarles.
El hacer esto antes de ahora, como habríamos deseado, Nos lo impidieron diversas causas. Lo primero, fue preciso corresponder a la atención y delicadeza de los católicos, de quienes cada dia llegaban innumerables cartas para dar con expresiones de la más ardiente devoción al nuevo sucesor de SAN PEDRO. Luego comenzamos al punto a experimentar lo que el Apóstol llama los cuidados que urgen cada día, la solicitud de todas las Iglesias(2); y a cuidados ordinarios de Nuestro Oficio se juntaron otros, como el de proseguir los gravísimos negocios que encontramos ya incoados, respecto a la Tierra Santa y al estado de aquellos cristianos y de aquellas Iglesias que son de las más ilustres; el defender, según demanda Nuestro oficio, la causa de la caridad junto con la de la justicia en las conferencias de las naciones vencedoras, en las que se trataba la suerte de las otras naciones, exhortando especialmente a que se tuviera la debida cuenta con los intereses espirituales, que no son de menor, antes de más valer que los otros; el procurar con todo empeño el socorro de inmensas muchedumbres de gentes lejanas consumidas por el hambre y por todo género de calamidades, lo cual hemos llevado a cabo mandando el mayor subsidio que Nos fue posible en las actuales estrecheces implorando socorros de todo el mundo el trabajar por componer en el mismo pueblo en que habíamos nacido, y en medio del cual Dios colocó la Sede de PEDRO, las luchas violentas que desde largo tiempo y con frecuencia ocurrían y que parecían poner en inminente peligro la suerte de la nación para Nos tan querida.
Gozos y consuelos.
No faltaron, sin embargo, en el mismo tiempo acontecimientos que Nos llenaron de gozo. A la verdad, tanto en los días del XXVI Congreso Eucarístico internacional, como en los del III Centenario de Propaganda Fide, Nos experimentamos tanta abundancia de consuelos celestiales cuanta difícilmente habríamos esperado poder gozar en los comienzos de Nuestro Pontificado. Tuvimos ocasión de hablar con casi todos y cada uno de Nuestros amados hijos, los Cardenales, lo mismo con los Venerables Hermanos, los Obispos, en tanto número, cuantos difícilmente habríamos podido ver en muchos años. Pudimos también dar audiencia a grandes muchedumbres de fieles, como a otras porciones escogidas de la innumerable familia que el Señor Nos había confiado, de toda tribu y lengua y pueblo y nación, según se lee en el Apocalipsis, y dirigirles, como vivamente lo deseamos, Nuestra paternal palabra.
Congreso Eucarístico Internacional de Roma.
En aquellas ocasiones N os parecía asistir a espectáculos divinos: cuando Nuestro Redentor JESUCRISTO bajo los velos eucarísticos era llevado en triunfo por las calles de Roma, seguido de un innumerable y apiñado acompañamiento de devotos, venidos de todos los países, y parecía haber vuelto a granjearse el amor que se le debe como a Rey de los hombres y de las naciones; cuando los sacerdotes y piadosos seglares, como si sobre ellos hubiera de nuevo descendido el Espíritu Santo, se mostraban inflamados del espíritu de oración y del fuego del apostolado y cuando la fe viva del pueblo romano, para mucha gloria de Dios y para salvación de muchas almas, otra vez en tiempos pasados se manifestaba a la faz del universo muudo.
Devoción a María.
Entre tanto la Virgen MARÍA, Madre de Dios y benignísima Madre de todos nosotros, que Nos había sonreído ya en los Santuarios de Czenstochowa y de Ostrabrarna, en la gruta milagrosa de Lourdes y sobre to do en Milán desde la aérea cúspide del Duomo y desde el vecino santuario de Rho, pareció aceptar el homenaje de Nuestra piedad, cuando en el santísimo santuario de Loreto, después de restaurados los destrozos causados por el incendio, quisimos que se repusiese su venerable imagen, que junto a Nos ha bía sido rehecha con toda perfección y por Nuestra propias manos había sido consagrada y coronada. Fue éste un magnifico y espléndido triunfo de la Santísima Virgen, que desde el Vaticano hasta Loreto, dondequiera que pasó la santa imagen, fue honrada por la reli giosidad de los pueblos con una no interrumpida serie de obsequios, hechos por gentes de toda clase que en gran número salían a recibirla y con vivísi mas expresiones mostraban su devoción a MARÍA y al Vicario de Cristo.
Objetivo de la Enciclica y del Pontificado: la pacificación del mundo.
Con el aviso de estos sucesos, tristes y ale gres, cuya memoria queremos quede aquí consignada para la posteridad, se iba poco a poco haciendo para Nos cada vez más claro qué es lo que debía mos llevar más en el alma durante Nuestro Pontificado, y aguello de que debíamos hablar en la primera Encí clica.
Nadie hay que ignore que ni para los hombres en partícular, ni para la sociedad, ni para los pueblos, se ha conseguido todavía una paz verdadera después de la guerra calamitosa, y que todavía se echa de menos la tranquili dad activa y fructuosa que todos de sean. Pero de este mal es preciso ante todo examinar la grandeza y gravedad, e indagar después las causas y las raí ces, si se quiere, como Nos queremos, poner el oportuno remedio. Y esto es lo que por deber de Nuestro Apostólico oficio Nos proponemos comenzar con esta Encíclica, y esto lo que nunca después cesaremos de procurar. Es de cir, que así como las condiciones de los presentes tiempos son las mismas que tanto preocuparon a BENEDICTO XV, Nuestro llorado Predecesor, en todo el tiempo de su Pontificado, es lógico que los mismos pensamientos y cuidados que él tuvo, Nos mismo los hagamos Nuestros. Y es de desear que todos los buenos tengan un mismo sentir y que rer con Nos, y que con Nos trabajen para impetrar de Dios en favor de los hombres una reconciliación de verdad y duradera.
II. LOS MALES PRESENTES
2. La falta de paz.
Admirablemente cuadran a nuestra Edad aquellas palabras de los Profetas: Esperamos la paz y este bien no vino, el tiempo de la curación, y he aquí el terror(3); el tiempo de restaurarnos, y he aquí a todos turbados(4). Esperamos la luz, y he aquí las tinieblas...; y la justicia, y no viene; la salud, y se ha alejado de nosotros(5). Pues aunque hace tiempo en Europa se han depuesto las armas, sin embargo sabéis cómo en el vecino Oriente se levantan peligros de nuevas guerras, y allí mismo, en una región inmensa como hemos antes dicho, todo está lleno de horrores y miserias, y todos los días una ingente muchedumbre de infelices, sobre todo de ancianos, mujeres y niños, mueren de hambre, de peste y por los saqueos; y donde quiera que hubo guerra no están todavía apagadas las viejas rivalidades, que se dan a cono cer: o con disimulo en los asuntos políticos, o de una manera encubierta en la variedad de los cambios monetarios, o sin rebozo en las páginas de los dia rios y periódicos; y hasta invaden los confines de aquellas cosas que por su naturaleza deben permanecer extrañas a toda lucha acerba, como son los estu dios de las artes y de las letras.
3. Falta la paz internacional.
De ahí que los odios y las mutuas ofensas entre los diversos Estados no den tregua a los pueblos. ni perduren solamente las enemistades entre vencidos y ven cedores, sino entre las mismas naciones vencedoras, ya que las menores se que jan de ser oprimidas y explotadas por las mayores, y las mayores se lamentan de ser el blanco de los odios y de las insidias de las menores. Y los Estados. sin excepción, experimentan los tristes efectos de la pasada guerra; peores ciertamente los vencidos, y no pequeños los mismos que no tomaron parte algu na en la guerra. Y los dichos males van cada día agravándose más, por irse re tardando el remedio; tanto más, que las diversas propuestas y las repetidas ten tativas de los hombres de Estado para remediar tan tristes condiciones de cosas han sido inútiles, si ya no es que las han empeorado. Por todo lo cual, creciendo cada día el temor de nuevas guerras y más espantosas, todos los Estados se ven casi en la necesidad de vivir preparados para la guerra, y con eso quedan exhaustos los erarios, pierde el vigor de la raza y padecen gran menoscabo los estudios y la vida religiosa y moral de los pueblos.
4. Falta la paz social y politica.
Y lo que es más deplorable, a las externas enemistades de los pueblos se juntan las discordias intestinas que ponen en peligro no sólo los ordenamiento sociales, sino la misma trabazón de la sociedad.
Debe contarse en primer lugar la "lucha de clases", que, inveterada ya como llaga mortal en el mismo seno de las naciones, inficiona las obras todas, las artes, el comercio; en una palabra, todo lo que contribuye a la prosperidad pública y privada. y este mal se bace cada vez más pernicioso por la codicia de bienes materiales de una parte, y de la otra por la tenacidad en conservar los, y en ambas a dos por el ansia de riquezas y de mando. De aquí las frecuentes huelgas, voluntarias y forzosas; de aquí los tumultos públicos y las consiguientes represiones, con descontennto y daño de todos.
Añádanse las luchas de partido para el gobierno de la cosa pública, en la que las partes contendientes suelen de ordinario hostilizarse con la mira puesta, no sinceramente, según las varias opiniones, en el bien público, sino el logro del propio provecho con daño del bien común. Y así vemos cómo van en aumento las conjuras, cómo se originan insidias, atentados contra los ciudadanos y contra los mismos ministros de la autoridad; cómo se acude al te rror, a las amenazas, a las francas rebe fiones y a otros desórdenes semejantes, tanto más perjudiciales cuanto mayor es la parte que en el gobierno tiene el pueblo, cual sucede con las modernas formas representativas. Estas formas de gobierno, si bien no están con denadas por la doctrina de la Iglesia (como no está condenada forma alguna de régimen justo y razonable), sin em bargo, conocido es de todos cuán fácilmente se prestan a la maldad de las facciones.
5. Falta la paz doméstica.
Y es ver daderamente doloroso ver cómo un mal tan pernicioso ha penetrado hasta las raices mismas de la sociedad, es decir, hasta en las familias, cuya disgregación bace tiempo iniciada ha sido como nuny favorecida por el terrible azote de la guerra, merced al alejamiento del techo doméstico de los padres y de los hijos, y merced a la licencia de las costumbres, en muchos modos aumentada. Así se ve muchas veces olvidado el ho nor en que debe tenerse la autoridad paterna; desatendidos los vínculos de la sangre: los amos y criados se miran como adversarios; se viola con demasiada frecuencia la misma fe conyugal, y son conculcados los deberes que el matrimonio impone ante Dios y ante la sociedad.
Falta la paz del individno.
De ahí que, como el mal que afecta a un organismo o a una de sus partes principalmente hace que también los otros miembros, aun los más pequeños, sufran, así también es natural que las dolencias que hemos visto afligir a la sociedad y a la familia alcancen también a cada uno de los individuos. Vemos, en efecto, cuan extendida se halla entre los hombres de toda edad y con dición una gran inquietud de ánimo que les hace exigentes y díscolos, y cómo se ha hecho ya costumbre el desprecio de la obediencia y la impaciencia en el trabajo. Observamos también cómo ha pasado los límites del pudor la ligereza de las mujeres y de las niñas, especial mente en el vestir y en el bailar, con tanto lujo y refinamiento, que exacerba las iras de los menesterosos. Vemos, en fin, cómo aumenta el número de los que se ven reducidos a la miseria, de entre los cuales se reclutan en masa los que sin cesar van engrosando el ejército de los perturbadores del orden.
Resumen de males.
En vez, pues, de la confianza y seguridad reina la con gojosa incertidumbre y el temor; en vez del trabajo y la actividad, la inercia y la desidia; en vez de la tranquilidad del orden, en que consiste la paz, la pertur bación de las empresas industriales, la languidez del comercio, la decadencia en el estudio de las letras y de las artes; de ahí también, lo que es más de lamen tar, el que se eche de menos en muchas partes la conducta de vida verdaderamente cristiana, de modo que no sola mente la sociedad parece no progresar en la verdadera civilización de que sue len gloriarse los hombres, sino que pa rece querer volver a la barbarie.
6. Falta la paz religiosa. Daños espirituales.
Y a todos estos males aquí enumerados vienen a poner el colmo aquellos que, cierto, no percibe el hombre animal(6), pero que son, sin embargo, los más graves de nuestro tiempo. Queremos decir los daños causados en todo lo que se refiere a los intereses espirituales y sobrenaturales, de los que tan íntimamente depende la vida de las almas; y tales daños, como fácilmente se comprende, son tanto más de llorar que las pérdidas de los bienes terrenos, cuanto el espíritu aventaja a la ma teria. Porque fuera de tan extendido olvido de los deberes cristianos, arriba recordado, cuán grandes penas nos cau sa, Venerables Hermanos, lo mismo que a vosotros, el ver que de tantas Iglesias destinadas por la guerra a usos profanos no pocas están todavía sin abrirse al culto divino; que muchos seminarios, cerrados entonces, y tan necesarios para la formación de los maestros y guías de los pueblos, no pueden todavía abrir se; que en todas partes haya disminuido tanto el número de sacerdotes arreba tados unos por la guerra mientras se ocupaban en el ministerio, extraviados otros de su santa vocación por la extra ordinaria gravedad de los peligros, y que por lo mismo en muchos sitios se vea reducida al silencio la predicación de la palabra divina, tan necesaria para la edificación del cuerpo místico de Cristo(7).
Efectos en las Misiones y en la Pa tria. Daño en aquéllas; aprecio del sacerdote en ésta.
¿Y qué decir al recordar cómo desde los últimos confi nes de la tierra y del centro mismo de las regiones en que reina la barbarie nuestros misioneros, llamados frecuen temente a la patria para ayudar en las fatigas de la guerra, debieron abando nar los campos fertilísimos, donde con tanto fruto vertían sus sudores por la causa de la Religión y de la civilización, y cuán pocos de ellos pudieron volver incólumes? Es cierto que estos daños los vemos compensados también en al guna parte con excelentes frutos, por que apareció entonces más en el cora zón del Clero el amor a la patria y la conciencia de todos sus deberes, de mo do que muchas almas, a las puertas mismas de la muerte, admirando en el trato cotidiano los hermosos ejemplos de magnanimidad y de trabajo del Cle ro, se llegaron de nuevo al sacerdocio y a la Iglesia. Pero en esto hemos de admirar la bondad de Dios, que aun del mal sabe sacar bien.
III. CAUSAS DE ESTOS MALES
Introducción al tercer punto.
Hasta aquí hemos hablado de los males de estos tiempos. Indaguemos ahora sus causas más detenidamente, si bien ya, sin poderlo evitar, algo hemos indicado.
Y ante todo, parécenos oír de nuevo al divino Consolador y Médico de las humanas enfermedades repetir aquellas palabras: Todos estos males proceden del ínteríor(8).
7. El olvido de la caridad.
Firmóse, sí, la paz solemnemente entre beligeran tes, pero quedóse escrita en los docu mento s públicos, mas no grabada en los corazones; vivo está todavía en esto, el espíritu bélico y de él brotan cada dia los mayores daños a la sociedad. Porque el derecho de la fuerza paseóse mucho tiempo triunfante por todas partes, y poco a poco fue apagando en los hombres los sentimientos de benevolencia y compasión que, recibidos de la naturaleza, son por la ley cristiana perfeccio nados, y hasta la fecha no han vuelto a renacer ni con la reconciliación de una paz hecha más en apariencia que en realidad. De aquí que el odio, al que se han habituado los hombres por largo tiempo, se haya hecho en muchos una segunda naturaleza, y que predomine aquella ley ciega que el Apóstol lamen taba sentir en sus miembros, guerreando contra la ley del espíritu(9), Y así sucede con frecuencia que el hombre no parece ya, como debería considerarse según el mandamiento de Cristo, her mano de los demás, sino extraño y enemigo; que perdido el sentimiento de la dignidad personal y de la misma naturaleza humana, sólo se tiene cuenta con la fuerza y con el número, y que procuran los unos oprimir a los otros por el solo fin de gozar cuanto puedan de los bienes de esta vida.
8. El ansia inmoderada de los bienes de la tierra.
Nada más ordinario entre los hombres que desdeñar los bienes eternos que JESUCRISTO propone a todos continuamente por medio de su Iglesia y apetecer insaciables la consecución de los bienes terrenos y caducos. Ahora bien: los bienes materiales, por la mis ma naturaleza, son de tal condición, que en buscarlos desordenadamente se halla la raíz de todos los males, y en especial del descontento y de la degradación moral, de las luchas y las discordias. En efecto, por una parte esos bienes, viles y finitos como son, no pueden saciar las nobles aspiraciones del cora zón humano que, criado por Dios y pa ra Dios, se halla necesariamente inquieto mientras no descanse en Dios. Por otra parte, como los bienes del espíritu, comunicados con otros, a todos enriquecen, sin padecer mengua, así, por el contrario, los bienes materiales, limitados como son, cuanto más se re parten tanto menos toca a cada uno. De donde resulta que los bienes terre nos incapaces de contentar a todos por igual, ni de saciar plenamente a nin guno, son causas de divisiones y de tristeza, verdadera vanidad de vanida des y aflicción del espíritu(10), como las llamó el sabio SALOMÓN, después de bien experimentado. Y esto que acaece a los individuos acaece lo mismo a la sociedad. ¿De dónde nacen las guerras y contiendas entre nosotros?, pregunta SANTIAGO Apóstol, ¿No es verdad que de vuestras pasiones?(11).
9. Las tres concupiscencias.
Porque la concupiscencia de la carne, o sea el deseo de placeres, es la peste más fu nesta que se puede pensar para pertur bar las familias y la misma sociedad: de la concupiscencia de los ojos, o sea de la codicia de poseer, nacen las despia dadas luchas de las clases sociales, atento cada cual en demasía a sus propios intereses; y la soberbia de vida es decir, el ansia de mandar a los demás, ha lle vado a los partidos políticos a contien das tan encarnizadas, que no se detie nen ni ante la rebelión, ni ante el cri men de lesa majestad, ni ante el parricidio mismo de la patria.
Y a esta intemperancia de las pasio nes, cuando se cubre con el especioso manto de bien público y del amor a la patria, es a quien hay que atribuir las enemistades internacionales. Pues aun este amor patrio, que de suyo es fuerte estímulo para muchas obras de virtud y de heroísmo cuando está dirigido por la ley cristiana, es también fuente de muchas injusticias cuando pasados los justos límites se convierte en amor pa trio desmesurado. Los que de este amor se dejan llevar olvidan no sólo que los pueblos todos están unidos entre sí con vínculos de hermanos, como miembros que son de la gran familia humana, y que las otras naciones tienen derecho a vivir y a prosperar, sino también que no es licito ni conveniente el separar lo útil de lo honesto. Porgue la justicia eleva las gentes y el pecado hace mise rables a los pueblos(12). Y si el obtener ventajas para la propia familia, ciudad o nación con daño de los demás puede parecer a los hombres una obra gloriosa y magnífica, no hay que olvidar, como nos advierte SAN AGUSTÍN, que ni será duradera, ni se verá libre del amor de la ruina: vitrea laetitia fragiliter splen dida, cui timeatur horribilius ne repen te frangatur. "Una vidriosa alegría, frá gilmente espléndida de la cual se teme, de un modo terrible, el repentino rom pimiento"(13).
10. El olvido de Dios, causa de la inestabilidad.
Pero el que se haya ausentado la paz, y que después de haberse remediado tantos males toda vía se le eche de menos, tiene que tener causa más honda que la que hasta ahora hemos visto. Porque ya mucho antes que estallara la guerra europea venía preparándose por culpa de los hombres y de las sociedades la principal causa engendradora de tan grandes calamidades, causa que debía haber desaparecido con la misma espantosa grandeza del conflicto si los hombres hubieran entendido las signi ficación de tan grandes acontecimientos. ¿Quién no sabe aquello de la Escri tura: Los que abandonaron al Señor serán consumidos?(14); ni son menos conocidas aquellas gravísimas palabras del Redentor y Maestro de los hombres JESUCRISTO: Sin mí nada podéis hacer(15), y aquellas otras: El que no alle ga conmigo, dispersa(16).
Sentencias éstas de Dios que en todo tiempo se han verificado y abora sobre todo las vemos realizarse ante Nuestros mismos ojos. Alejáronse en mala hora los hombres de Dios y de JESUCRISTO, y por eso precisamente de aquel estado feliz han venido a caer en este torbe llino de males y por la misma razón se ven frustradas y sin efecto la mayor parte de las veces las tentativas para re parar los daños y para conservar lo que se ha salvado de tanta ruina. Y así, arrojados Dios y JESUCRISTO de las leyes y del gobierno, haciendo derivar la autoridad no de Dios, sino de los hom bres, ha sucedido que, además de quitar a las leyes verdaderas y sólidas sancio nes y los primeros principios de la jus ticia, que aun los mismos filósofos pa ganos, como CICERÓN, comprendieron que no podían tener su apoyo sino en la ley eterna de Dios, han sido arran cados los fundamentos mismos de la autoridad, una vez desaparecida la ra zón principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obliga ción de obedecer. Y he ahí las violentas agitaciones de toda la sociedad, falta de todo apoyo y defensa por alcanzar el poder atentos a los propios intereses y no a los de la patria.
Es también ya cosa decidida que ni Dios ni JESUCRISTO han de presidir el origen de la familia, reducido a mero contrato civil el matrimonio, que JESUCRISTO había hecho un sacramento grande(17), y había querido que fuese una figura, santa y santificante, del vinculo indisoluble con que él se halla unido a su Iglesia. Y debido a esto he mos visto frecuentemente cómo en el pueblo se hallan oscurecidas las ideas y amortiguados los sentimientos religiosos con que la Iglesia había rodeado ese germen de la sociedad que se llama fa milia: vemos perturbados el orden do méstico y la paz doméstica; cada día más insegura la unión y estabilidad de la familia; con tanta frecuencia profa nada la santidad conyugal por el ardor de sórdidas pasiones y por el ansia mortifera de las más viles utilidades, hasta quedar inficionadas las fuentes mismas de la vida, tanto de las familias como de los pueblos.
Educación laica y antirreligiosa.
Fi nalmente, se ha querido prescindir de Dios y de su Cristo en la educación de la juventud; pero necesariamente se ha seguido, no ya que la religión fuese excluida de las escuelas sino que en ellas fuese de una manera oculta o pa tente combatida y que los niños se lle gasen a persuadir que para bien vivir son de ninguna o de poca importancia las verdades religiosas, de las que nunca oyen hablar, o si oyen, es con palabras de desprecio. Pero así excluidos de la enseñanza Dios y su ley, no se ve ya el modo cómo pueda educarse la concien cia de los jóvenes, en orden a evitar el mal y a llevar una vida honesta y vir tuosa; ni tampoco cómo puedan irse formando para la familia y para la sociedad hombres morigerados, amantes del orden y de la paz, aptos y útiles para la común prosperidad.
La guerra es el producto de todo ello. Desatendidos, pues, los preceptos de la sabiduría cristiana, no nos debe admirar que las semillas de discordias sembradas por doquiera en terreno bien dispuesto viniesen por fin a producir aquélla tan desastrosa guerra, que lejos de apagar con el cansancio los odios entre las diversas clases sociales, los encendió mucho más con la violencia y la sangre.
IV. REMEDIOS DE ESTOS MALES
Ya hemos enumerado brevemente, Venerables Hermanos, las causas de los males que afligen a la sociedad; vea mos los remedios aptos para sanarla, sugeridos por la naturaleza misma del mal.
12. La paz de Cristo.
Y ante todo es necesario que la paz reine en los corazones. Porque de poco valdría una exterior apariencia de paz, que hace que los hombres se traten mutuamente con urbanidad y cortesía, sino que es necesaria una paz que llegue al espíritu, los tranquilice e incline y disponga a los hombres a una mutua benevolencia fraternal. Y no hay semejante paz si no es la de Cristo; y la paz de Crito triunfe en nuestros corazones(18); ni puede ser otra la paz suya, la que Él da a los suyos(19), ya que siendo Dios, ve los corazones(20), y en los corazones tiene su reino. Por otra parte, con todo derecho pudo JESUCRISTO llamar suya esta paz, ya que fue el primero que dijo a los hombres: Todos vosotros sois hermanos(21), y promulgó sellándola con su propia sangre la ley de la mutua caridad y paciencia entre todos los hombres: este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado(22): soportad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo(23).
13. La paz de Cristo, garantía del derecho y fruto de la caridad.
Síguese de ahí claramente que la verdadera paz de Cristo no puede apartarse de las normas de justicia, ya porque es Dios mismo el que juzga la justicia(24), ya porque la paz es obra de la justicia(25); pero no debe constar tan sólo de la dura e inflexible justicia. sino que a suavizarla ha de entrar en no menor parte la caridad que es la virtud apta por su misma naturaleza para reconciliar los hombres con los hombres. Esta es la paz que JESUCRISTO conquistó para los hombres; más aún, según la expresión enérgica de SAN PABLO, El mismo es nuestra paz; porque satisfaciendo a la divina justicia con el suplicio de su carne en la cruz, dio muerte a las enemistades en sí mismo..., haciendo la paz(26), y reconcilió en sí a todos(27) y todas las cosas con Dios; y en la misma redención no ve y considera SAN PABLO tanto la obra divina de la justicia, como en realidad lo es, cuanto la obra de la reconciliación y de la caridad: Dios era el que reconciliaba consigo al mundo en Jesucristo(28); de tal manera amó Dios al mundo que le dio su Hijo unigénito(29). Con el gran acierto que suele, escribe sobre este punto el Doctor Angélico que la verdadera y genuina paz pertenece más bien a la caridad que a la justicia, ya que lo que ésta hace es remover los impedimentos de la paz, como son las injurias, los daños, pero la paz es un acto propio y peculiar de la caridad [Suma Theol. 2, 2, q. 29 a. 3 ad 3] (30).
El reino de la paz está en nuestro interior. Por tanto, a la paz de Cristo, que, nacida de la caridad, reside en lo íntimo del alma, se acomoda muy bien a lo que SAN PABLO dice del reino de Dios que por la caridad se adueña de las almas: no consiste el reino de Dios en comer y beber(31); es decir, que la paz de Cristo no se alimenta de bienes caducos, sino de los espirituales y eternos, cuya excelencia y ventaja el mismo Cristo declaró al mundo y no cesó de persuadir a los hombres. Pues por eso dijo: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde el alma? o ¿qué cosa dará el hombre en cambio te su alma?(32). Y enseñó además la constancia y firmeza de ánimo que ha de tener el cristiano: ni temáis a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma, sino temed a los que puedan arrojar el alma y el cuerpo en el infierno(33).
Los frutos de la paz.
No que el que quiera gozar de esta paz haya de renunciar a los bienes de esta vida; antes al contrario, es promesa de Cristo que los tendrá en abundancia: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura(34). Pero: la paz de Dios sobrepuja todo entendimiento(35), y por lo mismo domina a las ciegas pasiones y evita las disensiones y discordias que necesariamente brotan del ansia de poseer,
Refrenadas, pues, con la virtud las pasiones, y dado el honor debido a las cosas del espíritu, seguiráse como fruto espontáneo la ventaja de que la paz cristiana traerá consigo la integridad le las costumbres y el ennoblecimiento le la dignidad del homhre; el cual, después que fue redimido con la sangre de Cristo, está como consagrado por la adopción del Padre celestial y por el parentesco de hermano con el mismo Cristo, hecho con las oraciones y sacra mentos participante de la gracia y con sorte de la naturaleza divina, hasta el punto de que, en premio de haber vi vido bien en esta vida, llegue a gozar por toda una eternidad de la posesión de la gloria divina.
Fortalece el orden y la autoridad.
Y ya que arriba hemos demostrado que una de las principales causas de la confusión en que vivimos es el hallarse muy menoscabada la autoridad del de recho y el respeto a los que mandan -por haberse negado que el derecho y el poder vienen de Dios, creador y gobernador del mundo-, también a este desorden pondrá remedio la paz cristiana, ya que es una paz divina, y por lo mismo manda que se respeten el orden, la ley y el poder. Pues así nos lo enseña la Escritura: Conservad en paz la disciplina(36). Gran paz para aquellos que aman tu ley, Señor (37). El que teme el precepto, se hallará en paz(38). Y nuestro Señor JESUCRISTO, no sólo dijo aquello de: Dad al César lo que es del César(39), sino que declaró respetar en el mismo PILATO el poder que le había sido dado de lo alto(40), de la misma manera que había mandado a los discípulos que reverenciasen a los Escribas y Fariseos que se sentaron en la cátedra de Moisés(41). Y es cosa admirable la estima que hizo de la autoridad paterna en la vida de familia, viviendo para dar ejemplo, sumiso y obediente a JOSÉ y MARÍA. Y de Él es también aquella ley promulgada por sus Apóstoles: Toda persona esté sujeta a las potestades superiores; porque no hay potestad que no provenga de Dios(42).
14. La Iglesia depositaria de esta paz.
Y si se considera que todo cuanto Cristo enseñó y estableció acerca de la dignidad de la persona humana, de la inocencia de vida, de la obligación de obedecer, de la ordenación divina de la sociedad, del sacramento del matrimonio y de la santidad de la familia cristiana; si se considera, decimos, que estas y otras doctrinas que trajo del cielo a la tierra las entregó a sola su Iglesia, y con promesa solemne de su auxi lio y perpetua asistencia, y que le dio el encargo, como maestra infalible que era, que no dejase nunca de anunciarlas a las gentes todas hasta el fin de los tiempos, fácilmente se entiende cuán gran parte puede y debe tener la Iglesia para poner el remedio conducente a la pacificación del mundo.
Porque, instituida por Dios única intérprete y depositaria de estas verdades y preceptos, es ella únicamente el verdadero e inexhausto poder para alejar de la vida común, de la familia y de la sociedad la lacra del materialismo, tantos daños en ellas ha causado, y para introducir en su lugar la doctrina cristiana acerca del espíritu, o sea sobre la inmortalidad del alma, doctrina muy superior a cuanto enseña la mera filosofía; también para unir entre sí las diversas clases sociales y el pueblo en general con sentimiento de elevada benevolencia y con cierta fraternidad(43), y para elevar hasta el mismo Dios la dignidad humana, con justicia restaurada, y, finalmente, para procurar que, corregidas las costumbres públicas v privadas, y más conformes con las leyes sanas, se someta todo plenamente a Dios que ve los corazones(44), y que todo se halle informado íntimamente de sus doctrinas y leyes, que, bien penetrado de la ciencia de su sagrado deber el ánimo de todos, de los particulares, de los gobernantes, y hasta de los organismos públicos de la sociedad civil, sea Cristo todo en todos(45).
Las enseñanzas de la Iglesia aseguran la paz.
Por lo cual, siendo propio de sola la Iglesia, por hallarse en posesión de la verdad y de la virtud de Cristo, el formar rectamente el ánimo de los hombres, ella es la única que puede, no sólo arreglar la paz por el momento, sino afirmarla para el porvenir, conjurando los peligros de nuevas guerras que dijimos nos amenazan. Porque únicamente la Iglesia es la que por orden y mandato divino enseña que los hombres deben conformarse con la ley eterna de Dios, en todo cuanto hagan, lo mismo en la vida pública que en la privada, lo mismo como individuos que unidos en sociedad. Y es cosa clara que es de mucha mayor importancia y gravedad todo aquello en que va el bien y provecho de muchos.
Pues bien: cuando las sociedades y los estados miren como un deber sagrado el atenerse a las enseñanzas y prescripciones de JESUCRISTO en sus relaciones interiores y exteriores, entonces sí llegarán a gozar, en el interior, de una paz buena, tendrán entre sí mutua confianza y arreglarán pacíficamente sus diferencias, si es que algunas se originan.
15. La Iglesia sola tiene la autoridad de imponerla.
Cuantas tentativas se han hecho hasta ahora a este respecto han tenido ninguno muy poco éxito, sobre todo en los asuntos con más ardor debatidos. Es que no hay institución alguna humana que pueda imponer a todas las naciones un Código de leyes comunes, acomodado a nuestros tiempos, como fue el que tuvo en la Edad Media aquella verdadera sociedad de naciones que era una familia de pueblos cristianos. En la cual, aunque mu chas veces era gravemente violado el derecho, con todo, la santidad del mismo derecho permanecía siempre en vigor, como norma segura conforme a la cual eran las naciones mismas juzgadas.
Pero hay una institución divina que puede custodiar la santidad del derecho de gentes; institución que a todas las naciones se extiende y está sobre las naciones todas, provista de la mayor autoridad y venerada por la plenitud del magisterio: la Iglesia de Cristo; y ella es la única que se presenta con aptitud para tan grande oficio, ya por el mandato divino, por su misma naturaleza y constitución, ya por la majestad misma que le dan los siglos, que ni con las tempestades de la gerra quedó maltrecha, antes con admiración de todos salió de ella más acreditada.
La exclusión de Dios de la familia.
16. La paz de Cristo en el Reino de Cristo. Extensión y carácter de este reino
Síguese, pues, que la paz digna de tal nombre, es a saber, la tan deseada paz de Cristo, no puede existir si no se observan fielmente por todos en la vida pública y en la privada las enseñanzas, los preceptos y los ejemplos de Crisito: y una vez así constituida ordenadamente la sociedad, pueda por fin la Iglesia, desempeñando su divino encargo, hacer valer los derechos todos de Dios, los mismo sobre los individuos que sobre las sociedades.
En esto consiste lo que con dos palabras llamamos Reino de Cristo. Ya que reina JESUCRISTO en la mente de los individuos, por sus doctrinas, reina en los corazones por la caridad, reina en toda la vida humana por la observanacia de sus leyes y por la imitación de sus ejemplos. Reina también en la sociedad doméstica cuando, constituida por el sacramento del matrimonio cristiano, se conserva inviolada como una cosa sagrada, en que el poder de los padres sea un reflejo de la paternidad divina, de donde nace y toma el nombre; donde los hijos emulan la obediencia del Niño Jesús, y el modo todo de proceder hace recordar la santidad de la Familia de Nazaret. Reina finalmente JESUCRISTO en la sociedad civil cuando, tributando en ella a Dios los supremos honores, se hacen derivar de él el origen y los derechos de la autoridad para que ni en el mandar falte norma ni en el obedecer obligación y dignidad, cuando además le es reconocido a la Iglesia el alto grado de dignidad en que fue colocada por su mismo autor, a saber, de sociedad perfecta, maestra y guía de las demás sociedades; es decir, tal que no disminuya la potestad de ellas -pues cada una en su orden es legítima-, sino que les comunique la conveniente perfección, como hace la gracia con la naturaleza; de modo que esas mismas socieddes sean a los hombres poderoso auxiliar para conseguir el fin supremo, que es la eterna felicidad, y con más seguridad provean a la prosperidad de los ciudadanos en esta vida mortal.
De todo lo cual resulta claro que no hay paz de Cristo sino en el reino de Cristo, y que no podemos nosotros trabajar con más eficacia para afirmar la paz que restaurando el reino de Cristo.
El programa papal.
Cuando, pues, el Papa Pío X se esforzaba por "restaurar todas las cosas en Cristo", como si obrara inspirado por Dios, estaba preparando la obra de pacificación, que fue después el programa de BENEDICTO XV.
Nos, insistiendo en lo mismo que se propusieron conseguir Nuestros Predecesores, procuraremos también con todas Nuestras fuerzas lograr "la paz de Cristo en el reino de Cristo", plenamente confiados en la gracia de Dios, que al hacernos entrega de este supremo poder Nos tiene prometida su perpetua asistencia.
17. Medios especiales: Misión de los obispos y su cooperación.
Esperando que todos los buenos han de concurrir con su apoyo a esta obra, Nos dirigimos en primer lugar a vosotros, Venerables Hermanos, a quienes nuestro mismo Je fe y Cabeza, JESUCRISTO, que a Nos con fió el cuidado de toda su grey, llamó: a una parte y la más excelente en Nuestra solicitud; a vosotros, puestos por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios(46); a vosotros honrados de manera principal con el ministerio de la reconciliación, y corno embajadores en nombre de Cristo(47), hechos partícipen de su mismo magisterio divino y dis pensadores de los misterios de Dios(48) y por lo mismo llamados sal de la tie rra y luz del mundo(49), doctores y pa dres de los pueblos cristianos, verda deros dechados de la grey(50), destina dos a ser llamados grandes en el reino de los cielos(51); a vosotros todos, en fin, que sois corno los miembros principales y corno los lazos de oro con que se levanta compacto y bien unido todo el cuerpo de Cristo(52), que es la Iglesia fundada en la solidez de la Piedra.
Insinuación de la Reapertura del Concilio Vaticano.
Una nueva y reciente prueba de vuestra insigne diligencia y actividad la tuvimos cuando con la ocasión al principio mencionada, del Congreso Eucarístico de Roma y de las fiestas centenarias de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, vinisteis muchísimos de todas las partes del mundo a esta santa ciudad al sepulcro de los Apóstoles. Aquella reunión de Pastores, dignísima por su concurso y autoridad, Nos sugirió la idea de convocar a su tiempo en esta misma ciudad, Cabeza del orbe católico, una solemne asamblea de la misma clase para hallar reparo oportuno a las ruinas causadas en tan grande convulsión de la sociedad, y se aumenta la dulce esperanza de esta reunión con la proximidad de las alegres solemnidades del Año Santo.
No por eso, sin embargo, Nos atrevemos por ahora a emprender la reapertura de aquel Concilio Ecuménico, que en Nuestra juventud dio comienzo la Santidad de Pío IX, pero que no pudo llevarse a efecto sino en parte, aunque era muy importante. Y la razón a que también Nos, como el célebre cau dillo de Israel, estamos como pendientes de la oración, esperando que la bondad y misericordia de nuestro Dios Nos dé a conocer más claramente los designios de su voluntad.
18. Obra insigne del clero. Exhortación a superarse.
Mientras tanto, aunque sabemos muy bien que no hay necesidad de estimular vuestro celo y actividad, antes que son dignos de los mayores elogios, sin embargo, la conciencia del cargo apostólico y de Nues tros deberes de padre para con todos, Nos advierte y casi Nos fuerza a infla mar con Nuestros ardores el ya encen dido celo de todos vosotros, de manenra que venga a suceder que cada uuo de vosotros ponga cada día mayor afán y empeño en el cultivo de aquella parte de la grey del Señor que le cupo en suerte apacentar.
Y a la verdad cuántas cosas y cuán excelentes y cuán oportunas hayan sido sabiamente proyectadas, y felizmente iniciadas, y con gran provecho llevadas a cabo, y cuanto las circunstancias lo permitían gloriosamente terminadas, entre el Clero y el pueblo fiel, por ini ciativa y a impulso de Nuestros Predecesores y vuestro, lo sabemos por la fama pública propagada por la prensa y confirmada por otros documentos y por las notícias a Nos llegadas, bien de vosotros, bien de otros muchos; y de ello damos cuantas gracias podemos a Dios.
El cuadro de las actividades pastorales.
Entre estas obras admiramos especialmente las muchas y muy pro videnciales instituciones para instruir a los hombres con sanas doctrinas y para imbuirlos en la virtud y en santi dad; lo mismo las asociaciones de cle rigos y seglares, o las llamadas pias uniones, con el fin de sostener y llevar adelante las misiones entre infieles, de propagar el reino de Cristo Dios, y pro curar a los pueblos bárbaros la salva ción temporal y eterna; ya también las congregaciones de jóvenes, que han cre cido en número y en devoción singular a la Santísima Virgen, y especialmente la la Sagrada Eucaristia, junto,con una fe, nna pureza y un amor fraterno muy acrisolados. Añádanse las asociaciones, tanto las de hombres como las de mujeres, particularmente las eucaristicas, que procuran honrar el augusto Sacramento con cultos más frecuentes y solemnes y con muy magnificas procesione por las calles de las ciudades; y también con la reunión de Congresos muy concurridos, regionales, nacionales e internacionales, con representan tes de casi todos los pueblos, donde todos se muestran admirablemente unidos en la misma fe, en el mismo culto, oración y participación de los bienes celestiales.
Apostolado, caridad y Acción Católica.
A esta piedad atribuimos el espí ritu de sagrado apostolado, mucho más extendido que antes, es decir, aquel celo ardentísimo de procurar, primero con la oración frecuente y con el buen ejemplo, luego con la propaganda de palabra y por escrito, y también con las obras y socorros de la caridad, que de nuevo se tributen al Corazón divino de Cristo Rey, lo mismo que en los corazo nes de los individuos que en la familia y en la sociedad, el amor, el culto y el imperio que le son debidos.
A eso se encamina también el buen certamen diríamos pro aris et focis(53), que se ha de emprender, y la batalla que se ha de trabar en muchos frentes en favor de los derechos de la sociedad religiosa y doméstica, de la Iglesia y de la familia, derivados de Dios y de la naturaleza, sobre la educación de los hijos. A esto, finalmente, se dirige tam bién todo ese conjunto de instituciones, programas y obras, que se conoce con el nombre de Acción Católica y que es de Nos muy estimada.
Todo eso es deber pastoral necesario y principal.
Pues bien: todas estas co sas y otras muchas semejantes, que se ría muy largo referir, no sólo se han de conservar firmemente, sino que se las ha de llevar adelante cada día con más empeño y acrecentar con nuevos aumentos según lo exige la condición de las cosas y de las personas. Y si parecen cosa ardua y llena de trabajo para los pastores y para los fieles, em pero son, sinduda, necesarias, y se han de contar entre los principales deberes del oficio pastoral y de la vida cristiana. Por las mimas razones aparece claro -tanto que estaría de más todo escla recimiento- cuán relacionadas se ha llan entre sí todas estas obras, y cuán estrechamente unidas con la deseada restauración del reino de Cristo y con la pacificacion cristiana, propia tan sólo de este reino: Pax Christi in regno Christi, "La paz de Cristo en el Reino de Cristo".
Aprecio del Papa y estímulo a mayor unión con Roma.
Y sería Nuestro de seo que digáis a vuestros sacerdotes, Venerables Hermanos, que Nos, testigo y compañero en otro tiempo y partícipe de los trabajos denodadamente tomados en pro de la grey de Cristo, siempre tu vimos y tenemos en grande estima su magnanimidad en soportar los trabajos, y su industria en hallar siempre nuevos medios de subvenir a las nuevas necesi dades que consigo trae el cambio de los tiempos, y que ellos estarán unidos a Nos con vínculo más estrecho de unidad y Nos a ellos con el de la pateinal be nevolencia, cuanto con adhesión más pronta y apretada, mediante una vida santa y una obedíencia perfecta, se unan como al mismo Cristo a sus pas tores, que son sus guías y maestros.
Papel del clero regnlar.
N o hay para qué extenderse en declarar, Venerables Hermanos, cuánto es lo que esperamos del Clero regular para poner por obra Nuestras ideas y proyectos, siendo cosa clara cuánto es lo que contribuye a esclarecer el reino de Cristo dentro y a dilatarle fuera. Pues siendo propio de los religiosos el guardar y practicar, no sólo los preceptos, sino también los consejos de Cristo, lo mismo cuando dentro del claustro se dedican a las co sas espirituales, que cuando salen a tra bajar a campo abierto, por ser en su vida modelo de perfección cristiana y por renunciar, consagrados por entero al bien común, a los bienes y comodi dades terrenas, para más abundante mente conseguir los bienes espirituales, son para los fieles un constante ejemplo que los incita a aspirar a cosas mayo res; y felizmente lo consiguen merced también a las insignes obras de benefi cencia cristiana con que atienden a las enfermedades todas del cuerpo y del alma. Y a tanto han llegado en este punto, a impulsos de la caridad divina, según lo atestigua la historia eclesiás tica, que en la predicación del Evange lio dieron su vida por la salvación de sus almas, y con su muerte ensancharon los límites del reino de Cristo en la propagación de la unidad de fe y de la fraternidad cristiana.
19. Exhortación a los fieles. Misión de los seglares.
Recordad también a los fieles que, cuando tomando por guías a vosotros y a vuestro Clero, trabajan en público y en privado porque se conozca y ame a JESUCRISTO, entonces es cuando sobre todo merecen que se les llame linaje escogido, una clase de sacerdotes reyes, gente santa, pueblo de conquista(54); que entonces es cuando, estrechamente unidos a Nos y a Cristo, al propagar y restaurar con su celo y diligencia el reino de Cristo, presta los más excelentes servicios para establecer la paz entre los hombres. Porque en el reino de Cristo está en vigor, florece una cierta igualdad de derechos, por la que distinguidos todos con la misma, nobleza, todos se hallan condecorados con la misma preciosa sangre de Cristo, y los que parecen presidir a los demás, siguiendo el ejemplo dado por el mismo Cristo nuestro Señor, con razón, se llaman, y lo son, administradores de los bienes comunes, y, por ende, siervos de todos los siervos, especialmente de los más pequeños y del todo desvalidos.
Peligros sociales.
Pero los cambios sociales que trajeron la necesidad, o la aumentaron, de tales colaboradores para llevar adelante la obra divina, han creado también a los poco peritos peligros nuevos, ni pocos ni ligeros. Pues apenas terminada la desastrosa guerra perturbados los Estados con la agitación de los partidos políticos, se enseñorearon de la mente y del corazón de los hombres, pasiones tan desenfrenadas e ideas tan perversas, que ya es de temer que aun los mejores de entre los fieles y aun de los sacerdotes, atraidos por la falsa apariencia de la verdali y del bien, se inficionen con el deplorable contagio del error.
Precave contra el modernismo moral, jurídico y social.
Porque, ¿cuántos hay que profesan seguir las doctrinas católicas en todo lo que se refiere a la autoridad en la sociedad civil y en el respeto que se le ha de tener, o al derecho de propiedad, y a los derechos y deberes de los obreros industriales y agrícolas, o a las relaciones de los Estados entre sí, o entre patronos y obreros, o a las relaciones de la Iglesia y el Estado, o a los derechos de la Santa Sede y del Romano Pontífice y a los privilegios de los Obipos, o finalmente a los mismos derechos de nuestro Creador, Redentor y Señor JESUCRISTO sobre los hombres en particular y sobre los pueblos todos? Y sin embargo, esos mismos, en sus conversaciones, en sus escritos y en toda su manera de proceder no se portan de otro modo que si las enseñanzas y preceptos promulgados tantas veces por los Sumos Pontífices, especialmente por LEÓN XIII, PÍO X y BENEDICTO XV, hubieran perdido su fuerza primitiva o hubieran caído en desuso.
En lo cual es preciso reconocer una especie de modernismo moral, jurídico y social, que reprobamos con toda energía, a una con aquel modernismo dogmático.
Hay, pues, que traer a la memoria las doctrinas y preceptos que hemos dicho; hay que avivar en todos el mismo ardor de la fe y de la caridad divina, que es el único que puede abrir la inteligencia de aquellas y urgir la observancia de éstos. Lo cual queremos que se lleve a cabo sobre todo en la educación de la juventud cristiana, y todavía más en especial en aquella que se está formando para el sacerdocio; no sea que en este tan gran trastorno de cosas y tanta confusión de ideas, ande fluctuando, como dice el Apóstol, y se deje llevar de aquí para ellá de todos los vientos de opiniones por la malicia de los hombres, que engañan con astucia para introducir el error(55).
20. Atraer a los que están fuera de de la Iglesia.
Y mirando Nos en derredor desde esta como atalaya y a manera de alcázar de la Sede Apostólica, ofrécense todavía a Nuestra vista, Venerables Hermanos, muchos en demasía que, o por desconocer del todo a Cristo, o por no conservar íntegra y pura la doctrina o la unidad requerida, no son todavía de este redil, al cual, sin em bargo, están destinados por Dios. Por lo cual el que hace las veces de Pastor eterno no puede menos que, inflamado en los mismos sentimientos, echar mano de las mismas expresiones, muy breves ciertameate, pero llenas de amor y de la más tierna compasión: Debo recoger también aquellas ovejas (56 Jn 10,16); y traiga a la memoria con la mayor alegría aquel vaticinio del mismo Cristo: y oirán mi voz, y se hará un solo rebaño y un solo pastor (57 Jn 10,16). Dios quiera, Venerables Hermanos, que lo que Nos con vosotros, y con la porción de la Iglesia a vosotros encomendada, con un mismo corazón imploramos en Nuestras oraciones, veamos con el resultado más satisfactorio realizada cuanto antes esta tan consoladora y cierta profecía del divino Corazón.
Aprecio universal con que se distingue hoy a la Santa Sede.
Un como feliz augurio de esta unidad religiosa pare ció haber brillado en el hecho memo rable de estos últimos tiempos, por vos otros sin duda advertido, para todos inesperado, para algunos tal vez desa gradable; para Nos y para vosotros ciertamente gratísimo, de que la mayor parte de los personajes principales y los gobernantes de casi todas las naciones, como si obedecieran a un mismo im pulso y deseo de la paz, han querido como a porfía, o restablecer las anti guas relaciones con esta Sede Apostó lica, o hacer con ella por primera vez pactos de concordia. Lo cual con razón Nos llena de gozo, no solamente por lo que se acrecienta la autoridad de la Iglesia, sino también por el esplenqor que cobra su beneficencia y la experien cia a todos ofrecida del poder en ver dad admirable que sólo posee esta Igle sia de Dios, para procurar a la socie dad todo linaje de prosperidades, in cluso la civil y terrena.
Relación del poder eclesiástico con el civil.
Porque, aunque ella por orde nación divina entiende directamente en los bienes espirituales e imperecederos, sin embargo, por la estrecha conexión que reina en todas las cosas, es tanto lo que ayuda a la prosperidad aun terre na, lo mismo de los individuos que de la sociedad, que más no ayudaría si para fomentarla hubiera sido primariamente instituida.
Y si la Iglesia mira como cosa veda da el inmiscuirse sin razón en el arreglo de estos negocios tenenos y meramente políticos, sin embargo, con todo dere cho se esfuerza para que el poder civil no tome de ahí pretexto; o para oponer se de cualquier manera a aquellos bie nes más elevados de que depende la sal vación eterna de los hombres, o para intentar su daño y perdición con leyes y decretos inicuos, o para poner en peligro la constitución divina de la Igle sia, o finalmente, para conculcar los sagrados derechos del mismo Dios en la sociedad civil.
Intangibilidad de los derechos de la Iglesia.
Así que enteramente con el mismo propósito, y valiéndonos tam bién de las mismas palabras que usó el muy llorado Predecesor Nuestro, BENE DICTO XV, a quien tantas veces Nos hemos referido, en su última alocución de 21 de noviembre del año pasado (1921), que versó sobre las relaciones mutuas entre la Iglesia y el Estado, Nos también declaramos, como él santamen te declaró, y de nuevo confirmamos: "que jamás Nos consentiremos que en tales convenios se introduzca nada que desdiga de la dignidad y libertad de la Iglesia,. la cual que quede a salvo e incólume es de suma importancia, sobre todo en este tiempo aun para la misma prosperidad de la sociedad civil"(58).
La "Cuestión Romana" y los Estados pontificios usurpados.
Y siendo esto así, no hay para qué decir con qué dolor vemos que entre tantas naciones que viven en relaciones amistosas con esta Sede Apostólica falte Italia; Italia, Nuestra patria querida, escogida por el mismo Dios, que con su providencia dirige el curso y orden de todas las cosas y tiempos, para colocar en ella la Sede de su Vicario en la tierra, para que esta santa ciudad, asiento un tiempo de un imperio muy extendido, pero al fin limitado a ciertos términos, llegase un día a ser cabeza de todo el orbe de la tierra. Puesto que, como Sede de un Principado divino, que por su naturaleza trasciende los fines de todas las gentes y naciones, abarca las naciones y los pueblos todos. Pero tanto el origen y la naturaleza divina de este principado, como el sagrado derecho de los fieles todos que habitan en toda la tierra, exige que este sagrado Principado no parezca hallarse sujeto a ningún poder humano, a ninguna ley (aunque ésta prometa, mediante ciertas defensas o garantías, proteger la libertad del Romano Pontífice), sino que debe ser y aparecer bien clara y completamente independiente y soberano.
Pero aquellas defensas de la libertad, con que la divina Providencia, señora y árbitro de los acontecimientos humanos había protegido la autoridad del Romano Pontífice, no sólo sin detrimento de Italia, sino con grande provecho suyo; aquellas defensas qne por tantos siglos se habían mostrado muy a propósito para el designio divino de asegurar la dicha libertad, y para cuya sustitución ni la divina Provideneia ha indicado nada a propósito hasta el presente, ni los hombres han hallado entre sus proyectos nada semejante; aqnellas defensas fueron echadas por tierra por fuerza enemiga y siguen hasta ahora violadas, y con eso se han creado al Romano Pontífice condiciones de vida tan extrañas que tienen perpetuamrnte llenos de tristeza los corazones de los fieles todos esparcidos por todo el mun do. Nos, pues, herederos, lo mismo de los pensamientos que de los deberes de Nuestros Predecesores, investidos de la misma autoridad, a quien únicamente corresponde decidir en materia de tamaña importancia, movidos no ciertamente por una vana ambición de reino temporal (pues sería un motivo cuyo menor influjo Nos avergonzaría grande mente), sino que, puesto el pensamiento en la hora de Nuestra muerte, acordán donos de la rigurosa cuenta que hemos de dar al divino Juez, renovamos desde este lugar, según lo pide la santidad de Nuestro cargo, las protestas que hicieron Nuestros dichos Predecesores en defensa de los derechos y de la digni dad de la Sede Apostólica.
21. Deseos de pacífico arreglo de la Cuestión Romana y pacificación universal.
Por lo demás, jamás Italia ten drá que temer daño alguno de esta Sede Apostólica; pues el Romano Pontífice, séalo el que lo fuere, siempre podrá de cir con toda verdad aquello del Pro feta: Yo tengo pensamiento de paz y no de aflicción(59), de paz verdadera digo, y por lo mismo inseparable de la justicia; de modo que pueda añadirse: la juticia y la paz se dieron ósculo(60). A Dios, omnipotente y misericordioso, toca el hacer que llegue por fin a albo rear día tan alegre, que será muy fecundo en toda clase de bienes, ya para la restauración del reino de Cristo, ya para el arreglo de los asuntos de Italia y del mundo entero; y para que no quede frustrado, trabajen diligentemen te todos los hombres de recto sentir.
Oración por la paz en Navidad.
Y para que cuanto antes se otorguen a los hombres los regalados dones de la paz, encarecidamente exhortamos a todos los fieles que a una con Nos insten con santas oraciones, especialmente en estos días del Nacimiento de Nuestro Señor JESUCRISTO, Rey Pacífico, en cuya venida a este mundo por primera vez cantaron las huestes angélicas: Gloria a Dios en lo más alto de los cielos y paz a los hombres de buena voluntad(61).
Bendición Apostólica.
Finalmente, como una prenda de esta paz, queremos Venerables Hermanos, que sea Nuestra Apostólica Bendición la que presagian do a cada uno del clero y del pueblo fiel y también a los mismos Estados y familias cristianas, toda suerte de di chas, lleve la prosperidad a los vivos y a los difuntos descanso y felicidad eter na; bendición que como testimonio de Nuestra benevolencia damos de todo corazón a vosotros y a vuestro clero y pueblo.
Dado en Roma, en
San Pedro, día 23 de diciembre de 1922, de Nuestro Pon tificado
el año primero.
PIO
PAPA XI.
NOTAS
(1) II Cor. 11, 28. (volver)
(2) II Cor. 11, 28. (volver)
(3) Jer. 8, 15. (volver)
(4) Jer. 14, 19. (volver)
(5) Is. 59, 9, 11 (volver)
(6) 1 Cor. 2, 14. (volver)
(7) Efes. 4, 12. (volver)
(8) Marc. 7, 23. (volver)
(9) Rom. 7, 2 (volver)
(10) Ecl. 1, 2. 14. (volver)
(11) Santiago 4, 1. volver)
(12) Prov. 14. 34. (volver)
(13) De Civ. Dei, 1, 4, c. S. (volver)
(14) Is. 1, 28. (volver)
(15) Juan 15; 5. (volver)
(16) Luc. 11, 23. (volver)
(17) Efes. 5, 32. (volver)
(18) Col. 3, 15. (volver)
(19) Juan 14. 17. (volver)
(20) I Reg. 16, 7. (volver)
(21) Mat. 23. 8. (volver)
(22) Juan 15, 12. (volver)
(23) Gal. 6, 2. (volver)
(24) Salmo 9, 5. (volver)
(25)) Is. 32, 17. (volver)
(26) Efes. 2. 14. (volver)
(27) II Cor. 5, 18; Efes. 2, 16. (volver)
(28) II Cor. 5, 18. (volver)
(29) Juan 3, 6. (volver)
-----------------------------
http://www.clerus.org/bibliaclerusonline/pt/j10.htm
Desde el momento en que por inescrutable designio de Dios Nos vimos exaltados, sin mérito alguno, a esta Cátedra de verdad y caridad, fue Nuestro animo, Venerables Hermanos, dirigiros cuanto antes y con el mayor afecto Nuestra palabra, y con vosotros a todos Nuestros amados hijos confiados directamente a vuestros cuidados. Un indicio de esta voluntad Nos parece haber dado cuando, apenas elegidos, desde lo alto de la Basílica Vaticana, y en presencia de una grandísima muchedumbre, dimos la bendición a la urbe y al orbe; bendición que todos vosotros, con el Sagrado Colegio de Cardenales al frente, recibisteis con tan grata alegría que para Nos, en el imponente momento de echar sobre Nuestros hombros casi de improviso el peso de este cargo, fue muy oportuno, y después de la confianza en el auxilio divino, muy grande consuelo y alivio Ahora, por fin, al llegar al Nacimiento de Nuestro Señor JESUCRISTO, y al comienzo del nuevo ano, Nuestra boca se abre para vosotros (
2Co 11,28) ; y sea Nuestra palabra como solemne regalo que el padre envía a sus hijos para felicitarles.No faltaron, sin embargo, en el mismo tiempo acontecimientos que Nos llenaron de gozo. A la verdad, tanto en los días del XXVI Congreso Eucarístico internacional, como en los del III Centenario de Propaganda Fide, Nos experimentamos tanta abundancia de consuelos celestiales cuanta difícilmente habríamos esperado poder gozar en los comienzos de Nuestro Pontificado. Tuvimos ocasión de hablar con casi todos y cada uno de Nuestros amados hijos, los Cardenales, lo mismo con los Venerables Hermanos, los Obispos, en tanto numero, cuantos difícilmente habríamos podido ver en muchos anos. Pudimos también dar audiencia a grandes muchedumbres de fieles, como a otras porciones escogidas de la innumerable familia que el Señor Nos había confiado, de toda tribu y lengua y pueblo y nación, según se lee en el Apocalipsis, y dirigirles, como vivamente lo deseamos, Nuestra paternal palabra.
En aquellas ocasiones Nos parecía asistir a espectáculos divinos: cuando Nuestro Redentor JESUCRISTO bajo los velos eucarísticos era llevado en triunfo por las calles de Roma, seguido de un innumerable y apinado acompañamiento de devotos, venidos de todos los países, y parecia haber vuelto a granjearse el amor que se le debe como a Rey de los hombres y de las naciones; cuando los sacerdotes y piadosos seglares, como si sobre ellos hubiera de nuevo descendido el Espíritu Santo, se mostraban inflamados del espíritu de oración y del fuego del apostolado y cuando la fe viva del pueblo romano, para mucha gloria de Dios y para salvación de muchas almas, otra vez en tiempos pasados se manifestaba a la faz del universo mundo.
Entre tanto la Virgen MARIA, Madre de Dios y benignísima Madre de todos nosotros, que Nos había sonreído ya en los Santuarios de Czenstochowa y de Ostrabrarna, en la gruta milagrosa de Lourdes y sobre todo en Milán desde la aérea cúspide del Duomo y desde el vecino santuario de Rho, parecio aceptar el homenaje de Nuestra piedad, cuando en el santísimo santuario de Loreto, después de restaurados los destrozos causados por el incendio, quisimos que se repusiese su venerable imagen, que junto a Nos había sido rehecha con toda perfección y por Nuestra propias manos había sido consagrada y coronada. Fue éste un magnifico y espléndido triunfo de la Santísima Virgen, que desde el Vaticano hasta Loreto, dondequiera que paso la santa imagen, fue honrada por la religiosidad de los pueblos con una no interrumpida serie de obsequios, hechos por gentes de toda clase que en gran numero salían a recibirla y con vivisimas expresiones mostraban su devoción a MARIA y al Vicario de Cristo.
Con el aviso de estos sucesos, tristes y alegres, cuya memoria queremos quede aquí consignada para la posteridad, se iba poco a poco haciendo para Nos cada vez mas claro qué es lo que debíamos llevar mas en el alma durante Nuestro Pontificado, y aquello de que debíamos hablar en la primera Encíclica.
Admirablemente cuadran a nuestra Edad aquellas palabras de los Profetas: Esperamos la paz y este bien no vino, el tiempo de la curación, y he aquí el terror (
Jr 8,15) ; el tiempo de restaurarnos, y he aquí a todos turbados (Jr 14,19) . Esperamos la luz, y he aquí las tinieblas...; y la justicia, y no viene; la salud, y se ha alejado de nosotros (Is 59, 9, 11) . Pues aunque hace tiempo en Europa se han depuesto las armas, sin embargo sabéis como en el vecino Oriente se levantan peligros de nuevas guerras, y allí mismo, en una región inmensa como hemos antes dicho, todo esta lleno de horrores y miserias, y todos los días una ingente muchedumbre de infelices, sobre todo de ancianos, mujeres y ninfos, mueren de hambre, de peste y por los saqueos; y donde quiera que hubo guerra no están todavía apagadas las viejas rivalidades, que se dan a conocer: o con disimulo en los asuntos políticos, o de una manera encubierta en la variedad de los cambios monetarios, o sin rebozo en las paginas de los diarios y periódicos; y hasta invaden los confines de aquellas cosas que por su naturaleza deben permanecer extrañas a toda lucha acerba, como son los estudios de las artes y de las letras.De ahí que los odios y las mutuas ofensas entre los diversos Estados no den tregua a los pueblos. ni perduren solamente las enemistades entre vencidos y vencedores, sino entre las mismas naciones vencedoras, ya que las menores se quejan de ser oprimidas y explotadas por las mayores, y las mayores se lamentan de ser el blanco de los odios y de las insidias de las menores. Y los Estados, sin excepción, experimentan los tristes efectos de la pasada guerra; peores ciertamente los vencidos, y no pequeños los mismos que no tomaron parte alguna en la guerra. Y los dichos males van cada día agravándose mas, por irse retardando el remedio; tanto mas, que las diversas propuestas y las repetidas tentativas de los hombres de Estado para remediar tan tristes condiciones de cosas han sido inútiles, si ya no es que las han empeorado. Por todo lo cual, creciendo cada día el temor de nuevas guerras y mas espantosas, todos los Estados se ven casi en la necesidad de vivir preparados para la guerra, y con eso quedan exhaustos los erarios, pierde el vigor de la raza y padecen gran menoscabo los estudios y la vida religiosa y moral de los pueblos.
Y lo que es mas deplorable, a las externas enemistades de los pueblos se juntan las discordias intestinas que ponen en peligro no solo los ordenamiento sociales, sino la misma trabazón de la sociedad.
Y es verdaderamente doloroso ver como un mal tan pernicioso ha penetrado hasta las raíces mismas de la sociedad, es decir, hasta en las familias, cuya disgregación hace tiempo iniciada ha sido como muy favorecida por el terrible azote de la guerra, merced al alejamiento del techo doméstico de los padres y de los hijos, y merced a la licencia de las costumbres, en muchos modos aumentada. Así se ve muchas veces olvidado el honor en que debe tenerse la autoridad paterna; desatendidos los vínculos de la sangre: los amos y criados se miran como adversarios; se viola con demasiada frecuencia la misma fe conyugal, y son conculcados los deberes que el matrimonio impone ante Dios y ante la sociedad.
De ahí que, como el mal que afecta a un organismo o a una de sus partes principalmente hace que también los otros miembros, aun los mas pequeños, sufran, así también es natural que las dolencias que hemos visto afligir a la sociedad y a la familia alcancen también a cada uno de los individuos. Vemos, en efecto, cuan extendida se halla entre los hombres de toda edad y condición una gran inquietud de animo que les hace exigentes y díscolos, y como se ha hecho ya costumbre el desprecio de la obediencia y la impaciencia en el trabajo. Observamos también como ha pasado los limites del pudor la ligereza de las mujeres y de las niñas, especialmente en el vestir y en el bailar, con tanto lujo y refinamiento, que exacerba las iras de los menesterosos. Vemos, en fin, como aumenta el numero de los que se ven reducidos a la miseria, de entre los cuales se reclutan en masa los que sin cesar van engrosando el ejército de los perturbadores del orden.
En vez, pues, de la confianza y seguridad reina la congojosa incertidumbre y el temor; en vez del trabajo y la actividad, la inercia y la desidia; en vez de la tranquilidad del orden, en que consiste la paz, la perturbación de las empresas industriales, la languidez del comercio, la decadencia en el estudio de las letras y de las artes; de ahí también, lo que es mas de lamentar, el que se eche de menos en muchas partes la conducta de vida verdadera mente cristiana, de modo que no solamente la sociedad parece no progresar en la verdadera civilización de que suelen gloriarse los hombres, sino que parece querer volver a la barbarie.
Y a todos estos males aquí enumerados vienen a poner el colmo aquellos que, cierto, no percibe el hombre animal (
1Co 2,14) , pero que son, sin embargo, los mas graves de nuestro tiempo. Queremos decir los danos causados en todo lo que se refiere a los intereses espirituales y sobrenaturales, de los que tan íntimamente depende la vida de las almas; y tales danos, como fácilmente se comprende, son tanto mas de llorar que las pérdidas de los bienes terrenos, cuanto el espíritu aventaja a la materia. Porque fuera de tan extendido olvido de los deberes cristianos, arriba recordado, cuan grandes penas nos causa, Venerables Hermanos, lo mismo que a vosotros, el ver que de tantas Iglesias destinadas por la guerra a usos profanos no pocas están todavía sin abrirse al culto divino; que muchos seminarios, cerrados entonces, y tan necesarios para la formación de los maestros y guías de los pueblos, no pueden todavía abrirse; que en todas partes haya disminuido tanto el numero de sacerdotes arrebatados unos por la guerra mientras se ocupaban en el ministerio, extraviados otros de su santa vocación por la extraordinaria gravedad de los peligros, y que por lo mismo en muchos sitios se vea reducida al silencio la predicación de la palabra divina, tan necesaria para la edificación del cuerpo místico de Cristo (Ep 4,12) .¿Y qué decir al recordar como desde los últimos confines de la tierra y del centro mismo de las regiones en que reina la barbarie nuestros misioneros, llamados frecuentemente a la patria para ayudar en las fatigas de la guerra, debieron abandonar los campos fertilisimos, donde con tanto fruto vertían sus sudores por la causa de la Religión y de la civilización, y cuan pocos de ellos pudieron volver incolumes? Es cierto que estos danos los vemos compensados también en alguna parte con excelentes frutos, porque aparecio entonces mas en el corazon del Clero el amor a la patria y la conciencia de todos sus deberes, de modo que muchas almas, a las puertas mismas de la muerte, admirando en el trato cotidiano los hermosos ejemplos de magnanimidad y de trabajo del Clero, se llegaron de nuevo al sacerdocio y a la Iglesia. Pero en esto hemos de admirar la bondad de Dios, que aun del mal sabe sacar bien.
Hasta aquí hemos hablado de los males de estos tiempos. Indaguemos ahora sus causas mas detenidamente, si bien ya, sin poderlo evitar, algo hemos indicado. Y ante todo, parécenos oír de nuevo al divino Consolador y Médico de las humanas enfermedades repetir aquellas palabras: Todos estos males proceden del interior (
Mc 7,23) .Firmose, si, la paz solemnemente entre beligerantes, pero quedose escrita en los documentos públicos, mas no grabada en los corazones; vivo esta todavía en esto, el espíritu bélico y de él brotan cada día los mayores danos a la sociedad. Porque el derecho de la fuerza paseose mucho tiempo triunfante por todas partes, y poco a poco fue apagando en los hombres los sentimientos de benevolencia y compasión que, recibidos de la naturaleza, son por la ley cristiana perfeccionados, y hasta la fecha no han vuelto a renacer ni con la reconciliación de una paz hecha mas en apariencia que en realidad. De aquí que el odio, al que se han habituado los hombres por largo tiempo, se haya hecho en muchos una segúnda naturaleza, y que predomine aquella ley ciega que el Apóstol lamentaba sentir en sus miembros, guerreando contra la ley del espíritu (
Rm 7,2) , Y así sucede con frecuencia que el hombre no parece ya, como debería considerarse según el mandamiento de Cristo, hermano de los demás, sino extraño y enemigo; que perdido el sentimiento de la dignidad personal y de la misma naturaleza humana, solo se tiene cuenta con la fuerza y con el numero, y que procuran los unos oprimir a los otros por el solo fin de gozar cuanto puedan de los bienes de esta vida.Nada mas ordinario entre los hombres que desdeñar los bienes eternos que JESUCRISTO propone a todos continuamente por medio de su Iglesia y apetecer insaciables la consecución de los bienes terrenos y caducos. Ahora bien: los bienes materiales, por la misma naturaleza, son de tal condición, que en buscarlos desordenadamente se halla la raíz de todos los males, y en especial del descontento y de la degradación moral, de las luchas y las discordias. En efecto, por una parte esos bienes, viles y finitos como son, no pueden saciar las nobles aspiraciones del corazón humano que, criado por Dios y para Dios, se halla necesariamente inquieto mientras no descanse en Dios. Por otra parte, como los bienes del espíritu, comunicados con otros, a todos enriquecen, sin padecer mengua, así, por el contrario, los bienes materiales, limitados como son, cuanto mas se reparten tanto menos toca a cada uno. De donde resulta que los bienes terrenos incapaces de contentar a todos por igual, ni de saciar plenamente a ninguno, son causas de divisiones y de tristeza, verdadera vanidad de vanidades y aflicción del espíritu (
Qo 1,2 Qo 1,14) , como las llamo el sabio SALOMON, después de bien experimentado. Y esto que acaece a los individuos acaece lo mismo a la sociedad. ¿De donde nacen las guerras y contiendas entre nosotros?, pregunta JC Apóstol, ¿No es verdad que de vuestras pasiones? (Jc 4,1) .Porque la concupiscencia de la carne, o sea el deseo de placeres, es la peste mas funesta que se puede pensar para perturbar las familias y la misma sociedad: de la concupiscencia de los ojos, o sea de la codicia de poseer, nacen las despiadadas luchas de las clases sociales, atento cada cual en demasía a sus propios intereses; y la soberbia de vida es decir, el ansia de mandar a los demás, ha llevado a los partidos políticos a contiendas tan encarnizadas, que no se detienen ni ante la rebelión, ni ante el crimen de lesa majestad, ni ante el parricidio mismo de la patria.
Pero el que se haya ausentado la paz, y que después de haberse remediado tantos males todavía se le eche de menos, tiene que tener causa mas honda que la que hasta ahora hemos visto. Porque ya mucho antes que estallara la guerra europea venia preparándose por culpa de los hombres y de las sociedades la principal causa engendradora de tan grandes calamidades, causa que debía haber desaparecido con la misma espantosa grandeza del conflicto si los hombres hubieran entendido las significación de tan grandes acontecimientos. ¿Quién no sabe aquello de la Escritura: Los que abandonaron al Señor serán consumidos? (
Is 1,28) ; ni son menos conocidas aquellas gravísimas palabras del Redentor y Maestro de los hombres JESUCRISTO: Sin mi nada podéis hacer (Jn 15,5) , y aquellas otras: El que no allega conmigo, dispersa (Lc 11,23) .Es también ya cosa decidida que ni Dios ni JESUCRISTO han de presidir el origen de la familia, reducido a mero contrato civil el matrimonio, que JESUCRISTO había hecho un sacramento grande (
Ep 5,32) , y había querido que fuese una figura, santa y santificante, del vinculo indisoluble con que él se halla unido a su Iglesia. Y debido a esto hemos visto frecuentemente como en el pueblo se hallan oscurecidas las ideas y amortiguados los sentimientos religiosos con que la Iglesia había rodeado ese germen de la sociedad que se llama familia: vemos perturbados el orden doméstico y la paz doméstica; cada día mas insegura la unión y estabilidad de la familia; con tanta frecuencia profanada la santidad conyugal por el ardor de sórdidas pasiones y por el ansia mortífera de las mas viles utilidades, hasta quedar inficionadas las fuentes mismas de la vida, tanto de las familias como de los pueblos.Finalmente, se ha querido prescindir de Dios y de su Cristo en la educación de la juventud; pero necesariamente se ha seguido, no ya que la religión fuese excluida de las escuelas sino que en ellas fuese de una manera oculta o patente combatida y que los niños se llegasen a persuadir que para bien vivir son de ninguna o de poca importancia las verdades religiosas, de las que nunca oyen hablar, o si oyen, es con palabras de desprecio Pero así excluidos de la enseñanza Dios y su ley, no se ve ya el modo como pueda educarse la conciencia de los jóvenes, en orden a evitar el mal y a llevar una vida honesta y virtuosa; ni tampoco como puedan irse formando para la familia y para la sociedad hombres morigerados, amantes del orden y de la paz, aptos y útiles para la común prosperidad.
Ya hemos enumerado brevemente, Venerables Hermanos, las causas de los males que afligen a la sociedad; veamos los remedios aptos para sanarla, sugeridos por la naturaleza misma del mal.
Y ante todo es necesario que la paz reine en los corazones. Porque de poco valdría una exterior apariencia de paz, que hace que los hombres se traten mutuamente con urbanidad y cortesía, sino que es necesaria una paz que llegue al espíritu, los tranquilice e incline y disponga a los hombres a una mutua benevolencia fraternal. Y no hay semejante paz si no es la de Cristo; y la paz de Cristo triunfe en nuestros corazones (
Col 3,15) ; ni puede ser otra la paz suya, la que l da a los suyos (Jn 14,17) , ya que siendo Dios, ve los corazones (1R 16,7) , y en los corazones tiene su reino. Por otra parte, con todo derecho pudo JESUCRISTO llamar suya esta paz, ya que fue el primero que dijo a los hombres: Todos vosotros sois hermanos (Mt 23,8) , y promulgo sellandola con su propia sangre la ley de la mutua caridad y paciencia entre todos los hombres: este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado (Jn 15,12) : soportad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo (Ga 6,2) .Síguese de ahí claramente que la verdadera paz de Cristo no puede apartarse de las normas de justicia, ya porque es Dios mismo el que juzga la justicia (
Ps 9,5) , ya porque la paz es obra de la justicia (Is 32,17) ; pero no debe constar tan solo de la dura e inflexible justicia sino que a suavizarla ha de entrar en no menor parte la caridad que es la virtud apta por su misma naturaleza para reconciliar los hombres con los hombres. Esta es la paz que JESUCRISTO conquisto para los hombres; mas aun, según la expresión enérgica de SAN PABLO, El mismo es nuestra paz; porque satisfaciendo a la divina justicia con el suplicio de su carne en la cruz, dio muerte a las enemistades en si mismo..., haciendo la paz (Ep 2,14) , y reconcilio en si a todos (2Co 5,18 Ep 2,16) y todas las cosas con Dios; y en la misma redención no ve y considera SAN PABLO tanto la obra divina de la justicia, como en realidad lo es, cuanto la obra de la reconciliación y de la caridad: Dios era el que reconciliaba consigo al mundo en Jesucristo (2Co 5,18) ; de tal manera amo Dios al mundo que le dio su Hijo unigénito (Jn 3,6) . Con el gran acierto que suele, escribe sobre este punto el Doctor Angélico que la verdadera y genuina paz pertenece mas bien a la caridad que a la justicia, ya que lo que ésta hace es remover los impedimentos de la paz, como son las injurias, los danos, pero la paz es un acto propio y peculiar de la caridad (Suma Theol. II-II 29,3 ad 3.) .No que el que quiera gozar de esta paz haya de renunciar a los bienes de esta vida; antes al contrario, es promesa de Cristo que os tendrá en abundancia: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura (
Mt 6,33 Lc 12,31) . Pero: la paz de Dios sobrepuja todo entendimiento (Ph 4,7) , y por lo mismo domina a las ciegas pasiones y evita las disensiones y discordias que necesariamente brotan del ansia de poseer,Y ya que arriba hemos demostrado que una de las principales causas de la confusión en que vivimos es el hallarse muy menoscabada la autoridad del derecho y el respeto a los que mandan - por haberse negado que el derecho y el poder vienen de Dios, creador y gobernador del mundo -, también a este desorden pondrá remedio la paz cristiana, ya que es una paz divina, y por lo mismo manda que se respeten el orden, la ley y el poder. Pues así nos lo enseña la Escritura: Conservad en paz la disciplina (
Si 41,17) , Gran paz para aquellos que aman tu ley, Señor (Ps 118,165) , El que teme el precepto, se hallara en paz (Pr 13,13) . y nuestro Señor JESUCRISTO, no solo dijo aquello de: Dad al Cesar lo que es del Cesar (Mt 22,21) , sino que declaro respetar en el mismo PILATO el poder que le había sido dado de lo alto (Jn 19,11) , de la misma manera que había mandado a los discípulos que reverenciasen a los Escribas y Fariseos que se sentaron en la cátedra del Moisés (Mt 23,2) . Y es cosa admirable la estima que hizo de la autoridad paterna en la vida de familia, viviendo para dar ejemplo, sumiso y obediente a JOS y MARIA. Y de l es también aquella ley promulgada por sus Apóstoles: Toda persona esté sujeta a las potestades superiores; porque no hay potestad que no provenga de Dios (Rm 13,1) .Y si se considera que todo cuanto Cristo enseñó y estableció acerca de la dignidad de la persona humana, de la inocencia de vida, de la obligación de obedecer, de la ordenación divina de la sociedad, del sacramento del matrimonio y de la santidad de la familia cristiana; si se considera, decimos, que estas y otras doctrinas que trajo del cielo a la tierra las entrego a sola su Iglesia, y con promesa solemne de su auxilio y perpetua asistencia, y que le dio el encargo, como maestra infalible que era, que no dejase nunca de anunciarlas a las gentes todas hasta el fin de los tiempos, fácilmente se entiende cuan gran parte puede y debe tener la Iglesia para poner el remedio conducente a la pacificación del mundo.
Por lo cual, siendo propio de sola la Iglesia, por hallarse en posesión de la verdad y de la virtud de Cristo, el formar rectamente el animo de los hombres, ella es la única que puede, no solo arreglar la paz por el momento, sino afirmarla para el porvenir, conjurando los peligros de nuevas guerras que dijimos nos amenazan. Porque únicamente la Iglesia es la que por orden y mandato divino enseña que los hombres deben conformarse con la ley eterna de Dios, en todo cuanto hagan, lo mismo en la vida publica que en la privada, lo mismo como individuos que unidos en sociedad. Y es cosa clara que es de mucha mayor importancia y gravedad todo aquello en que va el bien y provecho de muchos.
Cuantas tentativas se han hecho hasta ahora a este respecto han tenido ninguno muy poco éxito, sobre todo en los asuntos con mas ardor debatidos. Es que no hay institución alguna humana que pueda imponer a todas las naciones un Código de leyes comunes, acomodado a nuestros campos, como fue el que tuvo en la Edad Media aquella verdadera sociedad de naciones que era una familia de pueblos cristianos. En la cual, aunque muchas veces era gravemente violado el derecho, con todo, la santidad del mismo derecho permanecía siempre en vigor, como norma segura conforme a la cual eran las naciones mismas juzgadas.
Síguese, pues, que la paz digna de tal nombre, es a saber, la tan deseada paz de Cristo, no puede existir si no se observan fielmente por todos en la vida publica y en la privada las enseñanzas, los preceptos y los ejemplos de Cristo: y una vez así constituida ordenadamente la sociedad, pueda por fin la Iglesia, desempeñando su divino encargo, hacer valer los derechos todos de Dios, los mismo sobre los individuos que sobre las sociedades.
Cuando, pues, el Papa Pío X se esforzaba por "restaurar todas las cosas en Cristo", como si obrara inspirado por Dios, estaba preparando la obra de pacificación, que fue después el programa de BENEDICTO XV.
Esperando que todos los buenos han de concurrir con su apoyo a esta obra, Nos dirigimos en primer lugar a vosotros, Venerables Hermanos, a quienes nuestro mismo Jefe y Cabeza, JESUCRISTO, que a Nos confió el cuidado de toda su grey, llamo: a una parte y la mas excelente en Nuestra solicitud; a vosotros, puestos por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios (
Ac 20,26) ; a vosotros honrados de manera principal con el ministerio de la reconciliación, y corno embajadores en nombre de Cristo (2Co 5,18 2Co 5,20) , hechos participen de su mismo magisterio divino y dispensadores de los misterios de Dios (1Co 4,1) y por lo mismo llamados sal de la tierra y luz del mundo (Mt 5,14) , doctores y padres de los pueblos cristianos, verdaderos dechados de la grey (1P 5,3) , destinados a ser llamados grandes en el reino de los cielos (Mt 5,19) ; a vosotros todos, en fin, que sois como los miembros principales y como los lazos de oro con que se levanta compacto y bien unido todo el cuerpo de Cristo (Ep 4,15) , que es la Iglesia fundada en la solidez de la Piedra.Una nueva y reciente prueba de vuestra insigne diligencia y actividad la tuvimos cuando con la ocasión al principio mencionada, del Congreso Eucarístico de Roma y de las fiestas centenarias de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, vinisteis muchísimos de todas las partes del mundo a esta santa ciudad al sepulcro de los Apóstoles. Aquella reunión de Pastores, dignísima por su concurso y autoridad, Nos sugirió la idea de convocar a su tiempo en esta misma ciudad, Cabeza del orbe católico, una solemne asamblea de la misma clase para hallar reparo oportuno a las ruinas causadas en tan grande convulsión de la sociedad, y se aumenta la dulce esperanza de esta reunión con la proximidad de las alegres solemnidades del Ano Santo.
Mientras tanto, aun que sabemos muy bien que no hay necesidad de estimular vuestro celo y actividad, antes que son dignos de los mayores elogios, sin embargo, la conciencia del cargo apostólico y de Nuestros deberes de padre para con todos, Nos advierte y casi Nos fuerza a inflamar con Nuestros ardores el ya encendido celo de todos vosotros, de manera que venga a suceder que cada uno de vosotros ponga cada día mayor afán y empeño en el cultivo de aquella parte de la grey del Señor que le cupo en suerte apacentar.
Entre estas obras admiramos especialmente las muchas y muy providenciales instituciones para instruir a los hombres con sanas doctrinas y para imbuirlos en la virtud y en santidad; lo mismo las asociaciones de clérigos y seglares, o las llamadas pías uniones, con el fin de sostener y llevar adelante las misiones entre infieles, de propagar el reino de Cristo Dios, y procurar a los pueblos bárbaros la salvación temporal y eterna; ya también las congregaciones de jóvenes, que han crecido en numero y en devoción singular a la Santísima Virgen, y especialmente la Sagrada Eucaristía, junto, con una fe, una pureza y un amor fraterno muy acrisolados. Añádanse las asociaciones, tanto las de hombres como las de mujeres, particularmente las eucarísticas, que procuran honrar el augusto Sacramento con cultos mas frecuentes y solemnes y con muy magnificas procesiones por las calles de las ciudades; y también con la reunión de Congresos muy concurridos, regionales, nacionales e internacionales, con representantes de casi todos los pueblos, donde todos se muestran admirablemente unidos en la misma fe, en el mismo culto, oración y participación de los bienes celestiales.
A esta piedad atribuimos el espíritu de sagrado apostolado, mucho mas extendido que antes, es decir, aquel celo ardentísimo de procurar, primero con la oración frecuente y con el buen ejemplo, luego con la propaganda de palabra y por escrito, y también con las obras y socorros de la caridad, que de nuevo se tributen al Corazón divino de Cristo Rey, lo mismo que en los corazones de los individuos que en la familia y en la sociedad, el amor, el culto y el imperio que le son debidos.
Pues bien: todas estas cosas y otras muchas semejantes, que seria muy largo referir, no solo se han de conservar firmemente, sino que se las ha de llevar adelante cada día con mas empeño y acrecentar con nuevos aumentos según lo exige la condición de las cosas y de las personas. Y si parecen cosa ardua y llena de trabajo para los pastores y para los fieles, empero son, sin duda, necesarias, y se han de contar entre los principales deberes del oficio pastoral y de la vida cristiana. Por las mimas razones aparece claro - tanto que estaría de mas todo esclarecimiento - cuan relacionadas se hallan entre si todas estas obras, y cuan estrechamente unidas con la deseada restauración del reino de Cristo y con la pacificación cristiana, propia tan solo de este reino: Pax Christi in regno Christi, "La paz de Cristo en el Reino de Cristo".
Y seria Nuestro deseo que digáis a vuestros sacerdotes, Venerables Hermanos, que Nos, testigo y compañero en otro tiempo y participe de los trabajos denodadamente tomados en pro de la grey de Cristo, siempre tu vimos y tenemos en grande estima su magnanimidad en soportar los trabajos, y su industria en hallar siempre nuevos medios de subvenir a las nuevas necesidades que consigo trae el cambio de los tiempos, y que ellos estarán unidos a Nos con vinculo mas estrecho de unidad y Nos a ellos con el de la paternal benevolencia, cuanto con adhesión mas pronta y apretada, mediante una vida santa y una obediencia perfecta, se unan como al mismo Cristo a sus pastores, que son sus guías y maestros.
No hay para qué extenderse en declarar, Venerables Hermanos, cuanto es lo que esperamos del Clero regular para poner por obra Nuestras ideas y proyectos, siendo cosa clara cuanto es lo que contribuye a esclarecer el reino de Cristo dentro y a dilatarle fuera. Pues siendo propio de los religiosos el guardar y practicar, no solo los preceptos, sino también los consejos de Cristo, lo mismo cuando dentro del claustro se dedican a las cosas espirituales, que cuando salen a trabajar a campo abierto, por ser en su vida modelo de perfección cristiana y por renunciar, consagrados por entero al bien común, a los bienes y comodidades terrenas, para mas abundantemente conseguir los bienes espirituales, son para los fieles un constante ejemplo que los incita a aspirar a cosas mayores; y felizmente lo consiguen merced también a las insignes obras de beneficencia cristiana con que atienden a las enfermedades todas del cuerpo y del alma. Y a tanto han llegado en este punto, a impulsos de la caridad divina, según lo atestigua la historia eclesiástica, que en la predicación del Evangelio dieron su vida por la salvación de sus almas, y con su muerte ensancharon los limites del reino de Cristo en la propagación de la unidad de fe y de la fraternidad cristiana.
Recordad también a los fieles que, cuando tomando por guías a vosotros y a vuestro Clero, trabajan en publico y en privado porque se conozca y ame a JESUCRISTO, entonces es cuando sobre todo merecen que se les llame linaje escogido, una clase de sacerdotes reyes, gente santa, pueblo de conquista (
1P 2,9) ; que entonces es cuando, estrechamente unidos a Nos y a Cristo, al propagar y restaurar con su celo y diligencia el reino de Cristo, presta los mas excelentes servicios para establecer la paz entre los hombres, Porque en el reino de Cristo esta en vigor, florece una cierta igualdad de derechos, por la que distinguidos todos con la misma, nobleza, todos se hallan condecorados con la misma preciosa sangre de Cristo, y los que parecen presidir los demás, siguiendo el ejemplo dado por el mismo Cristo nuestro Señor, con razón, se llaman, y lo son, administradores de los bienes comunes, y, por ende, siervos de todos los siervos, especialmente de los mas pequeños y del todo desvalidos.Pero los cambios sociales que trajeron la necesidad, o la aumentaron, de tales colaboradores para llevar adelante la obra divina, han creado también a los poco peritos peligros nuevos, ni pocos ni ligeros. Pues apenas terminada la desastrosa guerra perturbados los Estados con la agitación de los partidos políticos, se enseñorearon de la mente y del corazón de los hombres, pasiones tan desenfrenadas e ideas tan perversas, que ya es de temer que aun los mejores de entre los fieles y aun de los sacerdotes, atraídos por la falsa apariencia de la verdad y del bien, se inficionen con el deplorable contagio del error.
Porque, ¿cuantos hay que profesan seguir las doctrinas católicas en todo lo que se refiere a la autoridad en la sociedad civil y en el respeto que se le ha de tener, o al derecho de propiedad, y a los derechos y deberes de los obreros industriales y agrícolas, o a las relaciones de los Estados entre si, o entre patronos y obreros, o a las relaciones de la Iglesia y el Estado, o a los derechos de la Santa Sede y del Romano Pontífice y a los privilegios de los Obispos, o finalmente a los mismos derechos de nuestro Creador, Redentor y Señor JESUCRISTO sobre los hombres en particular y sobre los pueblos todos? y sin embargo, esos mismos, en sus conversaciones, en sus escritos y en toda su manera de proceder no se portan de otro modo que si las enseñanzas y preceptos promulgados tantas veces por los Sumos Pontífices, especialmente por LEON XIII, PIO X y BENEDICTO XV, hubieran perdido su fuerza primitiva o hubieran caído en desuso.
Y mirando Nos en derredor desde esta como atalaya y a manera de alcazar de la Sede Apostólica, ofrécense todavía a Nuestra vista, Venerables Hermanos, muchos en demasía que, o por desconocer del todo a Cristo, o por no conservar integra y pura la doctrina o la unidad requerida, no son todavía de este redil, al cual, sin embargo, están destinados por Dios. Por lo cual el que hace las veces de Pastor eterno no puede menos que, inflamado en los mismos sentimientos, echar mano de las mismas expresiones, muy breves ciertamente, pero llenas de amor y de la mas tierna compasión: Debo recoger también aquellas ovejas (
Jn 10,16) ; y traiga a la memoria con la mayor alegría aquel vaticinio del mismo Cristo: y oirán mi voz, y se hará un solo rebano y un solo pastor (Jn 10,16) . Dios quiera, Venerables Hermanos, que lo que Nos con vosotros, y con la porción de la Iglesia a vosotros encomendada, con un mismo corazón imploramos en Nuestras oraciones, veamos con el resultado mas satisfactorio realizada cuanto antes esta tan consola dora y cierta profecía del divino Corazón.Un como feliz augurio de esta unidad religiosa parecio haber brillado en el hecho memorable de estos últimos tiempos, por vos otros sin duda advertido, para todos inesperado, para algunos tal vez desagradable; para Nos y para vosotros ciertamente gratísimo, de que la mayor parte de los personajes principales y los gobernantes de casi todas las naciones, como si obedecieran a un mismo impulso y deseo de la paz, han querido como a porfia, o restablecer las antiguas relaciones con esta Sede Apostolica, o hacer con ella por primera vez pactos de concordia. Lo cual con razon Nos llena de gozo, no solamente por lo que se acrecienta la autoridad de la Iglesia, sino también por el esplendor que cobra su beneficencia y la experiencia a todos ofrecida del poder en ver dad admirable que solo posee esta Iglesia de Dios, para procurar a la sociedad todo linaje de prosperidades, incluso la civil y terrena.
Porque, aunque ella por ordenación divina entiende directamente en los bienes espirituales e imperecederos, sin embargo, por la estrecha conexión que reina en todas las cosas, es tanto lo que ayuda a la prosperidad aun terrena, lo mismo de los individuos que de la sociedad, que mas no ayudaria si para fomentarla hubiera sido primariamente instituida.
Así que enteramente con el mismo proposito, y valiéndonos también de las mismas palabras que uso el muy llorado Predecesor Nuestro, BENEDICTO XV, a quien tantas veces Nos hemos referido, en su ultima alocución de 21 de noviembre del ano pasado (1921) , que verso sobre las relaciones mutuas entre la Iglesia y el Estado, Nos también declaramos, como él santamente declaro, y de nuevo confirmamos: "que jamas Nos consentiremos que en tales convenios se introduzca nada que desdiga de la dignidad y libertad de la Iglesia, la cual que quede a salvo e incolume es de suma importancia, sobre todo en este tiempo aun para la misma prosperidad de la sociedad civil" (Alocución In hac quidem renovata laetitia, en el Consistorio Secreto del 21-XI- 1921; AAS. 13 (1921) 522.) .
Y siendo esto así, no hay para qué decir con qué dolor vemos que entre tantas naciones que viven en relaciones amistosas con esta Sede Apostolica falte Italia; Italia, Nuestra patria querida, escogida por el mismo Dios, que con su providencia dirige el curso y orden de todas las cosas y tiempos, para colocar en ella la Sede de su Vicario en la tierra, para que esta santa ciudad, asiento un tiempo de un imperio muy extendido, pero al fin limitado a ciertos términos, llegase un día a ser cabeza de todo el orbe de la tierra. Puesto que, como Sede de un Principado divino, que por su naturaleza trasciende los fines de todas las gentes y naciones, abarca las naciones y los pueblos todos. Pero tanto el origen y la naturaleza divina de este principado, como el sagrado derecho de los fieles todos que habitan en toda la tierra, exige que este sagrado Principado no parezca hallarse sujeto a ningun poder humano, a ninguna ley (aunque éste prometa, mediante ciertas defensas o garantias, proteger la libertad del Romano Pontifice) , sino que debe ser y aparecer bien clara y completamente independiente y soberano.
Por lo demás, jamas Italia tendra que temer daño alguno de esta Sede Apostolica; pues el Romano Pontifice, séalo el que lo fuere, siempre podra de cir con toda verdad aquello del Profeta: Yo tengo pensamiento de paz y no de aflicción (
Jr 29,11) , de paz verdadera digo, y por lo mismo inseparable de la justicia; de modo que pueda anadirse: la justicia y la paz se dieron osculo (Ps 81,11) . A Dios, omnipotente y misericordioso, toca el hacer que llegue por fin a alborear día tan alegre, que sera muy fecundo en toda clase de bienes, ya para la restauración del reino de Cristo, ya para el arreglo de los asuntos de Italia y del mundo entero; y para que no quede frustrado, trabajen diligentemente todos los hombres de recto sentir.Y para que cuanto antes se otorguen a los hombres los
regalados dones de la paz, encarecidamente exhortamos a todos los
fieles que a una con Nos insten con santas oraciones,
especialmente en estos días del Nacimiento de Nuestro Señor
JESUCRISTO, Rey Pacifico, en cuya venida a este mundo por primera
vez cantaron las huestes angélicas: Gloria a Dios en lo mas alto
de los cielos y paz a los hombres de buena voluntad (Lc
2,14) .
48
Bendición
Apostolica.
Finalmente, como una prenda de esta paz, queremos Venerables
Hermanos, que sea Nuestra Apostolica Bendición la que presagian
do a cada uno del clero y del pueblo fiel y también a los mismos
Estados y familias cristianas, toda suerte de di chas, lleve la
prosperidad a los vivos y a los difuntos descanso y felicidad
eterna; bendición que como testimonio de Nuestra benevolencia
damos de todo corazon a vosotros y a vuestro clero y pueblo.
Dado en Roma, en San Pedro, día 23 de diciembre de 1922, de
Nuestro Pontificado el ano primero.
PIO PAPA XI.
-------------------------------
LETTERA ENCICLICA
UBI ARCANO DEI
CONSILIO
DEL SOMMO PONTEFICE
PIO XI
AI VENERABILI FRATELLI
PATRIARCHI,
PRIMATI, ARCIVESCOVI, VESCOVI
ED AGLI ALTRI ORDINARI
AVENTI PACE E COMUNIONE
CON LA SEDE APOSTOLICA:
SULLA QUESTIONE ROMANA
Venerabili Fratelli, salute e Apostolica Benedizione.
Fin dal primo momento in cui, per gli imperscrutabili disegni di Dio, Ci vedemmo elevati, sebbene indegni, a questa cattedra di verità e di carità, abbiamo vivamente desiderato di rivolgere la parola del cuore a voi tutti, Venerabili Fratelli, e a tutti i diletti vostri figli dei quali voi avete il governo e la cura immediata. A questo desiderio si ispirava la solenne benedizione che, urbi et orbi, dallalto della Basilica Vaticana, appena eletti, impartimmo ad unimmensa moltitudine di popolo: benedizione che voi tutti, da tutte le parti del mondo, unendovi al Sacro Collegio Cardinalizio, accoglieste con manifestazione di grata letizia: il che fu per Noi, nellaccingerci ad assumere dimprovviso il gravissimo officio, il più soave conforto dopo quello che Ci proveniva dalla fiducia nellaiuto divino. Ora «la Nostra parola viene a voi» [1] nellimminenza del giorno natalizio di Nostro Signor Gesù Cristo ed allinizio del nuovo anno, e viene come strenna festiva ed augurale, che il Padre manda a tutti i suoi figli.
Di più presto soddisfare il Nostro desiderio Ci impedirono finora molteplici ragioni. Fu dapprima la gara di filiale pietà, con la quale da tutte le parti del mondo, in lettere senza numero, Ci giungeva il saluto dei fratelli e dei figli, che davano il benvenuto e presentavano i loro primi devoti ossequi al novello Successore di S. Pietro. Si aggiungeva poi subito la prima personale esperienza di quella che S. Paolo chiamava «il mio assillo quotidiano, la preoccupazione per tutte le Chiese» [2]. E con le cure ordinarie vennero pure le straordinarie: quelle dei gravissimi negozi, che trovammo già avviati e che dovemmo proseguire, riguardanti i Luoghi Santi e le condizioni di cristianità e chiese fra le più cospicue dellorbe cattolico; convegni e trattative che toccavano le sorti di popoli e nazioni, dove, fedeli al ministero di conciliazione e di pace da Dio affidatoci, cercammo di far risonare la parola della carità insieme con quella della giustizia, e di procurare la dovuta considerazione a quei valori e a quegli interessi, che, per essere spirituali, non sono i meno grandi né i meno importanti, anzi lo sono più e sopra tutti gli altri; le sofferenze inenarrabili di popoli lontani, falciati dalla fame e da ogni genere di calamità, per i quali, mentre Ci affrettavamo a inviare il maggior aiuto a Noi possibile nelle Nostre presenti angustie, invocavamo insieme laiuto del mondo intero: e infine le competizioni e le violenze scoppiate in seno allo stesso popolo diletto, dal quale avemmo i natali ed in mezzo al quale la mano di Dio collocò la Cattedra di Pietro: competizioni e violenze che parvero mettere in forse le stesse sorti del Nostro paese e che Noi non tralasciammo con ogni mezzo di sedare.
Non mancarono tuttavia straordinari avvenimenti che Ci portarono nellanimo la nota più lieta: il XXVI Congresso Eucaristico internazionale e le solennità trecentenarie della Sacra Congregazione di Propaganda. Furono quelle inesprimibili consolazioni e gioie spirituali, che mai avremmo immaginato potessero in tanta copia riversarsi sui primi inizi del Nostro Pontificato. Vedemmo allora quasi tutti i Porporati del Sacro Collegio e potemmo anche intrattenerci a privati colloqui con centinaia di Vescovi accorsi da tutte le parti della terra, quanti, nelle condizioni ordinarie, appena avremmo veduto in parecchi anni; a migliaia e migliaia vedemmo pure e paternamente benedicemmo larghe ed insigni rappresentanze dellimmensa famiglia che Iddio Ci ha affidata, proprio come dice la sacra pagina apocalittica, «di ogni tribù, lingua, popolo e nazione» [3]. E con loro assistemmo a spettacoli veramente divini: vedemmo il divin Redentore sotto i veli eucaristici, quasi a riprendere il suo posto di Re degli uomini, delle città e dei popoli, venir portato in grandioso e veramente regale trionfo di fede, di adorazione e di amore, nel centro di questa Nostra Roma, in un immenso corteo, nel quale popoli e nazioni di tutte le parti del mondo erano rappresentati. Vedemmo lo Spirito di Dio ridiscendere nelle anime dei sacerdoti e dei fedeli e riaccendere in esse lo spirito di preghiera e di apostolato, come nella prima Pentecoste; e la fede vivace dei Romani di nuovo annunciarsi nelluniverso mondo, con magnifica glorificazione di Dio ed edificazione delle anime. Ed intanto la Vergine santa, Madre di Dio e Madre nostra benignissima, Maria, Ella che già amorevolmente Ci aveva sorriso dai santuari di Czestochowa e di Ostrabrama, dalla taumaturgica grotta di Lourdes e dallaerea cuspide della Nostra Milano, nonché dal piissimo santuario di Rho, degnavasi anche gradire lomaggio del Nostro amore e della Nostra devozione, allorquando, riparati i gravissimi danni dellincendio, restituivamo al venerabile santuario di Loreto la devota effige già prima presso di Noi preparata, da Noi benedetta ed incoronata. Fu quello uno splendidissimo trionfo di Maria, cui parteciparono in nobile gara, da Roma a Loreto, dovunque passò la sacra icona, le fedeli popolazioni, accorrendo da tutte le vicinanze, con una spontanea e luminosa affermazione di profonda religiosità, nella quale rifulsero il tenero affetto alla Santissima Vergine e il devoto accattamento al Vicario di Gesù Cristo.
Per leloquenza di svariati avvenimenti, che Noi tramandiamo alla edificazione dei posteri, veniva sempre più chiarendosi alla Nostra mente quello che sembra rivendicare a sé le prime e più sollecite cure del Nostro apostolico ministero, e, per ciò stesso, quello che dovessimo dire con la prima solenne parola a voi rivolta.
Gli uomini, le classi sociali, i popoli, non hanno ancora ritrovato la vera pace dopo la tremenda guerra, e perciò ancora non godono di quelloperosa e feconda tranquillità nellordine che è il sospiro ed il bisogno di tutti: ecco la triste verità che da tutte le parti si presenta. Riconoscere la realtà e la gravità di tanto male ed indagarne le cause è la prima cosa e più necessaria a farsi da chi, come Noi, voglia con frutto studiare ed applicare i mezzi per combattere il male stesso efficacemente. È questo lobbligo che la coscienza dellapostolico officio Ci fa sentire imperioso e che Ci proponiamo di adempiere, sia ora con questa prima lettera enciclica, sia in appresso con tutta la sollecitudine del pontificale ministero. Purtroppo continuano nel mondo le stesse tristissime condizioni che formarono la costante ed angosciosa cura di tutto il pontificato del venerato Nostro antecessore Benedetto XV; e perciò Noi, come è naturale, facciamo Nostri gli stessi pensieri e propositi suoi a questo riguardo. Così possano essi divenire i pensieri ed i propositi di tutti, sì che, con laiuto di Dio e con la generosa cooperazione di tutti i buoni, se ne veggano presto copiosi i frutti nella riconciliazione degli animi.
Sembrano scritte per i nostri giorni le ispirate parole dei grandi Profeti: «Aspettammo la pace, ma non cè alcun bene; il tempo della salvezza, ed ecco il terrore [4], lora del rimedio, ed ecco il timore [5]. Aspettammo la luce, ed ecco le tenebre; aspettammo la giustizia, e non cè; la salvezza, ma essa è ancora lontana da noi» [6]. Si sono infatti deposte le armi fra i belligeranti di ieri, ma ecco nuovi orrori e nuovi timori di guerre nel vicino oriente: condizioni terribilmente aggravate in una grandissima parte di quelle sterminate regioni, dalla fame, dalle epidemie, dalle devastazioni che mietono innumerevoli vittime, massime fra i vecchi, le donne ed i bambini innocenti. Su tutto quanto, si può ben dire, limmenso teatro della guerra mondiale le vecchie rivalità continuano, dissimulate nei maneggi della politica, palliate nella fluttuazione della finanza, ostentate nella stampa, in giornali e periodici di ogni fatta, penetrando ben anche nelle regioni, naturalmente serene e pacifiche, degli studi, delle scienze e dellarte.
Quindi la vita pubblica ancora avvolta in una fosca nebbia di odî e di mutue offese, che non dà respiro ai popoli. Che se più gravemente soffrono le nazioni vinte, non mancano guai gravissimi alle vincitrici; le minori si dolgono di essere sopraffatte o sfruttate dalle maggiori; le maggiori si adontano e si lagnano di trovarsi malviste o insidiate dalle minori: tutte risentono i tristi effetti della passata guerra. Né quelle stesse nazioni che andarono esenti dallimmane flagello ne scansarono i mali, né ancora vanno libere dal risentirne gli effetti, come e più li risentono le antiche belligeranti. I danni del passato, tuttora persistenti, vanno sempre più aggravandosi per limpossibilità di pronti rimedi, dopo che i ripetuti tentativi di statisti e politici, per curare i mali della società, a nulla hanno approdato, se pure non li hanno coi loro medesimi fallimenti aggravati. Tanto più perciò si rincrudisce langoscia delle genti per la minaccia sempre più forte di nuove guerre le quali non potrebbero essere che più spaventose e desolatrici delle passate; donde il vivere in una perpetua condizione di pace armata, che è quasi un assetto di guerra, il quale dissangua le finanze dei popoli, ne sciupa il fiore della gioventù e ne avvelena e intorbida le migliori fonti di vita fisica, intellettuale, religiosa e morale.
Altro, anche più deplorevole male, si aggiunge alle inimicizie esterne dei popoli per le discordie interne, che minacciano la compagine degli Stati e della stessa civile società. Primeggia la lotta di classe divenuta ormai il morbo più inveterato e mortale della società, quasi verme roditore, che ne insidia tutte le forze vitali: lavoro, industria, arte, commercio, agricoltura, tutto ciò insomma che conferisce al benessere e alla prosperità pubblica e privata. E la lotta appare sempre più irreconciliabile, mentre si combatte tra gli uni insaziabilmente avidi di beni materiali, e gli altri degli stessi beni egoisticamente tenaci: nonché fra i soggetti e le classi dirigenti, per la comune brama di godere e di comandare. Quindi le frequenti sospensioni del lavoro da una parte e dallaltra provocate; le rivoluzioni e sommosse, le reazioni e repressioni; il malcontento di tutti e il danno comune.
Si aggiungano le lotte dei partiti, non sempre ingaggiate per una serena divergenza di opinioni circa il pubblico bene e per la sincera e disinteressata ricerca di esso, ma per bramosia di prevalere ed in servigio di particolari interessi a danno degli altri. Onde il trascendere sovente alla congiura, allinsidia, alle depredazioni contro i cittadini e contro la stessa autorità e i suoi ministri; eccedere con minacce di pubblici moti o anche con aperte sommosse ed altri disordini, tanto più deplorabili e dannosi per un popolo chiamato a partecipare, in qualche maggior grado, alla vita pubblica ed al governo, come avviene nei moderni ordini rappresentativi, i quali, pur non essendo per sé in opposizione alla dottrina cattolica, sempre conciliabile con ogni forma ragionevole e giusta di regime, sono tuttavia i più esposti al sovvertimento delle fazioni.
Ed è ancor più doloroso notare come ormai il sovvertimento sia penetrato anche nel mite e pacifico santuario della famiglia, che forma il primo nucleo della società, dove i mali germi della disgregazione, già da tempo sparsi, sono stati più che mai fomentati nel tempo della guerra dallallontanamento dei padri e dei figli dal tetto familiare e dalla tanto aumentata licenza di costumi. Così vedonsi bene spesso i figli alienarsi dal padre, i fratelli inimicarsi coi fratelli, i padroni coi servi e i servi coi padroni: troppo spesso dimenticata la stessa santità del vincolo coniugale e dimenticati i doveri che esso impone davanti a Dio e davanti alla società.
E come del malessere generale di un organismo, o di una sua notevole parte, si risentono anche le parti minime, così anche agli individui si propagano i mali che affliggono la società e la famiglia. Lamentiamo infatti il diffondersi di unirrequietezza morbosa in ogni età e condizione; il disprezzo dellubbidienza e lintolleranza della fatica passare in costume; il pudore delle donne e delle fanciulle conculcato nella licenza del vestire, del conversare, delle danze invereconde, con linsulto aperto allaltrui miseria, reso più provocante dallostentazione del lusso. Di qui laumentarsi del numero degli spostati, che finiscono quasi sempre con ingrossare le file dei sovvertitori dei pubblici e privati ordinamenti.
Quindi non più fiduciosa sicurezza, ma trepida incertezza e sempre nuovi timori; non operosa laboriosità, ma indolenza e disoccupazione; non più la serena tranquillità dellordine, nel che consiste la pace, ma dappertutto un irrequieto spirito di rivolta. Ondè che, illanguidite le industrie, diminuiti e ritardati i commerci, reso sempre più difficile il culto delle scienze, delle lettere e delle arti, e, ciò chè molto più grave, danneggiata la stessa civiltà cristiana, per inevitabile conseguenza, invece del tanto vantato progresso, si aggrava sempre più un regresso doloroso verso limbarbarimento della società.
A tutti i mali ricordati voglionsi aggiungere e porre in cima quelli che sfuggono allosservatore superficiale, alluomo del senso, il quale, come dice lApostolo, non comprende «le cose dello spirito di Dio» [7], ma che pur costituiscono quanto hanno di più grave e profondo le odierne piaghe sociali. Vogliamo dire quei mali che trascendono la materia e la natura, toccando lordine più propriamente spirituale e religioso, cioè la vita soprannaturale della anime; e sono mali tanto più deplorabili quanto più lo spirito sovrasta alla materia. Infatti, oltre il rilassamento troppo diffuso dei cristiani doveri, che abbiamo accennato, Noi lamentiamo con voi, Venerabili Fratelli, che non siano tuttora restituite alla preghiera ed al culto non poche delle moltissime chiese cui la guerra volse ad usi profani; che restino ancora chiusi molti seminari, dove unicamente alla vita religiosa dei popoli si preparano e formano idonei duci e maestri; decimate quasi in tutti i paesi le file del clero, parte del quale o cadde vittima della guerra nellesercizio del sacro ministero, o nebbe più o meno turbata la disciplina e lo spirito per le troppo violente e contrastanti condizioni di vita; ridotta in troppi luoghi al silenzio la predicazione della divina parola coi suoi necessari ed inestimabili benefìci « per ledificazione del corpo mistico di Cristo » [8].
I danni spirituali della terribile guerra si fecero sentire fino agli estremi confini del mondo e fin nelle più interne ed appartate regioni dei lontani continenti, perché anche i missionari dovettero abbandonare i campi delle loro apostoliche fatiche e purtroppo molti non poterono più tornarvi, interrompendo ed abbandonando magnifiche conquiste di elevazione morale e materiale, di religione e di civiltà. Vero è che queste grandi iatture spirituali non furono senza qualche prezioso compenso, mentre più chiaramente apparve, smentendo viete calunnie, quanto alta e pura e generosa ardesse nei cuori consacrati a Dio la fiamma della carità di patria e la coscienza di tutti i doveri; mentre più larghi si profusero i supremi benefìci del sacro ministero sui campi cruenti dove la morte mieteva a migliaia le vittime; mentre moltissime anime, deposti, in presenza di mirabili esempi dabnegazione, gli antichi pregiudizi, si riaccostarono al sacerdozio ed alla Chiesa. Ma di questo andiamo unicamente debitori allinfinita bontà e sapienza di Dio, che anche dal male sa trarre il bene.
Fin qui abbiamo esposto i mali che affliggono la società ai nostri giorni; è tempo ormai di ricercarne le cause con tutto lo studio che Ci sarà possibile, pure avendone già toccate alcune.
E fin dallinizio, Venerabili Fratelli, Ci sembra di udire il divino consolatore e medico delle umane infermità ripetere le grandi parole: «Tutti questi mali provengono dallintimo » [9]. Fu bensì firmata la pace fra i belligeranti con tutte le esteriori solennità; ma questa restò scritta nei pubblici istrumenti, non fu già accolta nei cuori, che ancora nutrono il desiderio della lotta e minacciano sempre più gravemente la tranquillità del civile consorzio. Troppo a lungo il diritto della violenza ebbe fra gli uomini limpero, attutendo e quasi annientando i sensi naturali della misericordia e della compassione, che la legge della carità cristiana aveva sublimati; né la pace fittizia, fissata sulla carta, ha risvegliato ancora tali nobili sentimenti. Di qui labito della violenza e dellodio troppo lungamente intrattenuto e fattosi quasi natura in molti, anzi in troppi; di qui il facile sopravvento dei ciechi elementi inferiori, di quella legge delle membra, « repugnante alla legge dello spirito », che faceva gemere lapostolo Paolo [10].
Gli uomini non più fratelli agli uomini, come detta la legge cristiana, ma quasi stranieri e nemici; smarrito il senso della dignità personale e del valore della stessa umana persona nel brutale prevalere della forza e del numero; gli uni intesi a sfruttare gli altri per questo sol fine di meglio e più largamente godere dei beni di questa vita; tutti erranti, perché rivolti unicamente ai beni materiali e temporali, e dimentichi dei beni spirituali ed eterni al cui acquisto Gesù Redentore, mediante il perenne magistero della Chiesa, ci invita. Ora, è nella natura stessa dei beni materiali che la loro disordinata ricerca diventi radice di ogni male e segnatamente di abbassamento morale e di discordie. Infatti da una parte non possono quei beni, in se stessi vili e finiti, appagare le nobili aspirazioni del cuore umano, che, creato da Dio per Iddio, è necessariamente inquieto, finché in Dio non riposi. Dallaltra parte (al contrario dei beni dello spirito, che quanto più si comunicano tanto più arricchiscono senza mai diminuire) i beni materiali quanto più si spartiscono fra molti, più scemano nei singoli, dovendosi di necessità sottrarre agli uni quello che agli altri è dato; onde non possono mai né contentare tutti egualmente, né appagare alcuno interamente, e con ciò diventano fonte di divisione ed insieme afflizione di spirito, come li sperimentò il sapiente Salomone: « vanità delle vanità e un inseguire il vento » [11]. E ciò avviene nella società non meno che negli individui. «Donde mai le guerre e le contese tra voi ? domanda lapostolo San Giacomo Non forse dalle vostre concupiscenze? » [12].
Così la cupidigia del godere, la « concupiscenza della carne », si fa incentivo, il più esiziale, di scissioni non solo nelle famiglie, ma anche nelle città; la cupidigia dellavere, la « concupiscenza degli occhi », diviene lotta di classe ed egoismo sociale; la cupidigia del comandare e del sovrastare, la « superbia della vita » si converte in concorrenze, in competizioni di partiti, in perpetua gara di ambizioni, fino allaperta ribellione allautorità, al delitto di lesa maestà, al parricidio stesso della patria.
Ed è questa esorbitanza di desideri, questa cupidigia di beni materiali, che diviene pure fonte di lotte e di rivalità internazionali, quando si presenta palliata e quasi giustificata da più alte ragioni di Stato o di pubblico bene, dallamore cioè di patria e di nazione. Poiché anche questo amore, che è per sé incitamento di molte virtù ed anche di mirabili eroismi, quando sia regolato dalla legge cristiana, diviene occasione ed incentivo di gravi ingiustizie, quando, da giusto amor di patria, diventa immoderato nazionalismo; quando dimentica che tutti i popoli sono fratelli nella grande famiglia dellumanità, che anche le altre nazioni hanno diritto a vivere e prosperare, che non è mai né lecito né savio disgiungere lutile dallonesto, e che infine, « la giustizia è quella che solleva le nazione, laddove il peccato fa miseri i popoli » [13]. Onde il vantaggio ottenuto in questo modo alla propria famiglia, città o nazione, può ben sembrare (il pensiero è di SantAgostino [14]) lieto e splendido successo, ma è fragile cosa e tale da ispirare i più paurosi timori di repentina rovina: « gioia cristallina, splendida, ma fragile, sulla quale sovrasta ancora più terribile il timore che improvvisamente si spezzi ».
Senonché della mancata pace e dei mali che conseguono dallaccennata mancanza, vi è una causa più alta insieme e più profonda; una causa che già prima della grande guerra era venuta largamente preparandosi; una causa alla quale limmane calamità avrebbe dovuto essere rimedio, se tutti avessero capito lalto linguaggio dei grandi avvenimenti. Sta scritto nel libro di Dio: « quelli che abbandonarono il Signore andranno consunti » [15]; e non meno noto è ciò che Gesù Redentore, Maestro degli uomini, ha detto: « senza di me nulla potete fare » [16]; ed ancora: « chi non raccoglie meco, disperde » [17].
Queste divine parole si sono avverate, ed ancora oggi vanno avverandosi sotto i nostri occhi. Gli uomini si sono allontanati da Dio e da Gesù Cristo e per questo sono caduti al fondo di tanti mali; per questo stesso si logorano e si consumano in vani e sterili tentativi di porvi rimedio, senza neppure riuscire a raccogliere gli avanzi di tante rovine. Si è voluto che fossero senza Dio e senza Gesù Cristo le leggi e i governi, derivando ogni autorità non da Dio, ma dagli uomini; e con ciò stesso venivano meno alle leggi, non soltanto le sole vere ed inevitabili sanzioni, ma anche gli stessi supremi criteri del giusto, che anche il filosofo pagano Cicerone intuirà potersi derivare soltanto dalla legge divina. E veniva pure meno allautorità ogni solida base, ogni vera ed indiscutibile ragione di supremazia e di comando da una parte, di soggezione e di ubbidienza dallaltra; e così la stessa compagine sociale, per logica necessità, doveva andarne scossa e compromessa, non rimanendole ormai alcun sicuro fulcro, ma tutto riducendosi a contrasti ed a prevalenze di numero e di interessi particolari.
Si volle che non più Dio, non più Gesù Cristo presiedesse al primo formarsi della famiglia, riducendo a mero contratto civile il matrimonio, del quale Gesù Cristo ha fatto un « Sacramento grande » [18], con erigerlo a santo e santificante simbolo dellindissolubile vincolo che a Lui stesso lega la sua Chiesa. Ne rimase abbassata, oscurata e confusa nei popoli tutta quella elevatezza e santità di idee e di sentimenti, di cui la Chiesa aveva circondato fin dal suo primo formarsi questo germe della società civile, che è la famiglia: la gerarchia domestica, e con essa la domestica pace, andò sovvertita; sempre più minacciata e scossa la stabilità ed unità della famiglia; il santuario domestico sempre più frequentemente profanato da basse passioni e da micidiali egoismi, che tendono ad avvelenare ed inaridire le sorgenti stesse della vita, non soltanto della famiglia, ma anche dei popoli.
Non si volle più Dio, né Gesù Cristo, né la dottrina sua nella scuola, e la scuola, per triste ma ineluttabile necessità, divenne non soltanto laica e areligiosa, ma anche apertamente atea e antireligiosa, dovendo lignaro fanciullo presto persuadersi che nessuna importanza hanno per la vita Dio e la Religione, di cui mai sente parlare, se non forse con parole di vilipendio. Così, ed anche solo per questo, la scuola cessava di guidare al bene, ossia di educare, privata di Dio e della sua legge, e della stessa possibilità di formare le coscienze e le volontà alla fuga dal male, alla pratica del bene. Così veniva pur meno ogni possibilità di preparare alla famiglia ed alla società elementi di ordine, di pace e di prosperità.
Spente così od oscurate le luci dello spiritualismo cristiano, linvadente materialismo non fece che preparare il terreno alla vasta propaganda di anarchia e di odio sociale degli ultimi tempi: donde, infine sfrenata, la guerra mondiale gettava nazioni e popoli gli uni contro gli altri, a sfogo di discordie e di odi lungamente covati, abituando gli uomini alla violenza ed al sangue, e col sangue suggellando gli odi e le discordie di prima.
La constatazione però di tanti e si gravi mali non deve toglierci, Venerabili Fratelli, la speranza e la cura di trovarne i rimedi, tanto più che i mali stessi già ne danno qualche indicazione e suggerimento.
Prima di ogni altra cosa, infatti, occorre ed urge pacificare gli animi. Una pace occorre, che non sia soltanto nellesteriorità di cortesie reciproche, ma scenda nei cuori, ed i cuori riavvicini, rassereni e riapra a mutuo affetto di fraterna benevolenza.
Ma tale non è se non la pace di Cristo; « e la pace di Cristo regni nei vostri cuori » [19], né altra potrebbe essere la pace sua che Egli dà [20], mentre Dio, comEgli è, intuisce i cuori [21], e nei cuori ha il suo regno. Daltra parte Gesù Cristo ha ben diritto di chiamare sua questa vera pace dei cuori, Egli che per primo disse agli uomini « voi siete tutti fratelli » [22] e loro promulgava, suggellandola nel suo sangue, la legge di universale mutua dilezione e tolleranza: «Questo è il mio comandamento: che vi amiate a vicenda come io vi ho amati » [23]; « Sopportate gli uni i pesi degli altri, e così adempirete alla legge di Cristo » [24].
Ne consegue immediatamente che la pace di Cristo dovrà bensì essere una pace giusta (come il suo profeta lannuncia: « la pace, opera di giustizia » [25]), essendo Egli quel Dio che giudica la giustizia stessa [26]; non potrà però constare soltanto di dura ed inflessibile giustizia, ma dovrà essere fatta dolce e soave da una almeno uguale misura di carità con effetto di sincera riconciliazione. Tale è la pace che Gesù Cristo conquistava a noi ed al mondo intero e che lApostolo, con tanto energica espressione, in Gesù Cristo stesso impersona, dicendo: « Egli è la nostra pace »; perché, soddisfacendo alla divina giustizia, col supplizio della crocifissa carne sua, in se stesso uccideva ogni inimicizia, facendo la pace [27] e riconciliando tutti e tutto in se stesso. Così è che nellopera redentrice di Cristo, che pure è opera di divina giustizia, lApostolo stesso non vede che una divina opera di riconciliazione e di carità: « Dio riconciliava a sé il mondo in Cristo » [28]; « a tal segno Iddio ha amato il modo, che ha dato il suo Figliuolo unigenito » [29]. Il Dottore Angelico ha trovato la formula ed il conio per loro di questa dottrina, dicendo che la pace, la vera pace, è cosa piuttosto di carità che di giustizia; perché alla giustizia spetta solo rimuovere gli impedimenti della pace: loffesa e il danno; ma la pace stessa è atto proprio e specifico di carità [30].
Della pace di Cristo, cosa del cuore e tutta di carità, si può e si deve ripetere quello che lApostolo dice del regno di Dio, che appunto per la carità signoreggia nei cuori: « Il regno di Dio non è questione di cibo e di bevanda » [31], cioè la pace di Cristo « non si pasce di beni materiali e terreni », ma di spirituali e celesti. Né potrebbe essere altrimenti, dato che proprio Gesù ha rivelato al mondo i valori spirituali e rivendicato loro il dovuto apprezzamento. Egli ha detto: « Che cosa giova alluomo guadagnare tutto il mondo, se poi danneggia lanima sua? O che cosa darà luomo in cambio dellanima sua? » [32]. Egli è colui che diede quella divina lezione di carattere: «Non temete coloro che uccidono il corpo, e non possono uccidere lanima, ma piuttosto temete colui che può mandare in perdizione e lanima e il corpo »! [33].
Non che la pace di Cristo, la pace vera, debba rinunciare ai beni materiali e terreni: al contrario, tutti le sono da Cristo stesso formalmente promessi: « Cercate prima il regno di Dio, e tutto ciò vi sarà dato in più » [34] . Ma essa sovrasta al senso e lo domina: « La pace di Dio sorpassa ogni intelligenza » [35], ed appunto per questo domina le cieche cupidigie ed evita le divisioni, le lotte e le discordie alle quali lingordigia dei beni materiali necessariamente dà origine.
Infrenata la cupidigia dei beni materiali, rimessi nellonore che loro compete i valori dello spirito, alla pace di Cristo, per naturale felicissimo accordo, si accompagna, con la illibatezza e dignità della vita, lelevazione dellumana persona, nobilitata nel Sangue di Cristo, nella figliuolanza divina, nella santità e nel vincolo fraterno che ci unisce allo stesso Cristo, nella preghiera e nei Sacramenti, mezzi infallibilmente efficaci di elevazione e partecipazione divina, nellaspirazione alleterno possesso della gloria e beatitudine di Dio stesso, a tutti proposto come meta e premio.
Abbiamo visto e considerato che precipua causa dello scompiglio, delle inquietudini e dei pericoli che accompagnano la falsa pace è lessere venuto meno limpero della legge, il rispetto dellautorità, dopo che era venuta meno alluna ed allaltra la stessa ragion dessere, una volta negata la loro origine da Dio, creatore e ordinatore universale. Orbene, il rimedio è nella pace di Cristo, giacché pace di Cristo è pace di Dio, né questa può essere senza il rispetto dellordine, della legge e dellautorità. Nel Libro di Dio infatti sta Scritto:
« Conservate la Pace nellordine » [36]; «Gran pace avrà chi amerà la tua legge, o Signore » [37]; « Chi osserva il precetto si troverà in pace » [38]. E Gesù stesso più espressamente insegna: « Rendete a Cesare quel chè di Cesare » [39], e perfino in Pilato Egli riconosce lautorità sociale che viene dallalto [40], come aveva riconosciuto lautorità addirittura nei degeneri successori di Mosè [41], e riconosciuto in Maria e Giuseppe lautorità domestica, loro assoggettandosi per tanta parte della sua vita [42]. E dagli Apostoli suoi faceva proclamare quella solenne dottrina che, come insegna « doversi da tutti riverenza ed ossequio ad ogni potestà legittima », così proclama pure « potestà legittima non esservi se non da Dio » [43].
Se si riflette che i pensieri e gli insegnamenti di Gesù Cristo, sui valori interni spirituali, sulla dignità e santità della vita, sul dovere dellubbidienza, sullordinamento divino della società, sulla santità sacramentale del matrimonio e la conseguente santità vera e propria della famiglia; se si riflette, diciamo, che questi pensieri ed insegnamenti di Cristo (insieme con tutto quel tesoro di verità da lui recato allumanità), furono da Lui stesso unicamente affidati alla sua Chiesa, con solenne promessa di indefettibile assistenza, affinché in tutti i secoli ed in tutte le genti ne fosse la maestra infallibile, non si può non vedere quale e quanta parte può e deve avere la Chiesa Cattolica nel portare rimedio ai mali del mondo e nel condurre alla sincera pacificazione.
Appunto perché per divina istituzione è lunica depositaria ed interprete di quei pensieri e insegnamenti, la Chiesa sola possiede, vera ed inesauribile, la capacità di efficacemente combattere quel materialismo, che tante ruine ha già accumulate e tante altre ne minaccia alla società domestica e civile, e di introdurvi e mantenervi il vero e sano spiritualismo, lo spiritualismo cristiano, che di tanto supera in verità e praticità quello puramente filosofico, di quanto la rivelazione divina sovrasta alla pura ragione: la capacità ancora di farsi maestra e conciliatrice di sincera benevolenza, insegnando ed infondendo alle collettività ed alle moltitudini lo spirito di vera fraternità [44], e nobilitando il valore e la dignità individuale con lelevarla fino a Dio; la capacità, infine, di correggere veramente ed efficacemente tutta la vita privata e pubblica, tutto e tutti assoggettando a Dio, che vede i cuori, alle sue ordinazioni, alle sue leggi, alle sue sanzioni; penetrando così nel santuario delle coscienze, tanto dei cittadini quanto di coloro che comandano, e formandole a tutti i doveri ed a tutte le responsabilità, anche nei pubblici ordinamenti della società civile, perché « sia tutto e in tutti Cristo » [45].
Per questo, per essere cioè la Chiesa, ed essa sola, formatrice sicura e perfetta di coscienze, mercé gli insegnamenti e gli aiuti a lei sola da Gesù Cristo affidati, non soltanto essa può conferire nel presente alla pace tutto ciò che le manca per essere la vera pace di Cristo, ma può ancora, più di ogni altro fattore, contribuire ad assicurare questa pace anche per lavvenire, allontanando il pericolo di nuove guerre. Insegna infatti la Chiesa (ed essa sola ha da Dio il mandato, e col mandato il diritto di autorevolmente insegnarlo) che non soltanto gli atti umani privati e personali, ma anche i pubblici e collettivi devono conformarsi alla legge eterna di Dio; anzi assai più dei primi i secondi, come quelli sui quali incombono le responsabilità più gravi e terribili.
Quando dunque governi e popoli seguiranno negli atti loro collettivi, sia allinterno sia nei rapporti internazionali, quei dettami di coscienza che gli insegnamenti, i precetti, gli esempi di Gesù Cristo propongono ed impongono ad ogni uomo; allora soltanto potranno fidarsi gli uni degli altri, ed aver anche fede nella pacifica risoluzione delle difficoltà e controversie che, per differenza di vedute e opposizione dinteressi, possono insorgere.
Qualche tentativo si è fatto e si fa in questo senso, ma con ben esigui risultati, massime nelle questioni più importanti, che più dividono ed accendono i popoli. E non vi è istituto umano che possa dare alle nazioni un codice internazionale, rispondente alle condizioni moderne, quale ebbe, nelletà di mezzo, quella vera società di nazioni che fu la cristianità; codice troppo spesso violato in pratica, ma che pur rimaneva come un richiamo e come una norma, secondo la quale giudicare gli atti delle nazioni.
Ma vè un istituto divino atto a custodire la santità del diritto delle genti; un istituto che appartiene a tutte le nazioni, che a tutte è superiore, e di più dotato di massima autorità, e venerando per pienezza di magistero, la Chiesa di Cristo: la quale sola appare adatta a tanto ufficio, sia per mandato divino, sia per la sua medesima natura e costituzione, per le tradizioni sue e per il prestigio, che dalla stessa guerra mondiale usciva, non soltanto non diminuito, ma piuttosto di molto aumentato.
Appare, da quanto siamo venuti considerando, che la vera pace, la pace di Cristo, non può esistere se non sono ammessi i princìpi, osservate le leggi, ubbiditi i precetti di Cristo nella vita pubblica e nella privata; sicché, bene ordinata la società umana, vi possa la Chiesa esercitare il suo magistero, al quale appunto fu affidato linsegnamento di quei princìpi, di quelle leggi, di quei precetti.
Ora tutto questo si esprime con una sola parola: « il regno di Cristo ». Poiché regna Gesù Cristo nella mente degli « individui » con la sua dottrina, nel cuore con la sua carità, nella vita di ciascuno con losservanza della sua legge e limitazione dei suoi esempi. Regna Gesù Cristo « nella famiglia » quando, formatasi nella santità del vero e proprio Sacramento del matrimonio da Gesù Cristo istituito, conserva inviolato il carattere di santuario, dove lautorità dei parenti si modella sulla paternità divina, dalla quale discende e si denomina [46]; lubbidienza dei figli su quella del fanciullo Gesù in Nazareth; la vita tutta quanta sispira alla santità della Sacra Famiglia. Regna infine Gesù Cristo « nella società civile » quando vi è riconosciuta e riverita la suprema ed universale sovranità di Dio, con la divina origine ed ordinazione dei poteri sociali, donde in alto la norma del comandare, in basso il dovere e la nobiltà dellubbidire. Regna quando è riconosciuto alla Chiesa di Gesù Cristo il posto che Egli stesso le assegnava nella società umana, dandole forma e costituzione di società, e, in ragione del suo fine, perfetta, suprema nellordine suo; costituendola depositaria ed interprete del suo pensiero divino, e perciò stesso maestra e guida delle altre società tutte quante: non per menomare lautorità loro, nel proprio ordine competente, ma per perfezionarle, come la grazia perfeziona la natura, e per farne valido aiuto agli uomini nel conseguimento del fine ultimo, ossia della eterna felicità, e con ciò renderle anche più benemerite e più sicure promotrici della stessa prosperità temporale.
È dunque evidente che la vera pace di Cristo non può essere che nel regno di Cristo: « La pace di Cristo nel regno di Cristo »; ed è del pari evidente che, procurando la restaurazione del regno di Cristo, faremo il lavoro più necessario insieme e più efficace per una stabile pacificazione.
Così Pio X, proponendosi di « restaurare tutto in Cristo », quasi per un divino istinto preparava la prima e più necessaria base a quella « opera di pacificazione », che doveva essere il programma e loccupazione di Benedetto XV. E questi due programmi dei Nostri Antecessori Noi congiungiamo in uno solo: la restaurazione del regno di Cristo per la pacificazione in Cristo: « La pace di Cristo nel regno di Cristo »; e con ogni sforzo Ci studieremo di attuarlo, unicamente confidando in quel Dio, che nellaffidarCi questo sommo potere, Ci prometteva la sua indefettibile assistenza.
Per questopera a tutti Noi chiediamo aiuto e cooperazione, ma la chiediamo e laspettiamo innanzi tutto da voi, Venerabili Fratelli, cui il nostro duce e capo Gesù Cristo, che affidava a Noi la cura e responsabilità di pascere tutto lovile, chiamava a parte della Nostra universale sollecitudine; voi che « lo Spirito Santo ha posto a reggere la Chiesa » [47], voi che fra i primi, insigniti del « ministero della riconciliazione, fate le veci di ambasciatori per Cristo » [48], partecipi del suo magistero divino, « dispensatori dei misteri di Dio » [49] e perciò chiamati « sale della terra e luce del mondo » [50], maestri e padri dei popoli cristiani, « fatti sinceramente esemplari del gregge » [51] per essere poi chiamati « grandi nel regno dei cieli » [52], voi diciamo che siete come gli anelli doro per i quali « compaginato e connesso » [53] tutto il corpo di Cristo, che è la Chiesa, sulla solidità della pietra sorge e si regge.
E dellesimia operosità vostra Noi avemmo nuovo e recente argomento quando, per loccasione già ricordata del Congresso Eucaristico internazionale di Roma e per le solennità centenarie della Congregazione di Propaganda, parecchie centinaia di Vescovi da tutte le parti del mondo si trovarono intorno a Noi riuniti sulla tomba dei Santi Apostoli.
E quellincontro fraterno fra tanti pastori Ci fece pensare alla possibilità di un convegno almeno virtualmente generale dellepiscopato cattolico in questo centro della cattolica unità, per il vantaggio che potrebbe provenirne opportunamente al riassetto sociale, dopo così profondo scompiglio. La vicinanza dellAnno Santo Ci infonde una dolce speranza di vedere effettuato il Nostro pensiero.
Che, se non osiamo espressamente includere nel Nostro programma la ripresa e la continuazione del Concilio Ecumenico che Pio IX, il Pontefice della Nostra giovinezza, poté bensì largamente preparare, ma di cui poté attuare solo una parte sebbene importante, è pur vero che anche Noi, come il pio condottiero del popolo eletto, attendiamo, pregando che il Signore, buono e misericordioso, voglia darCi qualche più chiaro segno del suo volere [54].
Intanto, benché consapevoli che al vostro zelo non dobbiamo aggiungere stimoli, ma piuttosto tributare ben meritati encomî, tuttavia la coscienza dellapostolico ufficio e delluniversale paternità Ci impone di chiedervi sempre più tenere e sollecite cure verso quelle parti della grande famiglia delle quali a ciascuno di voi è affidata limmediata provvidenza.
Per le informazioni da voi dateCi e per la stessa pubblica fama, confermata anche dalla stampa e da altre prove, Noi sappiamo quanto dobbiamo con voi ringraziare il buon Dio per il gran bene che, secondo lopportunità dei tempi, con lopera vostra e dei vostri antecessori, si è venuto, in mezzo al clero e a tutto il vostro popolo fedele, saggiamente maturando e poi, giusta le circostanze, lodevolmente effettuando e moltiplicando largamente.
Intendiamo dire le svariate iniziative per la sempre più accurata cultura religiosa e santificazione degli ecclesiastici e dei laici; le unioni del clero e del laicato in aiuto delle missioni cattoliche nella loro molteplice attività di redenzione fisica e morale, naturale e soprannaturale, mercé la dilatazione del regno di Cristo; le opere giovanili con quella loro così ardente e salda pietà eucaristica e con la tenera devozione alla Beata Vergine, garanzia sicura di fede, di purezza, di unione; le solenni celebrazioni eucaristiche, che al divino Principe della pace procurano trionfali cortei veramente regali, ed intorno allOstia di pace e damore raccolgono le moltitudini dei diversi luoghi e le rappresentanze di tutte le genti e nazioni del mondo, mirabilmente unite in una stessa fede, adorazione, preghiera e fruizione dei beni celesti.
Intendiamo dire frutto di questa pietà il sempre più diffuso ed operoso spirito di apostolato che, con la preghiera, con la parola, con la buona stampa, con lesempio di tutta la vita, con tutte le industrie della carità, cerca con ogni via di condurre anime al Cuore divino e di ridare al Cuore stesso di Cristo Re il trono e lo scettro nella famiglia e nella società; la « santa battaglia » su tanti fronti ingaggiata, per rivendicare alla famiglia ed alla Chiesa i diritti che da natura e da Dio loro competono nellinsegnamento e nella scuola; infine quel complesso di iniziative, di istituzioni e di opere presentate sotto il nome di «Azione Cattolica », a Noi tanto cara, e a cui abbiamo già rivolto sollecite cure.
Tutte queste forme ed opere di bene devono non solamente mantenersi, ma anche rafforzarsi e svilupparsi sempre più, secondo la condizione delle persone e delle cose. Senza dubbio esse sono ardue e vogliono da tutti, pastori e fedeli, sempre nuove prestazioni di opera ed abnegazione; ma, siccome certamente necessarie, esse appartengono ormai innegabilmente allufficio pastorale ed alla vita cristiana; giacché, per le stesse ragioni, ad esse si riconnette indissolubilmente la restaurazione del regno di Cristo e lo stabilimento di quella vera pace che a questo regno unicamente appartiene: « La pace di Cristo nel regno di Cristo ».
Dite dunque, Venerabili Fratelli, ai vostri cleri che conosciamo le loro generose fatiche su questi diversi campi, e che anche per averle da vicino vedute e condivise altissimamente le apprezziamo; dite che quando essi danno la loro cooperazione a voi uniti come a Cristo e da voi come da Cristo guidati, allora più che mai essi sono con Noi, e Noi siamo con essi benedicendoli paternamente.
Non occorre poi che vi diciamo, Venerabili Fratelli, quale e quanto assegnamento, per lesecuzione del programma propostoci, Noi facciamo pure sul clero regolare. Voi sapete, al pari di Noi, quale contributo esso rechi allo splendore interno ed allesterna dilatazione del regno di Cristo; esso, che di Cristo attua non soltanto i precetti ma anche i consigli; esso che, nel silenzio meditativo dei chiostri come nel fervore delloperosità esteriore, attua in frutti di vita i più alti ideali della perfezione cristiana, tenendo vivo nel popolo cristiano il richiamo allalto, con lesempio continuo della rinuncia magnanima a tutto quello che è terreno e di privato comodo, per lacquisto dei tesori spirituali e per la consacrazione intera al bene comune, con lopera benefica, che arriva a tutte le miserie corporali e spirituali e per tutte trova un soccorso ed un rimedio. E in ciò, come ci attestano i documenti della storia ecclesiastica, i religiosi, per limpulso della divina carità, avanzarono bene spesso a tal segno che, nella predicazione del Vangelo, diedero anche la vita per la salute delle anime e, con la propria morte propagando lunità della fede e della cristiana fratellanza, sempre più dilatarono i confini del regno di Cristo.
Dite ai vostri fedeli del laicato che quando essi, uniti ai loro sacerdoti ed ai loro Vescovi, partecipano alle opere di apostolato individuale e sociale, per far conoscere e amare Gesù Cristo, allora più che mai essi sono «la stirpe eletta, il sacerdozio regale, la nazione santa, il popolo che Dio si è acquistato» [55]. Allora più che mai sono essi pure con Noi e con Cristo, benemeriti essi pure della pace del mondo, perché benemeriti della restaurazione e dilatazione del regno di Cristo. Poiché solo in questo regno di Cristo si dà quella vera uguaglianza di diritti per la quale tutti sono nobili e grandi della stessa nobiltà e grandezza, nobilitati dal medesimo prezioso Sangue di Cristo; e quelli che presiedono non sono che ministri del bene comune, servi dei servi di Dio, degli infermi specialmente e dei più bisognosi, sullesempio di Gesù Cristo Signor Nostro.
Senonché quelle stesse vicende sociali che crearono ed accrebbero la necessità della accennata cooperazione del clero e del laicato, hanno pure creato pericoli nuovi e più gravi. Sono idee non rette e non sani sentimenti, dei quali, dopo luragano della guerra mondiale e degli avvenimenti politici e sociali che le tennero dietro, latmosfera stessa si direbbe infetta, così frequenti sono i casi di contagio, tanto più pericoloso quanto meno prontamente avvertito, grazie alle apparenze ingannevoli che lo dissimulano, sicché gli stessi alunni del santuario non ne vanno immuni.
Molti sono, infatti, quelli che credono o dicono di tenere le dottrine cattoliche sullautorità sociale, sul diritto di proprietà, sui rapporti fra capitale e lavoro, sui diritti degli operai, sulle relazioni fra Chiesa e Stato, fra religione e patria, fra classe e classe, fra nazione e nazione, sui diritti della Santa Sede e le prerogative del Romano Pontefice e dellepiscopato, sui diritti sociali di Gesù Cristo stesso, Creatore, Redentore, Signore degli individui e dei popoli. Ma poi parlano, scrivono e, quel che è peggio, operano come non fossero più da seguire, o non col rigore di prima, le dottrine e le prescrizioni solennemente ed invariabilmente richiamate ed inculcate in tanti documenti pontifici, nominatamente di Leone XIII, Pio X e Benedetto XV.
Contro questa specie di modernismo morale, giuridico, sociale, non meno condannevole del noto modernismo dogmatico, occorre pertanto richiamare quelle dottrine e quelle prescrizioni che abbiamo detto; occorre risvegliare in tutti quello spirito di fede, di carità soprannaturale e di cristiana disciplina, che solo può dare la loro retta intelligenza ed imporre la loro osservanza. Tutto questo occorre più che mai fare con la gioventù, massime poi con quella che si avvia al sacerdozio, perché nella generale confusione non sia, come dice lApostolo, «portata qua e là da qualsiasi vento di dottrina, secondo linganno degli uomini, per quella loro astuzia che tende a trarre nellerrore» [56].
Da questo apostolico centro dellovile di Cristo, il Nostro sguardo e il Nostro cuore, Venerabili Fratelli, si volgono anche a coloro che, purtroppo in gran numero, ignorando Cristo e la sua redenzione, o non integralmente seguendo le sue dottrine, non appieno mantenendo lunità da Lui prescritta, ancora stanno fuori dellovile quantunque ad esso da Dio destinati e chiamati. Il Vicario del divin Pastore, vedendo le tante pecorelle sbandate, non può non ripetere e non far sua la parola, che nellenergica semplicità dice tutto lardore del desiderio divino: «bisogna che io le conduca» [57 Ioan., X, 16]; non può non allietarsi nella soave profezia nella quale esultava il Cuore divino: «e udranno la mia voce e si farà un solo ovile e un solo pastore». Voglia Iddio, come Noi con voi tutti e con tutti i credenti intensamente lo preghiamo, presto compiere la sua profezia e ridurre presto in atto la consolante visione.
Ecco intanto di questa religiosa unità brillarci innanzi un felice auspicio in quel mirabile fatto che voi non ignorate, Venerabili Fratelli, inaspettato a tutti, ad alcuni forse sgradito, a Noi certo ed a voi graditissimo: che cioè, in questi ultimi tempi i rappresentanti e reggitori di quasi tutti gli Stati del mondo, quasi ubbidendo ad un comune istinto e desiderio di unione e di pace, si sono rivolti a questa Sede Apostolica per stringere o rinnovare con essa concordia ed amicizia. Della quale cosa Noi andiamo lieti, non tanto per il cresciuto prestigio della santa Chiesa, quanto perché sempre più chiaramente appare, e da tutti si sperimenta, quale e quanta benefica virtù essa possiede per la felicità, anche civile e terrena, della società umana. Sebbene infatti la Chiesa, per divina volontà, intenda direttamente ai beni spirituali e sempiterni, tuttavia per una certa connessione di cose, tanto giova anche alla prosperità terrena degli individui e della società, che più non potrebbe se ad essa dovesse direttamente servire.
Non vuole dunque né deve la Chiesa, senza giusta causa, ingerirsi nella direzione delle cose puramente umane; ma neanche permettere e tollerare che il potere politico ne prenda pretesto, con leggi o disposizioni ingiuste, a ledere i beni di ordine superiore, ad offendere la divina costituzione di lei o a violare i diritti di Dio stesso nella civile società.
Facciamo dunque Nostre, Venerabili Fratelli, le parole che Benedetto XV, di f. m., pronunciava nellultima sua allocuzione tenuta nel Concistoro del 21 novembre dellanno andato, a proposito dei patti chiesti ed offerti dai diversi Stati: «Non consentiremo mai che in questi Concordati si insinui alcunché di contrario alla dignità e alla libertà della Chiesa, poiché importa altamente alla stessa prosperità del civile consorzio, specialmente ai giorni nostri, che tali libertà e dignità rimangano salve e intatte».
Appena occorre dire a questo proposito, con quanta pena allamichevole convegno di tanti Stati vediamo mancare lItalia, la carissima patria Nostra, il paese nel quale la mano di Dio, che regge il corso della storia, poneva e fissava la sede del suo Vicario in terra, in questa Roma, che da capitale del meraviglioso ma pur ristretto romano impero, veniva fatta da Lui la capitale del mondo intero, perché sede di una sovranità divina che, sorpassando ogni confine di Nazioni e di Stati, tutti gli uomini e tutti i popoli abbraccia. Richiedono però lorigine e la natura divina di tale sovranità, richiede linviolabile diritto delle coscienze di milioni di fedeli di tutto il mondo, che questa stessa sovranità sacra sia ed appaia manifestamente indipendente e libera da ogni umana autorità o legge, sia pure una legge che annunci guarentigie.
La guarentigia di libertà onde la Provvidenza divina, governatrice e arbitra delle umane vicende, senza danno, anzi con inestimabili benefìci per lItalia stessa, aveva presidiato la sovranità del Vicario di Cristo in terra; quella guarentigia che per tanti secoli aveva opportunamente corrisposto al disegno divino di tutelare la libertà del Pontefice stesso, e al cui posto né la Provvidenza divina ha finora indicato, né i consigli degli uomini hanno finora trovato altro mezzo consimile, che convenientemente la compensi, quella guarentigia venne e rimane tuttora violata; onde si è creata una condizione di cose anormale, con grave e permanente turbamento della coscienza dei cattolici in Italia e nel mondo intero.
Noi dunque, eredi e depositari del pensiero e dei doveri dei Nostri venerati Antecessori, comessi investiti dellunica autorità competente nella gravissima materia e responsabili davanti a Dio, Noi protestiamo, comessi hanno protestato, contro una tale condizione di cose, a difesa dei diritti e della dignità dellApostolica Sede, non già per vana e terrena ambizione, della quale arrossiremmo, ma per puro debito di coscienza, memori di dover morire e del severissimo conto che dovremo rendere al divino Giudice.
Del resto lItalia nulla ha o avrà da temere dalla Santa Sede: il Papa, chiunque egli sia, ripeterà sempre: «Ho pensieri di pace, non di afflizione [58]: pensieri di pace vera, e perciò stesso non disgiunta da giustizia, sicché possa dirsi: la giustizia e la pace si sono baciate » [59]. A Dio spetta addurre questora e farla suonare; agli uomini savi e di buona volontà non lasciarla suonare invano: essa sarà tra le ore più solenni e feconde per la restaurazione del Regno di Cristo e per la pacificazione dItalia e del mondo.
Per questa universale pacificazione più fervidamente Noi preghiamo ed a pregare tutti invitiamo, mentre ritornano, dopo venti secoli, il giorno e lora, in tutto il mondo così soavemente solenni, nei quali il dolce Principe della pace faceva lumile e mansueto suo ingresso nel mondo e le « milizie celesti » cantavano: «Gloria a Dio nel più alto dei cieli e pace in terra agli uomini di buona volontà » [60].
E di questa pace sia a tutti caparra la Benedizione Apostolica, che vogliamo scenda sopra di voi e sul vostro gregge, sul vostro clero e sui vostri popoli, sulle loro famiglie e sulle loro case, e rechi felicità ai vivi, pace e beatitudine eterna ai defunti. La quale Benedizione a voi, al vostro clero e al vostro popolo in attestato della nostra paterna benevolenza, con tutto il cuore impartiamo.
Dato a Roma, presso San Pietro il giorno 23 dicembre 1922, anno primo del Nostro Pontificato.
PIUS PP. XI
[1] II Cor., VI, 11.
[2] II Cor., XI, 28.
[3] Apoc., V, 9.
[4]Ier., VIII, 15.
[5] Ier., XIV, 19.
[6] Isa., LIX, 9, 11.
[7] I Cor., II, 14.
[8] Ephes., IV, 12.
[9] Marc., VII, 23.
[10] Rom., VII, 23.
[11] Eccle., I, 2, 14.
[12] Iac., IV, 1.
[13] Prov., XIV, 34.
[14] S. August., De Civ. Dei, lib. IV, c. 3.
[15] Is., I, 28.
[16] Ioan., XV, 5.
[17] Luc., XI, 23.
[18] Eph., V, 32.
[19] Col., III., 15.
[20] Ioan., XIV, 27.
[21] I Reg., XVI, 7.
[22] Matth., XXIII, 8.
[23] Ioan., XV, 12.
[24] Gal., VI, 2.
[25] Is., XXXII, 17.
[26] Ps., IX, 5.
[27] Eph., II, 14 et ss.
[28] II Cor., V, 19.
[29] Ioan., III, 16.
[30] 2a, 2 ae, q. 29, III, ad 3um.
[31] Rom., XIV, 17.
[32] Matth., XVI, 26.
[33] Matth., X, 28; Luc., XII, 14.
[34] Matth., VI, 33; Luc., XII, 31.
[35] Phil., IV, 7.
[36] Eccli., XLI, 17.
[37] Ps., CXVIII, 165.
[38] Prov., XIII, 13.
[39] Matth., XXII, 21.
[40] Ioan., XIX, 11.
[41] Matth., XXIII, 2.
[42] Luc., II, 51.
[43] Rom., XIII, 1.
[44] S. August., De moribus Ecclesiae Catholicae, I, 30.
[45] Coloss., III, 11.
[46] Ephes., III, 15.
[47] Act., XX, 26.
[48] II Cor., V, 18, 20.
[49] I Cor., IV, 1.
[50] Matth., V, 13, 14.
[51] I Petr., V, 3.
[52] Matth., V, 19.
[53] Ephes., IV, 15, 16.
[54] Iudic., VI, 17.
[55] I Petr., II, 9.
[56] Eph., IV, 14.
[57] Ioan., X, 16.
[58] Ier., XXIX, 11.
[59] Ps., LXXXIV, 11.
[60] Luc., II, 14.
© Copyright - Libreria Editrice Vaticana