Las enseñanzas de Juan Pablo II
CARTA APOSTÓLICA SPIRITUS ET SPONSA DEL SANTO PADRE JUAN
PABLO II
EN EL XL ANIVERSARIO DE LA CONSTITUCIÓN SACROSANCTUM CONCILIUM SOBRE LA SAGRADA
LITURGIA
1. "El
Espíritu y la Esposa dicen: "Ven".
Y el que escuche, diga: "Ven". Y el que
tenga sed, venga; y el que quiera, tome gratis el
agua de la vida" (Ap 22, 17). Estas palabras
del Apocalipsis resuenan en mi espíritu al recordar que hace
cuarenta años, exactamente el 4 de diciembre de 1963, mi
venerado predecesor el Papa Pablo VI promulgó la constitución Sacrosanctum
Concilium sobre la sagrada liturgia. En efecto, ¿qué
es la liturgia sino la voz unísona del Espíritu Santo y la
Esposa, la santa Iglesia, que claman al Señor Jesús:
"Ven"? ¿Qué es la liturgia sino la fuente
pura y perenne de "agua viva" a la que todos los que
tienen sed pueden acudir para recibir gratis el don de Dios? (cf.
Jn 4, 10).
Verdaderamente, en la Constitución sobre la sagrada liturgia,
primicia de la "gran gracia que la Iglesia ha recibido en el
siglo XX" (Novo millennio ineunte, 57; cf. Vicesimus
quintus, 1), el concilio Vaticano II, el Espíritu Santo
habló a la Iglesia, guiando sin cesar a los discípulos del
Señor "hacia la verdad completa" (Jn 16, 13).
Celebrar el cuadragésimo aniversario de ese acontecimiento
constituye una feliz ocasión para redescubrir los temas de fondo
de la renovación litúrgica impulsada por los padres del
Concilio, comprobar de algún modo su recepción y mirar al
futuro.
Una mirada a la Constitución conciliar
2. Con el paso del tiempo, a la luz de los frutos que ha
producido, se ve cada vez con mayor claridad la importancia de la
constitución Sacrosanctum Concilium. En ella se delinean
luminosamente los principios que fundan la praxis litúrgica de
la Iglesia e inspiran su correcta renovación a lo largo del
tiempo (cf. n. 3). Los padres conciliares sitúan la liturgia en
el horizonte de la historia de la salvación, cuyo fin es la
redención humana y la perfecta glorificación de Dios. La
redención tiene su preludio en las maravillas que hizo Dios en
el Antiguo Testamento, y fue realizada en plenitud por Cristo
nuestro Señor, especialmente por medio del misterio pascual de
su bienaventurada pasión, de su resurrección de entre los
muertos y de su gloriosa ascensión (cf. n. 5).
Con todo, no sólo es necesario anunciar esa redención, sino
también actuarla, y es lo que lleva a cabo "mediante el
sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gira toda la
vida litúrgica" (n. 6). Cristo se hace presente, de modo
especial, en las acciones litúrgicas, asociando a sí a la
Iglesia.
Toda celebración litúrgica es, por consiguiente, obra de Cristo
sacerdote y de su Cuerpo místico, "culto público íntegro"
(n. 7), en el que se participa, pregustándola, en la liturgia de
la Jerusalén celestial (cf. n. 8). Por esto, "la liturgia
es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo
tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" (n. 10).
3. La perspectiva litúrgica del Concilio no se limita al
ámbito interno de la Iglesia, sino que se abre al horizonte de
la humanidad entera. En efecto, Cristo, en su alabanza al Padre,
une a sí a toda la comunidad de los hombres, y lo hace de modo
singular precisamente a través de la misión orante de la "Iglesia,
que no sólo en la celebración de la Eucaristía, sino también
de otros modos, sobre todo recitando el Oficio divino, alaba a
Dios sin interrupción e intercede por la salvación del mundo
entero" (n. 83).
La vida litúrgica de la Iglesia, tal como la presenta la
constitución Sacrosanctum Concilium, asume una dimensión
cósmica y universal, marcando de modo profundo el tiempo y el
espacio del hombre. Desde esta perspectiva se comprende también
la atención renovada que la Constitución da al Año litúrgico,
camino a través del cual la Iglesia hace memoria del misterio
pascual de Cristo y lo revive (cf. n. 5).
Si todo esto es la liturgia, con razón el Concilio afirma que
toda acción litúrgica "es acción sagrada por excelencia
cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no
iguala ninguna otra acción de la Iglesia" (n. 7). Al mismo
tiempo, el Concilio reconoce que "la sagrada liturgia no
agota toda la acción de la Iglesia" (n. 9). En efecto, la
liturgia, por una parte, supone el anuncio del Evangelio; y, por
otra, exige el testimonio cristiano en la historia. El misterio
propuesto en la predicación y en la catequesis, acogido en la fe
y celebrado en la liturgia, debe modelar toda la vida de los
creyentes, que están llamados a ser sus heraldos en el mundo (cf.
n. 10).
4. Con respecto a las diversas realidades implicadas en la
celebración litúrgica, la Constitución presta atención
especial a la importancia de la música
sagrada. El Concilio la exalta, indicando
que tiene como fin "la gloria de Dios y la santificación de
los fieles" (n.
112). En efecto, la música sagrada es un medio privilegiado para
facilitar una participación activa de los fieles en la acción
sagrada, como ya recomendaba mi venerado predecesor san Pío X en
el motu proprio Tra le sollecitudini, cuyo centenario se
celebra este año. Precisamente este aniversario me ha brindado
recientemente la ocasión de reafirmar la necesidad de que la
música, según las directrices de la Sacrosanctum Concilium
(cf. n. 6), conserve e incremente su función dentro de las
celebraciones litúrgicas, teniendo en cuenta tanto el carácter
propio de la liturgia como la sensibilidad de nuestro tiempo y
las tradiciones musicales de las diversas regiones del mundo.
5. Otro tema de gran importancia, que se afronta en la
Constitución conciliar, es el que atañe al arte sacro.
El Concilio ofrece indicaciones claras para que siga teniendo, en
nuestros días, un espacio notable, de forma que el culto pueda
brillar también por el decoro y la belleza del arte litúrgico.
Convendrá prever, con ese fin, iniciativas para la formación de
los diversos maestros de obras y artistas, llamados a ocuparse de
la construcción y del embellecimiento de los edificios
destinados a la liturgia (cf. n. 127). En la base de esas
orientaciones se encuentra una visión del arte, y en particular
del arte sagrado, que lo pone en relación "con la infinita
belleza divina, que se intenta expresar, de algún modo, en las
obras humanas" (n. 122).
De la renovación a la profundización
6. A distancia de cuarenta años, conviene verificar el
camino realizado. Ya en otras ocasiones he sugerido una especie
de examen de conciencia a propósito de la recepción del
concilio Vaticano II (cf. Tertio millennio adveniente, 36).
Ese examen no puede por menos de incluir también la vida
litúrgico-sacramental. "¿Se vive la liturgia como "fuente
y cumbre" de la vida eclesial, según las enseñanzas de la Sacrosanctum
Concilium?" (ib.). El redescubrimiento del valor
de la palabra de Dios, que la reforma litúrgica ha realizado,
¿ha encontrado un eco positivo en nuestras celebraciones?
¿Hasta qué punto la liturgia ha entrado en la vida concreta de
los fieles y marca el ritmo de cada comunidad? ¿Se entiende como
camino de santidad, fuerza interior del dinamismo apostólico y
del espíritu misionero eclesial?
7. La renovación conciliar de la liturgia tiene como
expresión más evidente la publicación de los libros
litúrgicos. Después de un primer período en el que se
llevó a cabo una inserción gradual de los textos renovados en
las celebraciones litúrgicas, es necesario profundizar en las
riquezas y las potencialidades que encierran. Esa profundización
debe basarse en un principio de plena fidelidad a la
sagrada Escritura y a la Tradición, interpretadas de forma
autorizada en especial por el concilio Vaticano II, cuyas
enseñanzas han sido reafirmadas y desarrolladas por el
Magisterio sucesivo. Esa fidelidad obliga en primer lugar a los
que, con el oficio episcopal, tienen "la tarea de ofrecer a
la divina Majestad el culto cristiano y de regularlo según los
mandamientos del Señor y las leyes de la Iglesia" (Lumen
gentium, 26); en esa tarea debe comprometerse, al mismo
tiempo, toda la comunidad eclesial "según la diversidad de
órdenes, funciones y participación actual" (Sacrosanctum
Concilium, 26).
Desde esta perspectiva, sigue siendo más necesario que nunca
incrementar la vida litúrgica en nuestras comunidades, a través
de una adecuada formación de los ministros y de todos los
fieles, con vistas a la participación plena, consciente y activa
en las celebraciones litúrgicas que recomendó el Concilio (cf.
n. 14; Vicesimus quintus, 15).
8. Por consiguiente, hace falta una pastoral litúrgica
marcada por una plena fidelidad a los nuevos ordines. A
través de ellos se ha venido realizando el renovado interés por
la palabra de Dios según la orientación del Concilio,
que pidió una "lectura de la sagrada Escritura más
abundante, más variada y más apropiada" (n. 35). Los
nuevos leccionarios, por ejemplo, ofrecen una amplia selección
de pasajes de la Escritura, que constituyen una fuente inagotable
a la que puede y debe acudir el pueblo de Dios. En efecto, no
podemos olvidar que "la Iglesia se edifica y va creciendo
por la audición de la palabra de Dios, y las maravillas que, de
muchas maneras, realizó Dios, en otro tiempo, en la historia de
la salvación, se hacen de nuevo presentes de un modo misterioso
pero real, a través de los signos de la celebración litúrgica"
(Ordo lectionum missae, 7). En la celebración, la palabra
de Dios expresa la plenitud de su significado, estimulando la
existencia cristiana a una renovación continua, para que "lo
que se escucha en la acción litúrgica, también se haga luego
realidad en la vida" (ib., 6).
9. El domingo, día del Señor, en el que se hace
memoria particular de la resurrección de Cristo, está en el
centro de la vida litúrgica, como "fundamento y núcleo de
todo el Año litúrgico" (Sacrosanctum Concilium, 106;
cf. Vicesimus quintus, 22). No cabe duda de que se han
realizado notables esfuerzos en la pastoral, para lograr que se
redescubra el valor del domingo. Pero es necesario insistir en
este punto, ya que "ciertamente es grande la riqueza
espiritual y pastoral del domingo, tal como la tradición nos la
ha transmitido. El domingo, considerando globalmente sus
significados y sus implicaciones, es como una síntesis de la
vida cristiana y una condición para vivirla bien" (Dies
Domini, 81).
10. La vida espiritual de los fieles se alimenta en la
celebración litúrgica. A partir de la liturgia se debe aplicar
el principio que enuncié en la carta apostólica Novo
millennio ineunte: "Es necesario un cristianismo
que se distinga ante todo en el arte de la oración"
(n. 32). La constitución Sacrosanctum Concilium
interpreta proféticamente esta urgencia, estimulando a la
comunidad cristiana a intensificar la vida de oración, no sólo
a través de la liturgia, sino también a través de los "ejercicios
piadosos", con tal de que se realicen en armonía con la
liturgia, como si derivaran de ella y a ella condujeran
(cf. n. 13). La experiencia pastoral de estas décadas
ha consolidado esa intuición. En este sentido, la Congregación
para el culto divino y la disciplina de los sacramentos ha
dado una contribución muy valiosa con el Directorio sobre la
piedad popular y la liturgia (Ciudad del Vaticano, 2002).
Además, yo mismo, con la carta apostólica Rosarium Virginis
Mariae y con la convocación del Año del Rosario, quise
explicitar las riquezas contemplativas de esta oración
tradicional, que se ha consolidado ampliamente en el pueblo de
Dios, y recomendé su redescubrimiento como camino privilegiado
de contemplación del rostro de Cristo en la escuela de María.
Perspectivas
11. Mirando al futuro, son múltiples los desafíos a los
que la liturgia debe responder. En efecto, a lo largo de estos
cuarenta años, la sociedad ha sufrido cambios profundos, algunos
de los cuales ponen fuertemente a prueba el compromiso eclesial.
Tenemos ante nosotros un mundo en el que, incluso en las regiones
de antigua tradición cristiana, los signos del Evangelio se van
atenuando. Es tiempo de nueva evangelización. La liturgia
se ve interpelada directamente por este desafío.
A primera vista, parece quedar marginada por una sociedad
ampliamente secularizada. Pero es un hecho indiscutible que, a
pesar de la secularización, en nuestro tiempo está emergiendo,
de diversas formas, una renovada necesidad de espiritualidad.
Esto demuestra que en lo más íntimo del hombre no se puede
apagar la sed de Dios. Existen interrogantes que únicamente
encuentran respuesta en un contacto personal con Cristo. Sólo en
la intimidad con él cada existencia cobra sentido, y puede
llegar a experimentar la alegría que hizo exclamar a Pedro en el
monte de la Transfiguración: "Maestro, ¡qué bien se
está aquí!" (Lc 9, 33).
12. Ante este anhelo de encuentro con Dios, la liturgia
ofrece la respuesta más profunda y eficaz. Lo hace especialmente
en la Eucaristía, en la que se nos permite unirnos al sacrificio
de Cristo y alimentarnos de su cuerpo y su sangre. Sin embargo,
los pastores deben procurar que el sentido del misterio penetre
en las conciencias, redescubriendo y practicando el arte
"mistagógico", tan apreciado por los Padres de la
Iglesia (cf. Vicesimus quintus, 21). En particular, deben
promover celebraciones dignas, prestando la debida atención a
las diversas clases de personas: niños, jóvenes, adultos,
ancianos, discapacitados. Todos han de sentirse acogidos en
nuestras asambleas, de forma que puedan respirar el clima de la
primera comunidad creyente: "Eran asiduos a la
enseñanza de los Apóstoles, en la comunión, en la fracción
del pan y en las oraciones" (Hch 2, 42).
13. Un aspecto que es preciso cultivar con más esmero en
nuestras comunidades es la experiencia del silencio.
Resulta necesario "para lograr la plena resonancia de la voz
del Espíritu Santo en los corazones y para unir más
estrechamente la oración personal con la palabra de Dios y
la voz pública de la Iglesia" (Institutio generalis
Liturgiae Horarum, 202). En una sociedad que vive de manera
cada vez más frenética, a menudo aturdida por ruidos y dispersa
en lo efímero, es vital redescubrir el valor del silencio. No es
casualidad que, también más allá del culto cristiano, se
difunden prácticas de meditación que dan importancia al
recogimiento. ¿Por qué no emprender, con audacia
pedagógica, una educación específica en el silencio
dentro de las coordenadas propias de la experiencia cristiana?
Debemos tener ante nuestros ojos el ejemplo de Jesús, el cual
"salió de casa y se fue a un lugar desierto, y allí oraba"
(Mc 1, 35). La liturgia, entre sus diversos momentos y
signos, no puede descuidar el del silencio.
14. La pastoral litúrgica, a través de la introducción en
las diversas celebraciones, debe suscitar el gusto por la
oración. Ciertamente, ha de hacerlo teniendo en cuenta las
capacidades de los creyentes, en sus diferentes condiciones de
edad y cultura; pero tiene que hacerlo tratando de no contentarse
con lo "mínimo". La pedagogía de la Iglesia debe
"ser audaz". Es importante introducir a los fieles en
la celebración de la Liturgia de las Horas, que, "como
oración pública de la Iglesia, es fuente de piedad y alimento
de la oración personal" (Sacrosanctum Concilium, 90).
No es una acción individual o "privada, sino que pertenece
a todo el cuerpo de la Iglesia. (...) Por tanto, cuando los
fieles son convocados y se reúnen para la Liturgia de las Horas,
uniendo sus corazones y sus voces, visibilizan a la Iglesia, que
celebra el misterio de Cristo" (Institutio generalis
Liturgiae Horarum, 20. 22). Esta atención privilegiada
a la oración litúrgica no está en contraposición con la
oración personal; al contrario, la supone y exige (cf. Sacrosanctum
Concilium, 12), y se armoniza muy bien con otras formas de
oración comunitaria, sobre todo si han sido reconocidas y
recomendadas por la autoridad eclesial (cf. ib., 13).
15. Para educar en la oración, y especialmente para
promover la vida litúrgica, es indispensable el compromiso de
los pastores. Implica un deber de discernimiento y guía.
Esto no se ha de ver como un principio de rigidez, en contraste
con la necesidad del espíritu cristiano de abandonarse a la
acción del Espíritu de Dios, que intercede en nosotros y "por
nosotros, con gemidos inenarrables" (Rm 8, 26). A
través de la guía de los pastores se realiza más bien un
principio de "garantía", previsto en el plan de Dios
sobre la Iglesia y gobernado por la asistencia del Espíritu
Santo. La renovación litúrgica llevada a cabo en estas décadas
ha demostrado que es posible conjugar unas normas que aseguren a
la liturgia su identidad y su decoro, con espacios de creatividad
y adaptación, que la hagan cercana a las exigencias expresivas
de las diversas regiones, situaciones y culturas. Si no se
respetan las normas litúrgicas, a veces se cae en abusos
incluso graves, que oscurecen la verdad del misterio y crean
desconcierto y tensiones en el pueblo de Dios (cf. Ecclesia de
Eucharistia, 52; Vicesimus quintus, 13). Esos abusos
no tienen nada que ver con el auténtico espíritu del Concilio y
deben ser corregidos por los pastores con una actitud de prudente
firmeza.
Conclusión
16. La promulgación de la constitución Sacrosanctum
Concilium ha marcado, en la vida de la Iglesia, una etapa de
fundamental importancia para la promoción y el desarrollo de la
liturgia. La Iglesia, que, animada por el soplo del Espíritu
Santo, vive su misión de "sacramento, o signo e instrumento
de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo
el género humano" (Lumen gentium, 1), encuentra en
la liturgia la expresión más alta de su realidad
mistérica.
En el Señor Jesús y en su Espíritu, toda la existencia
cristiana se transforma en "sacrificio vivo, santo y
agradable a Dios", auténtico "culto espiritual" (Rm 12,
1). Es realmente grande el misterio que se realiza en la liturgia.
En él se abre en la tierra un resquicio de cielo, y de la
comunidad de los creyentes se eleva, en sintonía con el canto de
la Jerusalén celestial, el himno perenne de alabanza:
"Sanctus, sanctus, sanctus, Dominus Deus Sabaoth. Pleni
sunt caeli et terra gloria tua. Hosanna in excelsis!".
Es preciso que en este inicio de milenio se desarrolle una "espiritualidad
litúrgica", que lleve a tomar conciencia de Cristo como
primer "liturgo", el cual actúa sin cesar en la
Iglesia y en el mundo en virtud del misterio pascual
continuamente celebrado, y asocia a sí a la Iglesia, para
alabanza del Padre, en la unidad del Espíritu Santo.
Con este deseo, de corazón imparto a todos mi bendición.
Vaticano, 4 de diciembre del año 2003, vigésimo sexto de mi
pontificado.
IOANNES PAULUS II