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Aspectos pedagógicos de una renovada devoción al Corazón de Cristo

Por Francisco Canals Vidal

Conferencia pronunciada por Francisco Canals Vidal, en la semana de Teología y Pastoral de Valladolid de 1975

Publicada el 14 de julio de 2020 en http://www.corazondejesus.es/

No voy a hacer unas reflexiones pedagógicas, meramente de experiencia humana, sobre la devoción al Corazón de Jesús, de las que tal vez, según criterios más o menos discutibles, pudiesen obtenerse algunos resultados para una renovación que se moviese en este plano instrumental, en orden a su difusión y penetración en aquellos a quienes se propone.

Me parece que se puede tomar este tema de un modo más profundo y más simple, entendiendo la renovación del culto al Corazón de Jesús, desde las exigencias del mismo mensaje que la Iglesia propone en su magisterio y especialmente en el Concilio Vaticano II; es decir, nos proponemos reflexionar sobre los criterios para la renovación del culto al Corazón de Jesús que nos son ofrecidos por el espíritu y sentir de la Iglesia.

En el concilio V de Letrán, en tiempos en que se hablaba mucho sobre reforma de la Iglesia, un hombre ilustre, Egidio Canisio de Viterbo, sentó un principio magistral, verdaderamente evangélico: los hombres tienen que ser renovados por las cosas sagradas, y no son las cosas sagradas las que tienen que ser cambiadas por los hombres.

No vamos a tomar aquí la devoción al Corazón de Jesús como algo puesto a nuestra disposición para ser manipulado a nuestro arbitrio, y según opiniones humanas; hemos de entender que el culto al Corazón de Jesús se nos ofrece siendo lo que la Iglesia entiende que es, lo que nos ha sido dado por divina donación, y nos exige y apremia para que nos renovemos según la voluntad de Dios que se nos revela en el espíritu del Concilio.

Hecha esta precisión, hay que añadir además otra para evitar equívocos. Porque a veces hay malentendidos sobre el sentido de la renovación conciliar. Aludo a las actitudes deletéreas con las que se habla como si el Concilio Vaticano II hubiese hecho nacer cierta "Iglesia nueva", que sería algo distinto de la de los siglos anteriores.

Es una visión profundamente deformada, que olvida precisamente la orientación dada por el Papa Juan XXIII, que al comenzar el Concilio habló de la fidelidad fiel y serena a los XX concilios ecuménicos anteriores. Y hay que decir esto porque una renovada devoción al Corazón de Cristo es algo totalmente contrario a la cancelación del culto al Corazón de Jesús que históricamente se ha dado en la Iglesia, germinando desde los siglos patrísticos, floreciendo ya en la Edad Media y madurando en una forma específica y concreta a partir de las revelaciones de Paray-le-Monial, cuyo centenario celebramos [1675-1975].

Tengo la convicción de que, antes y después del Concilio Vaticano II, una devoción al Corazón de Jesús qué pretendiese no tener conexión alguna con el carisma de Santa Margarita María Alacoque, que abandonase e ignorase las revelaciones de Paray, perdería su fuerza y su sentido. Claro está, como nos enseñó Pío XII en la Haurietis Aquas, que no nos apoyamos, como en su fundamento primero, en tales revelaciones, como si por ellas llegásemos al culto al Corazón de Jesucristo.

Es el Evangelio y la Iglesia lo que nos lleva a Santa Margarita y al mensaje que le fue comunicado para el bien del pueblo de Dios. No son las revelaciones de Paray le Monial las que nos señalan a Cristo, sino que es Cristo viviente en su Iglesia que se muestra en ella en las revelaciones que patentizan como signo misterioso y providencial su Corazón como símbolo de amor.

Nos ocupamos, pues, de la devoción al Corazón de Jesús, tal como la entiende el Magisterio de la Iglesia, tal como está expresado en la liturgia, tal como la vive el sentir y las costumbres del pueblo cristiano.

Y teniendo esto en cuenta, me ocuparé de presentar algunos aspectos en los que este culto al Corazón de Jesús, con el especial matiz e intención de exigencia de renovación de la vida cristiana que nos propone el Concilio Vaticano II, puede ser en sí mismo una luminosa y poderosa pedagogía de la fe, puede servir a la educación del pueblo cristiano en lo más profundo del misterio de Cristo.

Quiero decir también que, para que el culto al Corazón de Jesús ejerza de esta función suya de pedagogía de la fe, tenemos que entenderlo hoy, por la fidelidad a la Iglesia, según la renovación de espíritu que el Concilio Vaticano nos enseña. Yo no podría ahora desarrollar un estudio sobre el Concilio Vaticano, que sería forzosamente fragmentario, y que no es propiamente el tema de mi conferencia.

Quiero decir sólo una cosa: me parece que precisamente lo que el espíritu del Concilio Vaticano II nos exige para vivir el culto al Corazón de Jesús como síntesis de toda religión, es fundamentalmente esto: un esfuerzo más consciente para una comprensión esencial de la misma, una comprensión teocéntrica, que entienda el teocentrismo desde el amor de Dios, que se vierte sobre los hombres para asumir misericordiosamente la causa de la humanidad, para sanarla, regenerarla y elevarla a la participación por la gracia de la naturaleza divina

Es en definitiva una vuelta más consciente y profunda a las fuentes, al Evangelio, a las epístolas apostólicas, en las que encontraremos en realidad el verdadero sentido del mensaje que Cristo hizo sentir a su santa discípula en Paray le Monial.

Y hablar de esta pedagogía de la fe, por una renovada devoción al Corazón de Jesucristo, voy a referirme al anuncio de este evangelio del amor de Dios a los hombres, dirigido a los hombres de nuestro tiempo. Tendremos que ocuparnos, para ello, de algunos aspectos radicales de la problemática de la humanidad contemporánea.

No se trata tampoco de hacer un desarrollo completo que sería inabarcable, sino de darnos cuenta de algunas cosas que puedan conducir a que meditemos ante Dios sobre las indigencias, las necesidades y las posibilidades de los hombres de hoy, sobre nuestras propias indigencias, necesidades y posibilidades.

Se ha caracterizado el drama del humanismo ateo en que, habiendo buscado afirmar la muerte de Dios para que el hombre viva, ha concluido por lo mismo en la muerte del hombre. La divinización del hombre, constituido como Dios para sí mismo, que niega todo lo que sea superior a lo humano y, por decirlo con las propias palabras del apóstol, reúsa adorar todo lo que lleva el nombre de Dios o recibe culto, hasta llegar a la adoración del hombre mismo, considerando como lo supremo, se ha ejercido en el mundo contemporáneo mediante el ideal de las redenciones inmanentes.

Es una característica de la "modernidad" de la humanidad occidental apóstata del cristianismo -lo que llamamos hoy occidente no es sino la Cristiandad occidental secularizada y descristianizada, y que ha absorbido en sí y culturalmente las otras sociedades hasta alcanzar una expansión planetaria- la idea de la exclusión, apoyada en un inmanentismo filosófico, de la necesidad de que el hombre sea redimido por Dios.

Occidente comenzó a vivir esta negación desde el humanismo renacentista, y más expresamente en las fases sucesivas de la Ilustración, la revolución francesa, el socialismo y el comunismo.

Al excluir la redención divina, los herederos apóstatas de la tradición cristiana han situado en el centro de sus actitudes éticas, culturales y políticas el ideal de una redención por esfuerzos inmanentes: la supresión de la nobleza y la entronización de la burguesía; o bien la lucha contra la burguesía para establecer la dictadura del proletariado; o el imperio milenario de la raza aria del nazismo, etc.

Mitos como el del ciudadano libre, el proletario emancipado, el estado educador y providente, han sustituido a la teología de la redención. Se han apoderado para ello, dilapidando la herencia cristiana , de muchas motivaciones recibidas a través de ella; dando al mal la apariencia de bien, sin la que carecería de toda fuerza y atractivo, han llevado al mundo, en sus estamentos dirigentes, a lo que se ha llamado "finitud constituyente".

Es decir, es como si el hombre se hubiese constituido en soberano de esta misma finitud, rebosando cualquier idea de infinito, cualquier idea de trascendencia, para llevar a cabo la más radical revolución: no ya la del burgués contra el noble; o la del proletario contra el burgués; o la del joven contra el adulto, sino la revolución "anticristiana" en el sentido más profundo del término, es decir, en el espíritu del Anticristo tal como lo define el Apóstol Pablo en la segunda carta a los Tesalonicenses, que es la revolución de lo finito contra lo infinito, la revolución de lo humano encontrarlo divino.

Ahora bien, Pablo VI, hablando al Concilio Vaticano II, dijo que en este concilio, contemporáneamente a su desarrollo, se había podido ver el enfrentamiento a la religión cristiana que es la de Dios que se hace hombre, de la "religión" del hombre que se hace a sí mismo dios.

Y al hablar así, el Papa no entiende estas dos "religiones" como dos opciones posibles puestas en el mismo plano, sino que caracteriza simplemente la dimensión de enfrentamiento del hombre contemporáneo al cristianismo como algo que se mueve en el ámbito y horizonte de la misma posibilidad y exigencia de la religión, que es inherente a la naturaleza humana.

El hombre no puede rehusar lo divino sin atribuirse en definitiva a sí mismo el carácter de lo supremo y absoluto. De aquí la afirmación, en orden a la negación de la eternidad, de nuevos mitos de redención inmanente a la historia y el tiempo; el hombre sustituye así al Dios verdadero, viviente y personal, por algún ídolo metafísico, cultural, histórico, patriótico.

Pablo VI llama a esto la religión del hombre que se hace dios; y si así lo entendemos en su sentido profundo y auténtico, deberemos ver en sus palabras una alusión explícita a aquel espíritu anticristiano de que habla el Apóstol Pablo y al que antes hemos aludido.

Pero allí mismo dijo Pablo VI algo que parece, en un primer momento, sorprendente y desconcertante: dijo que la Iglesia, en lugar de tomar en este enfrentamiento una actitud de choque y hostilidad, ha adoptado una actitud de dispensación de misericordia sobre las necesidades del mundo de hoy.

La sorpresa y el desconcierto que tal vez nos produzcan sus palabras podrán ser superadas si caemos en la cuenta de que, al hacerlo así la Iglesia, estima como indigencias y necesidades aquello mismo en lo que la soberbia de la humanidad contemporánea se complacería con autosuficiencia, hasta considerarse como quien tiene ya la plenitud y de nada necesita.

No se trata de una concesión a los ideales anticristianos. Mientras la redención del hombre por el hombre excluye al sentimiento del pecado, impide la conciencia de la propia indigencia y miseria y excluye el admitir la necesidad de ayuda, hasta rechazar en todos los órdenes cualquier superioridad que se inclina benefactoramente, afecta la fuerza despectiva y rebelde con que se utilizan hoy términos como los de "paternalismo", etc. , con cerrada hostilidad a todo lo superior -haciendo así al hombre incapaz de adoración, arrepentimiento y gratitud hacia la paternidad de Dios-; la Iglesia propone a la mismo humanidad tentada desde este endiosamiento una asunción maternal de sus necesidades.

Podríamos decir que Dios ha querido que se hiciese sentir a la humanidad de hoy hasta qué punto merece misericordia precisamente por la inconsciencia de su miseria, que es en el fondo lo máximamente miserable. Ciertamente todo orgullo de quien no se siente necesitado de ayuda es algo muy digno de lástima; el pecador que no se sabe pecador es el más miserable y el indigente que no siente su indigencia es doblemente pobre.

Nosotros tenemos que hablar a un mundo que ha vivido ideales pacifistas con continuas tensiones y guerras mundiales, y que ha vivido ideales de desarrollo en situaciones de crisis en que las utopías, cuando están a punto de ser realizadas, llevan a situaciones absurdas e insolubles. Tenemos que hablar a un mundo ensoberbecido y descristianizado en el que por haberse enfriado la caridad abunda la iniquidad, y que no quisiera oír hablar de pecado, de redención, de reparación, de donación generosa de Dios, de amor misericordioso.

Nosotros tenemos que hablarle de todo esto, y tenemos que hablarle de una manera que exigiría de nosotros ferviente caridad, celo profundo para sentir también en nosotros mismos las mismas dificultades que siente nuestro prójimo. Tendríamos que hablarle de modo que, por la eficacia misteriosa de la gracia de Dios, este mensaje del amor misericordioso fuese capaz de llegar al hombre contemporáneo.

En este sentido sólo el carisma del Espíritu Santo, las inspiraciones de la gracia a los apóstoles del Corazón de Jesús, y el fervor de su caridad, podrán encontrar en cada momento los caminos. Pero tenemos el magisterio eclesiástico, unas directivas y unas líneas sobre lo que es el culto y la devoción al Corazón de Jesús, y en aquel magisterio encontramos la afirmación de la Iglesia de que este culto es el remedio providencial para las necesidades de la humanidad contemporánea.

Lo primero que se nos exige a nosotros es que aceptemos esto, que tengamos la valentía de creerlo, decidirnos a ponerlo en práctica, de esforzarnos en comprenderlo de tal manera que aquella congruencia que Dios ha querido poner en la devoción al Corazón de Jesús en orden a la salvación del hombre moderno se ejerza efectivamente en nuestro apostolado. Quiero desarrollar sólo unas líneas de sugerencia sobre esto, para centrar de alguna manera nuestra reflexión sobre el culto al Corazón de Jesús como pedagogía de la fe para el hombre de hoy.

Uno de los argumentos del contemporáneo ateísmo y antiteísmo presenta como absurda la idea de Dios, y no sólo por cuanto niega que tenga sentido la afirmación de algo entitativo y sustantivo que sería a la vez sujeto para sí, sino porque además adopta una actitud en que se postula precisamente que Dios debe ser negado. No se trata sólo de remover la afirmación del ser infinitamente perfecto, omnipotente y omnisciente, se trata de proclamar que Dios no es, porque es algo que no debe ser, que sería malo para el hombre que fuese. Quien nos mira, nos convierte en objeto y nos cosífica, para la mirada del prójimo carecemos de libertad. Si nos creemos ante la mirada eterna de Dios, cree Sartre que somos por ella aplastados. Y a partir de aquí se llega a la blasfemia y rebeldía de considerar a Dios providente como un "inspector" supremo, que vigila el universo, que el hombre ha de sentir como un intolerable monstruo que "no debe" existir.

Se trata de una tentación proterva y satánica, por la que no podríamos dejarnos llevar en modo alguno, aunque tuviésemos la desgraciada posibilidad de comprenderla. Es un sofisma soberbio y amargo, cuya trágica refutación la vive también el hombre contemporáneo en su existencia cotidiana. Porque esta humanidad de hoy que dice no querer ser vigilada, no querer ser inspeccionada, y que se revela ante la mirada del prójimo ha encontrado su castigo en su propio esfuerzo de redención inmanente por la organización y la tecnología. Podríamos decir que el hombre de hoy es casi continuamente inspeccionado, y muy raras veces contemplado personalmente por su prójimo.

"El estado es la providencia del hombre", decía Feurebach. Esta providencia antropocéntrica planifica, registra y elabora estadísticas, pero el resultado de sus proyectos se traduce en una creciente soledad para cada uno de los hombres. En un mensaje de Navidad notó Pío XII que la tiranía de la organización sobre el hombre moderno ha tenido como resultados su despersonalización. He pensado a veces que quien tuviese talento literario para ello podría escribir una novela que se titulase "el hombre a quien nadie miró". Su protagonista vendría a ser tipo ejemplar de los hombres de nuestro tiempo en muchos momentos y situaciones de la vida. Porque el mismo progreso técnico, higiénico o el aumento de medios e instrumentos al servicio de una planificación educativa puede conducir y de hecho conduce a una desproporción trágica entre la abundancia de datos registrados en el plano médico, pedagógico de actitudes y factores de inteligencia por medio de pruebas psicotécnicas, etc., y las posibilidades reales de atención y diálogo personal. Por extraño que pueda parecer, hay que afirmar que a lo largo de toda una vida puede un hombre de hoy hallarse muy raramente con alguna persona que le mire a la cara.

Ustedes habrán vivido la experiencia cuando la misma organización burocrática o técnica distancia al hombre del hombre. A pretexto de objetividad y de racionalización. El hombre individual y personal se queda solo. Esta soledad del hombre, perdido en lo público, reducido a un elemento de consideración tecnológica, puede servir de punto de partida para una reflexión que muestre la actualidad psicológica del mensaje del Corazón de Jesús.

¿Qué ocurriría a un hombre a quien nadie hubiese nunca ha mirado? No hay que contestar la pregunta, que sólo propongo para sugerir una reflexión que es una refutación vital de la blasfema actitud del existencialismo ateo. Si somos sinceros y humildes, reconoceremos que no es aplastante para el hombre, sino consolador y "fundante" el sentirse ante la mirada paterna de Dios, que es Amor. Al hombre de hoy, en tantos casos solo, aplastado por la política, por la lucha ideológica, por las crecientes necesidades y apremios impuestos por el imperativo del desarrollo económico, y al que cada vez es más difícil el gusto de la vida cotidiana y familiar; a este hombre se le puede proponer el mensaje de Dios viviente y personal; un Dios viviente y personal que se ha hecho hombre por amor al hombre; el Evangelio anuncia que Dios tanto ha amado a los hombres que les ha dado a su hijo, y que se lo ha dado en el hacerse en todo semejante a nosotros.

Hemos de darnos cuenta de lo que decía San Juan a los cristianos de su tiempo:

"¿Quién es el embustero sino el que niega que Jesús es el Cristo? Este es el anticristo, quien niega al Padre y al Hijo. Todo espíritu que confiese que Jesús ha venido en carne es del espíritu de Dios; todo espíritu que deshace a Jesús no es de Dios".

Desde los primeros tiempos de la Iglesia, una multitud de herejías combatieron contra lo más esencial del misterio cristiano, contra la Encarnación y contra la dispensación misericordiosa de la gracia de Dios por Cristo, y lo hicieron separando a Jesús de Nazaret del Verbo de Dios. Esta separación, esta negación de que Jesús es el Cristo, que tuvo entonces unas expresiones que utilizaron elementos de determinadas filosofías, tiene en nuestros días también otras expresiones. Quienes reducen al Jesús histórico a un puro hombre, en el que se expresó o "encarnó" la palabra de Dios; quienes difunden las nuevas cristologías antropocéntricas, podrán tener apariencia de cristianismo, pero deshacen con espíritu anticristiano la economía redentora. Jesucristo es el Hijo de Dios nacido eternamente del Padre, y nacido en el tiempo de María Virgen por nosotros los hombres y para nuestra salvación.

Si alguien cree que al hombre contemporáneo no le es congruente el creer en el amor eterno de Dios en la mirada paternal de Dios providente, que ha asumido todas sus dimensiones humanas para regenerarlas y elevarlas, y para redimir sus pecados y miserias; si alguien cree que no puede llegarle al corazón el mensaje de que Dios mismo le ama "con corazón de hombre", según expresión del Concilio Vaticano II, podrá parecerle que el culto al Corazón de Cristo es algo que no puede ser propuesto al hombre de nuestro tiempo. Pero quien sea capaz de comprender aquello pensará que las dificultades y la hostilidad suscitadas a la devoción al Corazón de Jesús tienen su razón esencial -no hablo de cosas accidentales o anecdóticas- en la protervia de la resistencia al Espíritu Santo de quien da coces contra el aguijón, en la falta de convicción y de fe del apóstol que ha de proponer el mensaje. La situación del hombre de hoy está más bien mostrando no sólo la necesidad y la urgencia, sino también la congruencia profunda del mensaje del amor de Dios sensibilizado humana y corporalmente en el Corazón de Cristo.

Reflexionemos también por unos momentos en otro aspecto de esta misma cuestión. A una humanidad que parece haber tomado más que nunca conciencia de lo humano, a una humanidad, humanista como nunca en la historia, la Iglesia le propone insistentemente algo que no es nuevo, sino que es plenamente intrínseco al misterio cristiano; que la gracia redentora no es enviada al hombre para destruir su naturaleza, sino para sanarla, restaurarla y elevarla. Le propone un mensaje que ya los Santos Padres tuvieron que defender desde los primeros siglos; que Cristo se hizo en todo semejante a nosotros excepto en el pecado, precisamente porque venía a redimir la naturaleza humana en todas sus dimensiones. "Lo que no es asumido no es redimido", decía San Dámaso argumentando contra quienes negaban la integridad de la naturaleza humana en Cristo. Y como dice la Epístola a los Hebreos, no asume Dios a un ángel, sino a un descendiente de Abraham.

Al insistir en este aspecto de salvaguardia, de elevación que no destruye lo humano sino que lo custodia, destacamos un aspecto de la economía de la redención que hace congruente el Evangelio a las necesidades del hombre de hoy. Nadie podría escandalizarse fundadamente de esto. Lo que sí hay que decir también es que a veces se entiende mal esta exigencia de la realización de los valores humanos por el cristiano; quiero decir a qué se entiende mal en concreto, es decir, que lo entiende mal cada uno para sí mismo en su vida personal.

Puede ser una tentación peligrosa, que distraiga a los religiosos, a los sacerdotes y a los seglares cristianos, la de suponer que tienen que realizar todas sus posibilidades. El mismo cumplimiento de una tarea humana exige ya muchas renuncias, incluso en el orden natural; no se puede alegar por él mismo el principio de que la gracia no destruye la naturaleza para suponer que un religioso contemplativo no es llamado a renunciar, por fidelidad a su estado, al despliegue de las cualidades humanas que hubiera tenido en el orden cultural o artístico de haber vivido en el mundo.

San Pablo recordaba que los que corren en el estadio se abstienen de muchas cosas en orden a una corona perecedera. La renuncia es también un heroico valor humano y quien se siente llamado a vender todas las cosas por el reino de Dios no es menos heroico que los luchadores del estadio. He dicho esto porque el primero de los valores humanos que la gracia asume es la seriedad, y hoy en día, invocando un principio verdadero, se procede a veces con ligereza y dispersión que desintegra la unidad y autenticidad de la vida cristiana.

Pero descartado este riesgo, hay que insistir en nuestros días en este esencial principio de la congruencia de la gracia con la Naturaleza. Hay que recordar también, para evitar malentendidos, que la Iglesia lo ha puesto en práctica desde los primeros tiempos, desde San Basilio el Grande y San Benito, progresivamente ha dedicado incluso los esfuerzos de los consagrados al estado de perfección a la creación de valores humanos; realidades como el arte románico y gótico, o como la metafísica de Suárez, no existirían si no hubiese sido por el espíritu y las órdenes monacales o de clérigos regulares. La Iglesia siempre ha vivido prácticamente esta síntesis de la religión y de la vida, y más bien habría que reconocer que hoy estamos en situación de pobreza en el orden de la creatividad cultural y artística, comparando con épocas de plenitud de la civilización cristiana.

De esta verdad profunda de la regeneración y restauración de todo lo humano por el don divino de la gracia es símbolo viviente el Corazón de Jesús, símbolo del amor divino y humano, espiritual y sensible de Jesucristo. Ningún hombre es verdadera y seriamente humano si no es hombre de corazón, y sin el amor todo lo humano es vacío e inconsistente. Al revelarnos Cristo su Corazón de hombre, de hombre de carne y hueso, al llamarnos a contemplar esta profundidad de su Amor, nos manifiesta también la voluntad de Dios de restaurar y reasumir toda las cosas en el amor de Cristo.

Finalmente quisiera sugerir algo que me parece importante. El mensaje del Corazón de Jesús, símbolo expresivo de la persona que nos ama, creo que podría ser un camino de superación de la antinomia y la tensión de un tremendo malentendido que se está produciendo hoy entre los cristianos. Nos referimos a la problemática sobre la dimensión horizontal y vertical del cristianismo. Si por horizontalidad se entiende, como se hace las más de las veces, un estricto inmanentismo, que es en el fondo monista y panteísta, un cristianismo horizontal es un falso cristianismo que viene a coincidir con el ateísmo. Pero sí por verticalidad entendiésemos -no se trata de una acusación, sino de la invitación a un examen de conciencia- que nuestra caridad, que es lo más excelente, como nos enseñó el apóstol, sube desde mi a Dios, y a través de Dios pasa después a amar a mi prójimo, pensando tal vez que se da en mí esta iniciativa por la que subo a Dios como bien infinito, desde el que desciendo sobre mi prójimo, en este caso tal vez nos habríamos inconscientemente desviado de la verdadera doctrina del amor al prójimo por Dios y desde Dios. Porque la caridad no consiste, como nos advierte San Juan, en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Dios primeramente nos amó a nosotros.

Contemplamos Cristo con su Corazón. Él mismo es un símbolo viviente del amor eterno de Dios, que nos ama, y que tanto nos ha amado que nos ha dado a su Hijo. El Corazón de carne del hombre Dios expresa el amor por el que Dios Trino ha obrado la Encarnación, la Redención, la Iglesia, los Sacramentos.

Dios nos ha amado a nosotros, y Él, que nos ha amado, nos manda como su mandato nuevo que amemos a nuestro prójimo "como Él nos ha amado". No hay verdaderamente amor cristiano al prójimo si no es amor teocéntrico y vertical; pero esta verticalidad ha de ser comprendida como un descenso del amor efusivo de Dios por Cristo a los hombres. La caridad tiene su centro no en nosotros, como si subiésemos a Dios y desde Dios fuésemos al prójimo; tiene su centro en Dios que nos ha amado, en Cristo que ha muerto por nosotros y ha resucitado para nuestra salvación.

El mensaje del apóstol San Juan nos sitúa también en la perspectiva verdadera desde la que podemos evitar el caer en la más extraña antítesis que caracteriza al problematismo de nuestro tiempo: la inconsistente antítesis entre la fe y la caridad. Por falta de una comprensión sencilla y sintética, que evitaría la síntesis, es hoy frecuente la polémica cuando se trata sobre la fe y la caridad. En esta cuestión tan fundamental no me propongo hacer comentario alguno. La lectura de la epístola primera de san Juan -cap. IV y V- nos marcará el camino:

"Carísimos, amémonos unos a otro, porque la caridad procede de Dios y todo el que ama es nacido de Dios y a Dios conoce. El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo Unigénito para que nosotros viviéramos por Él. En esto está el amor; no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo Unigénito como propiciación por nuestros pecados. Carísimos, si de esta manera nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nunca le vio nadie, si nosotros nos amamos mutuamente Dios permanece en nosotros y su amor es en nosotros perfecto; conocemos que permanecemos en Él y Él en nosotros en que nos dio de su Espíritu y hemos visto y damos de ello testimonio que el Padre envió a su Hijo por Salvador del mundo; quien confesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios; Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene; Dios es amor y el que vive en el amor permanece en Dios y Dios en él. La perfección del amor en nosotros se muestra en que tengamos confianza en el día del juicio, porque como es él, así nosotros en este mundo; en el amor no hay temor, pues el amor perfecto desecha el temor, porque el temor supone castigo y el que teme no es perfecto en el amor. En cuanto a nosotros amemos a Dios, porque él nos amó primero; si alguno dijere: Amo a Dios, pero aborrece a su Hermano, miente, pues el que no ama su hermano a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no ve; y nosotros tenemos este precepto, que quien ame a Dios ame también a su hermano; todo el que cree que Jesús es el Mesías este es nacido de Dios y todo el que ama al que lo engendró, ama al engendrado de Él; conocemos que amamos a los hijos de Dios en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos; pues éste es el amor de Dios, que guardemos sus preceptos"

Releamos y meditemos este texto. Caerán ante la palabra apostólica todas las antinomias y malentendidos, todas las falsas antítesis entre la caridad vertical y el amor al prójimo, entre la fe en Cristo y la supremacía de la caridad. Las palabras de San Juan son una invitación a contemplar a Cristo venido en carne; a contemplar su Corazón abierto y conocer que se nos ha dado; a sentir que la exigencia y la posibilidad de amar al prójimo como Cristo nos ha amado nos viene desde el Corazón de Jesucristo.

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