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Mis recuerdos del padre Orlandis. Acerca de su «pesimismo»

Francisco Canals

CRISTIANDAD, Septiembre - Octubre 2001

He tratado antes, en las páginas de esta revista, de mis recuerdos del Padre Orlandis referentes a los tres epítetos que, con intención más o menos peyorativa, se formulaban acerca de él: su «integrismo», su «milenarismo» y su tomismo. Advertirá el lector que no entrecomillo el tomismo. Este calificativo, que el Padre Orlandis, obviamente aceptaba sin reservas, expresaba, no obstante, según él comentaba a veces, la motivación más profunda de cierta antipatía o aversión que sentían hacia él quienes, en la Compañía o en su entorno, le consideraban, diríamos, un jesuita atípico, y a cuyas tareas apostólicas no se les reconocía demasiado porvenir. Él insistía, por su parte, en advertir que la joven generación de los jesuitas, o serían tomistas, o «existencialistas o cualquier cosa», pero que no serían ya suaristas.

Me voy a ocupar hoy de otra acusación muy frecuente y característica. Me refiero al pesimismo del Padre Orlandis. Al expresar mis recuerdos en torno a esto, a actitudes suyas y a reacciones y acusaciones que ellas suscitaban, tengo la convicción de no complicar su imagen, ni de dispersar la atención sugiriendo nuevas perspectivas. Creo que se entenderá que esta calificación de «pesimismo» no era sino un aspecto, el referido a la actualidad más inmediata, de las convicciones por las que era tachado de integrista y de milenarista.

Él mismo se ocupó expresamente de la acusación en su artículo «¿Somos pesimistas?» y en dos trabajos sobre el optimismo en León XIII. La cita de sus palabras como conclusión de uno de estos documentados estudios nos situará en el ambiente y las orientaciones del tiempo en que fueron escritos, en los años que siguieron al fin de la segunda guerra mundial, en el momento en que se iniciaba el paso del «antifascismo» al «anticomunismo» en el Occidente victorioso:

«Te pregunto, ¿quieres que Cristiandad dé pábulo a tu optimismo anunciando la buena nueva de la salvación del mundo por el discurso de Truman o por un triunfo electoral de los cristianos demócratas? ¿Quieres que CRISTIANDAD se dedique a profetizarte la nueva edad de oro, la jauja del liberalismo?».

En el mundo posterior a las revoluciones americana y francesa ha sido una actitud predominante en sus clases dirigentes, muy en especial entre sus intelectuales y políticos, la valoración entusiasta de su tiempo y la comprensión del curso de los acontecimientos que, desde el siglo XVII, se había expresado, en el lenguaje cultural y político, con la mitología filosófica de la Ilustración, el Siglo de las Luces, la Libertad, el Progreso, el ascenso a la madurez o la toma de conciencia de la Humanidad.

Estos ideales, de los que participaron con orientaciones diversas los católicos liberales, demócrata-cristianos, e incluso a su manera los cristianos de izquierda, enfrentados con actitud triunfal al «oscurantismo», la «tiranía», la «intolerancia» el «fanatismo» y la «reacción», y la conciencia satisfecha de su triunfo y del carácter irreversible del progreso, alentaban los sentimientos y los ideales del pacifismo.

Desde La paz perpetua -la obra a la que Kant puso como lema «El milenio en filosofía»- pasando por los pacifismos que han precedido a cada una de las guerras mundiales, este optimismo liberal, progresista y pacifista, se imponía como un imperativo categórico para los hombres de la cultura occidental.

Estoy convencido de que el verdadero camino para llevar al lector a la comprensión de la actitud con la que el Padre Orlandis se enfrentaba a aquel optimismo y a las falsas esperanzas que lo inspiraban es invitarle a comprender la connaturalidad profunda de su pensamiento con el que ha sido el juicio auténtico de la Iglesia católica ante esta evolución del mundo moderno.

Por decirlo con sus palabras, el Padre Orlandis atendía al magisterio del Papa-Papa, del Vicario de Cristo en cuanto tal.

Comenzó Pío XII su Pontificado describiendo la actitud de los hombres de nuestro tiempo como la de quienes «hablaban de progreso cuando retrocedían, de ascensión a la madurez cuando se esclavizaban». León XIII había calificado a los seguidores «de este sistema tan extendido y poderoso que, tomando el nombre de libertad, quieren ser llamados liberales» como «imitadores de Lucifer en su nefando grito: ¡No serviré!».

Son numerosísimos los pasajes de Encíclicas pontificias en los que, por la descripción de los males de nuestro tiempo, se sugiere que estamos entrando en los tiempos de «la manifestación del hombre del pecado que se levanta contra todo lo que se llame Dios o reciba culto », es decir, en la época por la que la Humanidad marcha hacia lo que el Catecismo de la Iglesia Católica llama «el último desencadenamiento del mal» (n° 667).

Por lo mismo, el Padre Orlandis estaba convencido no sólo de la verdad y acierto práctico de lo enseñado en la Quanta cura y en los documentos del Syllabus de Pío IX, y de la condenación del modernismo por San Pío X, sino de la iluminada prudencia y de la fecunda eficacia pastoral de las actitudes del Beato Pío IX y de San Pío X.

Nada tiene de extraño, pues, que por los mismos motivos por los que estos dos Pontífices, que veneramos ahora en los altares, han sido tantas veces juzgados peyorativamente como intransigentes y faltos de comprensión ante «el progreso, el liberalismo y la civilización moderna», fuese el Padre Orlandis acusado, como una dimensión de su «integrismo», de irremediable y antipáticamente pesimista.

Además, el Padre Orlandis expresó siempre inequívocamente su adhesión sin reservas al insistente juicio que sobre la situación del mundo contemporáneo, y sobre el central problema de la paz social e internacional, se contiene en los documentos del magisterio de Pío XI, y que el propio Pontífice resumió en el lema de su Pontificado: «La paz de Cristo en el Reino de Cristo».

La paz verdadera sólo podrá darse entre los hombres si se atienen fielmente a las enseñanzas, los preceptos y los ejemplos de Cristo. El Padre Orlandis, en artículos monográficamente dedicados a este tema, y en su magisterio constante, en conferencias y en conversaciones, asumía seriamente esta doctrina.

El padre Orlandis era apóstol de la Esperanza, de la esperanza del reino de Cristo en el mundo por el Amor misericordioso del Sagrado Corazón de Jesús. Sentía vivamente y exhortaba a sentir con los papas. Recordaba que Pío XII, al consagrar el mundo en 1942 al Inmaculado Corazón de María, concluía así su ofrecimiento en nombre del mundo: «Que todas las naciones, pacificadas entre sí y con Dios, te aclamen bienaventurada y de un a otro polo no resuene sino una sola voz: alabado sea el Divino Corazón, causa de nuestra salvación. A Él la gloria y el imperio por los siglos de los siglos».

También estaba convencido de que la conversión del mundo, si es imposible para los hombres, puede ser el efecto de la misericordia y de la gracia de Dios. Lo que no se puede esperar es la paz en el mundo sin el Reino de Cristo, mientras la mayoría de la humanidad desconozca a Cristo y el mismo mundo que fue cristiano se gloríe de su «apostasía» y se jacte de construir una ciudad terrena desechando a Cristo.

La Iglesia espera esta conversión «con los Profetas y el Apóstol», según expresión del Concilio Vaticano II al tratar de la conversión de los judíos. El Padre Orlandis participaba de las que el Padre Ramière había llamado «Esperanzas de la Iglesia». De aquí que fuese acusado también de «milenarista».

Dios ha puesto en Cristo el único fundamento de todo el orden natural y sobrenatural, y en el plan divino debían reinstaurarse todas las cosas celestes y terrenas. Había, pues, un problema muy serio en el hecho de que el padre Orlandis fuese acusado de pesimista cuando su juicio sobre el mundo contemporáneo, fidelísimo al pensamiento de la Iglesia, se apoyaba en profundas razones que hallaba en la Revelación y en la tradición de la Iglesia.

Leemos en el Libro del Profeta Jeremías: «No escuchéis las palabras de los profetas que os vaticinan, que os engañan, visiones de su imaginación os cuentan no de la boca de Yahvé. Dicen a quienes desprecian la Palabra de Yahvé tendréis paz y a quienes siguen la obstinación de su corazón afirman: no os sobrevendrá mal alguno ». (Jer 23, 16-17).

Me han venido de nuevo estos recuerdos ante el sorprendente, inesperado y «apocalíptico» acontecimiento del hundimiento de las Torres Gemelas del «Centro del Comercio Mundial» de Nueva York, el pasado 11 de septiembre de este año en que estamos estrenando el siglo XXI.

A algunas personas cercanas a mí dije, al conocer la noticia: «He aquí algo de lo que uno podría hablar con el Padre Orlandis».

Algún periodista habló del ataque a la capital del Imperio. Es imposible no recordar las descripciones y los juicios de sociólogos y sistematizadores de filosofía de la historia sobre las grandes megápolis, cuya hegemonía económica mundial se confunde prácticamente con el poderío político de los «Estados mundiales», culminación y decadencia de las «culturas» o «civilizaciones», cuando éstas alcanzan su etapa de dominio mundial.

«De Babilonia a Brasilia», estas metrópolis absorben y confunden hombres de todas las razas, religiones, culturas, lenguas y naciones, convertidos en proletariado interno de la gran civilización cosmopolita, globalizada. Nunca se las compararía ni a Jerusalén, ni a Atenas, ni a Florencia, ni al París del tiempo del Rey San Luis y de la Catedral de Nótre-Dame. Siempre se evoca en ellas (en estas ciudades hegemónicas e internacionales) al París del siglo XIX, a la Londres victoriana, al San Petersburgo europeizado -odiado por los viejos rusos-, a la Babilonia del Imperio que sometió y llevó a cautividad al pueblo de Israel.

El pescador de Galilea al que el Señor Jesús habló diciendo: «Tú eres Pedro, y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia», escribe «a los elegidos extranjeros de la diáspora: … Os saluda la Iglesia que está en Babilonia». Aquí, como muchas otras veces después, la gran metrópoli del Imperio gentil en el que se había difundido la fe en el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo y en Su Hijo, la ciudad de Roma, la gran metrópoli del Estado mundial de la civilización antigua, es llamada por el significativo y misterioso nombre de «Babilonia».

Digamos que la capital del Imperio de Nabucodonosor es significada como «tipo» de la Roma en que reside la Iglesia convocada por la predicación de Pedro y Pablo, «antitipo» de la ciudad caldea.

Pero «Babilonia» es también término al que se puede dar un significado moral, no alusivo a una localización geográfica sino a la «ciudad» de los hombres cuyas aspiraciones y pensamientos se orientan en un dinamismo que, por la riqueza y el poder, va hacia el orgullo, y desde el orgullo a la tiranía corruptora de los hombres y de los pueblos. Por esto San Agustín llama Babilonia a la «Ciudad terrena», edificada por el hombre «desde el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios ».

En el último de los Libros del Nuevo Testamento, el Apocalipsis de San Juan, tres capítulos (del 17 al 19) profetizan «la caída de Babilonia». «La gran ramera, sentada sobre muchas aguas, con la que fornicaron los reyes de la tierra». «Las aguas donde está sentada la ramera son pueblos y muchedumbres y naciones y lenguas». «Tus mercaderes eran los magnates de la tierra, porque con tus seducciones fueron embaucadas todas las gentes».

Esta Mujer la presenta el Apocalipsis como sentada sobre la Bestia con siete cabezas y diez cuernos que surge del mar, mientras otra segunda Bestia, con aspecto de cordero y lenguaje de dragón, se afirma que surge de la tierra, es decir, del Pueblo de Israel.

En una obra inédita del escriturista jesuita Juan Rovira y Orlandis, sobrino del propio padre Ramón Orlandis, cuya doctrina me consta que compartían con ellos los jesuitas Francisco Segarra y Francisco de Paula Solá -que me exhortaba a perseverar en Schola en esta enseñanza-, la Bestia surgida del mar se afirma ser el símbolo de la potestad política humana que, aunque viene de Dios, es asumida por los hombres en actitud de soberbio enfrentamiento a Dios. La Bestia surgida de la tierra, que exhorta a los hombres a adorar a aquella Bestia terrena, es el falso profetismo, es decir, una predicación de apariencia cristiana que lleva a los hombres a someterse al poder político anti-teístico.

A los siete reinos simbolizados por las siete cabezas suceden en el Apocalipsis diez cuernos «que recibirán poder por una hora junto con la Bestia… Estos harán guerra al Cordero, y el Cordero los vencerá». El gran escriturista Cornelio a Lápide veía en estos diez poderes políticos los precursores y servidores inmediatos del gobierno universal del Anticristo, del que, por cierto, habla el Nuevo Catecismo como la culminación en la Historia del enfrentamiento del mal al Reino de Dios y de Cristo (n° 675).

Mientras las siete cabezas reinan sucesivamente, los diez cuernos reinan «por una hora» simultáneamente después de ellas. Es decir, son la breve preparación de la época plenamente anti-teocrática.

Un signo tradicionalmente reconocido de la cercanía de la acción sobre la humanidad del Misterio de Iniquidad, es decir, de anormalidad, desorden, carencia de ley y de norma (anomía), (profetizado por San Pablo en la segunda carta a los tesalonicenses) es la desaparición de «lo que lo detiene» (Tó katejon).

La tradición patrística y escolástica, hasta tal punto daba por cierto que era el mismo «Imperio Romano» el obstáculo a la eclosión de la anarquía (precursora del Imperio del Anticristo) que San Roberto Bellarmino argumentaba, contra aquellos luteranos que afirmaban ser el Papa el Anticristo, que ello no podía ser porque subsistía todavía, en su tiempo, el poder imperial romano en el Sacro Imperio Romano Germánico.

Todo esto lo estudió y nos lo hizo estudiar a nosotros en Cristiandad el Padre Orlandis -en el número 27 (1 mayo 1945), dedicado al fin del Imperio Romano- en el momento en que Napoleón Bonaparte impuso a los Habsburgo de Viena la renuncia al título imperial romano milenario para no ser ya sino emperadores de Austria, en 6 de agosto de 1806. Comenzaba así el mundo a entrar en la época que el gran escriturista Padre Bover llamaba el de la democratización internacional de la potestad política (Bover-Cantera, Sagrada Biblia B. A. C. 1947, vol. ll, pág. 583).

En estos días hemos oído hablar de nuevo de la lucha del Bien contra el Mal. Si viésemos como «malo» el movimiento antiglobalizador y hostil al comercio mundial que ha impulsado el hundimiento de las Torres Gemelas del Centro del Comercio Mundial, podríamos estar tentados de ver el poder político americano -el Imperio, como han escrito algunos periodistas- como el «Bien».

Pero olvidaríamos que, aunque en la babilónica metrópoli de Nueva York vive el pueblo cristiano, como vivía el pueblo judío deportado en Babilonia, esto no ha de cegar nuestra mirada hasta no advertir que el mismo nombre de las Torres Gemelas, World Trade Center, sugiere las descripciones apocalípticas de Babilonia «la ciudad grande que reina sobre los reyes de la tierra», «cuyos príncipes son los mercaderes» y «en la que se glorían cuantos se han enriquecido en la gran ciudad por lo elevado de sus precios».

Leemos en el Apocalipsis, después de describir la soberbia y la corrupción de Babilonia la grande, madre de las prostituciones y las abominaciones de la tierra, que los diez cuernos de la Bestia anti-teística, «harán la guerra al Cordero», es decir, que serán enemigos de Cristo, y aborrecerán y destruirán a la «gran ramera»:

«Y los diez cuernos que viste (…) tienen un mismo designio, y su potencia y potestad la entregarán a la Bestia. Estos harán la guerra al Cordero (…) y los diez cuernos que viste y la Bestia aborrecerán a la ramera, y la dejarán devastada y despojada, y devorarán sus carnes y la abrasarán con fuego; porque Dios puso en sus corazones el que ejecutasen su designio, y que ejecutasen un mismo designio, y entregasen su reino a la Bestia, hasta que se cumpliesen las palabras de Dios; y la Mujer que viste es la ciudad grande, la que ejerce realeza sobre los reyes de la tierra» (Apoc 17, 12-18).

De nuevo me siento en la necesidad de revivir en mi corazón la que hubiera sido una conversación con el Padre Orlandis sobre el hundimiento del Centro del Comercio Mundial por un terror impulsado por el odio a la gran ciudad mundial y a su «Imperio».

Si consideramos babilónica la gran metrópoli americana, entendemos el término «Babilonia» en aquel sentido moral y espiritual que le dieron, legítimamente, San Agustín, al referirse a la «ciudad terrena», y San Ignacio, en la «meditación de las dos Banderas», en la que vemos a Satanás sentado en el gran campamento de Babilonia, en una cátedra de fuego y humo.

Pero la tradicional interpretación escriturística entendía que la profecía del Apocalipsis nombraba con el «tipo» de la Babilonia antigua -la de Nabucodonosor- la ciudad de Roma -la nombrada por San Pedro en su carta-.

Los protestantes leían el Apocalipsis como una profecía del hundimiento de la Iglesia romana. Algunos apologistas católicos, como Bossuet, alegaron que el hundimiento profetizado se había cumplido en la caída de Roma, invadida por Alarico y sus ejércitos bárbaros. Pero otros escrituristas católicos admitían, y lo concedían a los herejes, que en el Apocalipsis se profetizaba la destrucción de Roma. Es interesante leer a Cornelio a Lápide, que sobre el texto del Apocalipsis, cap. 17, escribe:

«Babilonia es Roma; no la cristiana cual es ahora, sino infiel y pagana como fue en tiempo de San Juan, y como será de nuevo en tiempo del Anticristo».

San Agustín, en el Libro 18 de De Civitate Dei (cap. 2°), escribe: «Así como Babilonia fue como la primera Roma, así Roma misma es como la Segunda Babilonia». Y en el cap. 27 llama a Roma «la Babilonia occidental».

Cornelio a Lápide enumera una larga serie de autores entre los que figuran Bellarmino, Salmerón y Francisco Suárez, y dice que «todos interpretan por Babilonia la Roma infiel, cual fue en tiempo de Juan y de nuevo será hacia el fin». Y prosigue:

«Objetarán los herejes: "Roma es Babilonia; luego la Iglesia romana, con su Pontífice, es Babilonia". Respondo que la inferencia es absurda, así como vacía: una cosa es la Roma ciudad, y otra es la Iglesia romana. Una cosa es la Roma gentil, y otra la Roma cristiana.

Hacia el fin del mundo [modo de hablar poco adecuado para significar lo que podría llamarse «el fin del tiempo de las Naciones»] Roma, abandonando la fe, la piedad, a Cristo y al Pontífice, de nuevo será Babilonia.

La ciudad de Roma volverá entonces a gloriarse, como en la Antigüedad, de la idolatría y los vicios. Será tal como fue bajo Domiciano y Nerón. Dejará de ser cristiana para ser gentil y perseguirá al Pontífice y a los fieles cristianos a él adheridos ».

Finalmente, conviene advertir que Cornelio a Lápide no anuncia la destrucción de la ciudad de Roma como realizada por aquellos «diez cuernos» en que hemos visto el ejercicio de la democracia internacional, sino por el poder del Imperio del Anticristo que sucederá a ellos, pero que colocará su centro de poder en Jerusalén:

«Es sumamente congruente con el genio y la finalidad del Anticristo que él sea rey de Jerusalén y de los judíos y que, en lucha contra Cristo, destruya la metrópoli de su Reino y de su Iglesia, es decir, Roma. Deseará esto con afán, porque le parecerá que así destruye el Reino de Cristo. Así pues, como se opone el Anticristo a Cristo, los judíos a los cristianos, se opondrá Jerusalén a Roma: y así el Anticristo se esforzará en abolir a Cristo, a los cristianos y a Roma ».

Reflexionemos que hemos leído en el Libro del Apocalipsis que, para combatir al Cordero, es decir, en odio a Cristo, destruyen Babilonia quienes la odian, porque Dios ha puesto en sus corazones que ejecuten un designio divino. La ciudad mundana y terrena de Babilonia es castigada por Dios con la permisión del odio de quienes también odian a Cristo.

Y hemos leído en Cornelio a Lápide que el Anticristo, identificándose con los judíos y enfrentado a Cristo, querrá destruir Roma, que ha sido la capital del mundo cristiano, pero que será, al ser destruida, una ciudad de nuevo mundana y soberbia, embriagada con la sangre de los mártires de Cristo.

Los buenos y los malos, el Bien y el Mal, no los podemos encontrar identificados en todas y cada una de las posiciones opuestas que se dan en el curso de la Historia. «Sólo Dios es bueno» y Él difunde el Bien por Cristo en trelos hombres.

Sólo la Iglesia, que, como afirmó Pío XII, no puede ser neutral ante los acontecimientos humanos y ante el curso de la historia, porque Dios no es nunca neutral, tiene autoridad divina para juzgar, como ha hecho en muchos momentos históricos, que una guerra humana puede ser una cruzada, y recordada por ella en sus celebraciones litúrgicas.

Pero por encima de todas las luchas humanas providencialmente previstas y dispuestas, obra en la Historia su designio, ordenado a la plenitud de Su Reino. Todo tiende a que se realice este designio de Dios: «El Reino de este mundo ha venido a ser del Señor Nuestro y de Su Cristo, y reinará por los siglos de los siglos» (Apoc 11, 15).