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El liberalismo es político y en la política hay que combatirlo

Luis Ortiz y Estrada

CRISTIANDAD
Año II, nº 26, páginas 187 - 191
Barcelona-Madrid, 15 de abril de 1945
Plura ut unum

En las primeras páginas de las sabias "Consideraciones políticas sobre la situación de España", escribía Balmes lo siguiente:

"Porque bien claro es que la revolución se dirige en derechura a combatir al poder en su esencia, atacando principalmente al ser moral que llamamos autoridad, gobierno..." (O. C.; T. XXIII; p. 32).

Más adelante, otro sabio sacerdote catalán, Sardá y Salvany, en su profundo estudio de los principios de la revolución, "El liberalismo es pecado", insiste a roso y velloso en el carácter "brutalmente" práctico de la herejía liberal, base, fundamento y quintaesencia de la revolución, por eso tan esencialmente dañina, y ya en las primeras páginas del áureo libro -tan excepcionalmente ensalzado por la censura que, en virtud de reiteradas denuncias, hizo la Sagrada Congregación del Indiee- dijo: " ...su última palabra, la que todo lo abarca y sintetiza, es la palabra secularización, es decir la no intervención de la Religión en acto alguno de la vida pública, verdadero ateísmo social, que es la última consecuencia del Liberalismo". (Cap. 11).

No se equivocaban Balmes y Sardá al señalar con reiterada insistencia el carácter eminentemente político de la revolución esencialmente irreligiosa que el liberalismo iba planteando en España. León XIII lo confirma en no pocos pasajes de sus encíclicas y surge del conjunto de las que muy especialmente dedicó a condenar la maldita secta, todas ellas dedicadas a temas políticos. Valga por todas este texto clarísimo de la Libertas:

" ...pero hay muchos imitadores de Lucifer, cuyo es aquel nefando grito: No serviré, que con nombre de libertad defienden una licencia absurda. Tales son los partidarios de ese sistema tan extendido y poderoso, que, tomando nombre de libertad, quieren ser llamados liberales. En realidad, lo que en filosofía pretenden los naturalistas o racionalistas, eso mismo pretenden en la moral y en la política los fautores del! liberalismo, los cuales no hacen sino aplicar a las costumbres y acciones de la vida los principios sentados por los partidarios del naturalismo". (Párr. 16-17).

Así se comprende que el común sentir de los doctores católicos haya podido dar del liberalismo esta definición tan manifiestamente política:

"La independencia del Estado relativamente a la Iglesia o a la Religión, ya en cuanto a la esen::ia o sea constitución del mismo Estado, ya también en cuanto a sus funciones o en el modo de gobernar a los pueblos".

Es, pues,el liberalismo aplicación política de los prinpios del naturalismo religioso y filosófico. Lo dice el Papa en uso de su potestad de enseñar que ha recibido del mismo Dios. Conclusión que tiene grandísima importancia puesto que no faltan quienes afirman que el liberalismo condenado por la Iglesia no es el liberalismo político, bien sea porque entienden que éste sólo alcanza a aquella esfera estrictamente política que Dios ha dejado a las disputas de los hombres, bien porque -y esto es más grave- se le niegue a la Iglesia jurisdicción superior al Estado en materia política.

* * *

Se comprende que una herejía de tantísimo alcance político, al triunfo político debía encaminar sus pasos con medios naturalmente políticos.

Es principio fundamental del liberalismo que los pueblos han de regirse sin más ley que la voluntad nacional expresada por la mayoría. Ello exigía un poder de captación por mejdios proselitistas. No ha sido éste el camino que ha seguido en España, donde encontró una nación esencialmente contraria a las nuevas doctrinas, que siempre ha tenido por perversas doctrinas. Contraria en su estructura social y contraria a la fe cristiana de los españoles, profundamente arraigada y harto vigilante en la nación que supo hacer triunfar su unidad religiosa del omnipotente poder que a la herejía dieron las invasiones goda y musulmana; que supo sacarla victoriosa de la tremenda amenaza que significó la reforma protestante.

La contraposición del pueblo español y la revolución la vió Balmes aplicando al estudio de la política el potente talento analítico de su mente soberana. Véase lo que escribió en su artículo "La esterilidad de la revolución española":

" ...sabían muy bien que la popularidad era en sus labios una palabra vana; ellos mismos confesaban que eran necesarias nuevas generaciones para que pudiesen popularizarse en España las ideas por ellos propaladas; y así ora caían en el desaliento, ora en la exaltación de un ánimo exasperado... " (O. C.; T. XXIV; p. 92).

Achacaban los liberales la oposición del pueblo español a sus doctrinas a falta de civismo y de luces, oscurantismo y servilismo. Se levantó Balmes indignado contra tejes injurias en su obra magna "El Protestantismo..." y en no pocos pasajes de sus artículos políticos.

"La España es muy a propósito para ser bien gobernada: lo que nos falta no son elementos gobernables, sino elementos gobernantes, y sobre todo falta un centro, un punto de apoyo para la máquina política... " (O. C.; T. XXVII; página 54).

Y, añade, en otro lugar:

"¡ Ah! No es el pueblo español quien se falta a sí mismo; no es ese pueblo, siempre dócil para obedecer, siempre resignado para sufrir, siempre altivo cuando se trata de su dignidad e independencia, siempre heroico cuando se lo piden sus intereses, y su sangre, y su vida para ofrecerlos en holocausto, en las aras de la patria, lo que le faltan son hombres que le comprendan, que le guien, que tengan ambición grande... " (O. C.; T. XXVIII; p. 27).

* * *

No pudo, pues, la revolución contar para sus fines con el pueblo español, que le era acérrimo enemigo, y con razón juzgó imposible hacerse con él con propagandas más o menos hábiles. Más decisivo era crear un rey a su arbitrio y con él hacerse dueña de la suprema autoridad para emplear la fuerza que a ésta le dan los medios que recibe para labrar la felicidad del pueblo, en imponerle la revolución liberal que éste rechazaba. Y más fácil; porque el despotismo de Carlos III, las vergiienzas del reinado de Carlos IV y los desastres del de Fernando VII habían quebrantado la fuerza moral de la monarquía, que sufriría un rudo golpe a la muerte de Fernando VII, al quedar la familia real trágicamente dividida por la desdichada Pragmática derogatoria de la ley de sucesión que se le ocurrió dietar y tan maravillosamente aprovechó para sus fines la revolución liberal.

La masonería, muy difundida, sobre todo en el ejército y los golillas, por los ejércitos franceses de invasión, contaba con personajes influyentes y con miembros de la misma familia real. Masón había sido el conde de Aranda; lo era el infante Don Francisco, hermano del rey, y también su esposa la infanta Carlota, hermana de la reina, que tuvo decisiva influencia en el triunfo liberal; aún se dice con visos de certeza que el propio Fernando VII fué iniciado durante su cautiverio en Valençay.

Combináronse todos estos elementos en el avasallador interés común de apoderarse del poder, y combináronse con la explicable ambición de la rama de la familia real que sin su apoyo veía con seguridad que se le escapaba la corona. Tendría la revolución liberal un monarca que a ella debería la corona, sin apoyo en la familia real, que la combatiría ahincadamente, y sería el monarca una niña de pocos años que educaría a su gusto y manejaría a su capricho. Estas luchas, que necesariamente trascenderían a la nación, reducirían su capacidad de resistencia.

Cerróse el pacto nefando de la rama dinástica y la revolución liberal, en contra de la desdichada nación. Instrumento del pacto fué el famoso decreto de amnistía que, aún vivo su esposo, dictó doña Cristina a favor de los liberales el 15 de octubre de 1832, en funciones de los poderes que del rey enfermo había recibido.

"Con aquel decreto, escribe Balmes, y no se escandalicen ciertos lectores de lo que vamos a decir y no juzguen del sentido de nuestras palabras antes de haberlas leído por entero, con aquel decreto, repetimos, comenzó la política que resuelve las cuestiones de interés nacional en vista del momento, y con miras a la conservación del poder; en la amnistía pudo tener tanta parte como se quiera la generosidad de la augusta esposa de Fernando; pero en el fondo, en los designios de los que aconsejaron semejante paso, fué un contrato tácito con el partido liberal: Te apoyo para que me sostengas; do ut des. Así lo entendieron los amnistiados, así lo indicaban las circunstancias, así lo han mostrado los sucesos. El manifiesto de Cea Bermúdez después de la muerte del rey fué una tentativa para rescindir el pacto; las exposiciones de dos generales célebres fueron la voz que reclamaba imperiosamente el cumplimiento de lo pactado: el Estatuto apareció".

Magno triunfo de la revolución liberal que Balmes consigna implacablemente con estas palabras:

"Siempre que se hubiese empeñado en una lucha contra el trono, cuerpo a cuerpo, habría sucumbido, porque el trono es nacional, la revolución no. Cuando la revolución ha conocido sus verdaderos intereses y la debilidad de sus fuerzas se ha colocado siempre a la sombra del trono. Necesitaba un escudo y en este escudo esculpió los blasones de la monarquía". (O. C.; T. XXV; p. II9).

A raíz del motín de la Granja dió doña Cristina pasos para romper el pacto que sujetaba a la dinastía, pero se volvió atrás antes de que pudieran dar resultado. Pudo lograrse sin que su hija dejase de reinar, cuando llegó la ocasión de que ésta se casara. A conseguirlo se aplicó Balmes, poniendo en tensión las maravillosas dotes que de Dios había recibido, en aquella campaña política que consumió su vida. Frustraron su propósito los moderados que habían introducido el liberalismo en España; los Narvaez, Mon, Pidal, Istúriz hicieron esfuerzos inauditos que por desdicha nuestra triunfaron. Si hemos de creer al marqués de Lema, que recoge el testimonio de León y Castillo, la inconcebible frivolidad de doña Isabel decidió el caso:

"No -dijo vivamente doña Isabel a León y Castillo- la principal razón fué que me mandaron un retrato de Montemolín y observé que era bizco: de ningún modo, exclamé, me caso con un bisojo". (De la rervolución a la restauraóón; T. I; p. 381).

Lo rompió, en cambio, el liberalismo el año 1868 derribando a doña Isabel y pronunciando Prim sus célebres ¡jamás!; pero le salió mal la cuenta. Tras el intento de monarquía democrática con don Amadeo, paró la setembrina en república demagógica que suscitó una reacción tan avasalladora que estaba dando al traste con el liberalismo en los campos de batalla del Norte, de Cataluña y de Valencia.

Cuando éste se dió cuenta de que tenía perdida la partida, se aprestó a salvarse mediante una maniobra política que consistía en reanudar el pacto con la dinastía derribada que a ello se avino sacrificando a doña Isabel y sujetándose a respetar y consagrar en los códigos los avances que, atropellándolo todo, había logrado la setembrina. Aceptó, incluso, la humillación de que formaran parte del primer Consejo de Ministros destacados revolucionarios: Ayala, que intervino en la batalla de Alcolea; Romero Robledo, el que había dicho: "Acabó para siempre la raza espúrea de los Barbones", en el importantísimo ministerio de Gobernación.

Corrió el tiempo y otra vez se creyó el liberalismo en disposición de soltar la máscara del escudo monárquico con las flores de lis que la protegía. Requirió a Alfonso XIII y éste se plegó dócilmente a sus deseos marchándose al extranjero después de dejar a sus ministros el encargo de que "legalmente" (?) traspasaran el poder al Comité republicano de los Azaña, Prieto, Largo, Casares... que en Jaca había dado pruebas evidentes del furor sectario y demagógico que le poseía. (Recuerdos de mi vida, por Don Gabriel Maura y Gamazo; p. 201 Y s.)

* * *

Conviene parar un poco la atención en algún aspecto interesantísimo de la restauración alfonsina, cuyo artífice fué Cánovas, autor del liberalísimo Manifiesto del Manzanares, ministro con la Unión Liberal de O'Donnell. Quienes hayan leído ¡Pequeñeces...! se habrán podido dar cuenta de las intrigas, del engaño, de las vilezas con que se tramó aquella maniobra política destinada a frustrar, una vez más, el esfuerzo heroico del pueblo español en lucha abierta con la revolución en los campos de batalla, en defensa de su preciadísima unidad católica. Mientras, Cánovas, que había sacrificado en aras de la revolución a la propia madre del rey que se proponía atraer, se preparaba a sacrificar la unidad católica, porque era condición de aquella resturación "continuar la historia de España" salvando las esencias de la revolución setembrina. Y de tal modo la salvó que junto a él y alternando amigablemente con él, en los mismos fines del gobierno, se sentaron en los Consejos que recibían los poderes del hijo, quienes habían arrancado la corona de las sienes de la madre, quienes ahora la mantenían desterrada, quienes la traicionaron como reina y mancharon su honra de dama con dicterios que no oye sin rubor la más despreciable mujerzuela. El liberalismo que destronó a su abuela y a la madre, que más adelante destronaría al hijo, buscó y encontró amparo en el nieto, hijo y padre de los desterrados.

Aunque de hecho los gobiernos hacía tiempo que gobermban en contra de la unidad católica, es lo cierto que no se atrevían a borrarla de los Códigos fundamentales que iban haciendo. El mismo Olózaga la defendió con gran elocuencia en unas Constituyentes. Consumar este atentado fué obra de la revolución demagógica de setiembre en sesiones borrascosas, alguna de las cuales ha -pasado a la historia con el nombre de la de las blasfemias.

Cánovas se aprestó a salvar en la Constitución de la restauración, la de 1876, esta conquista de la revolución, contra la voluntad manifiesta de los católicos, aún de no pocos moderados. Para ello, y mientras el pueblo español tenía las armas en la mano, dejó creer que su restauración se haría sobre la base de la unidad católica. En cuanto cayeron las armas y juzgó imposible que volvíeran a ser empuñadas, descubrió el juego indigno con que había sorprendido a tantos que ayudaron engañados a la restauración alfonsina. Al hacerse público el proyecto de Constitución, el gran Pontífice Pío IX protestó en carta pública dirigida al Cardenal Moreno contra aquel atentado a los derechos de la Iglesia, a los de pueblo español; que violaba, además, el Concordato en su parte fundamental. Los católicos se aprestaron a ganar la batalla política, guiados por los obispos, a la que se lanzaron con gran decisión.

Pero Cánovas había situado en Gobernación al fervoroso liberal y más que desaprensivo electorero, Romero Robledo. Se salió el gobierno de la legalidad y se burló del dogma liberal de respetar la voluntad nacional. A los candidatos se les exigía con garantías eficaces la seguridad de que votarían el artículo 11 en cuestión. Los monstruosos atropellos con que fabricó el artífice de la restauración aquellas Cortes constituyentes es imposible relatarlos, pero alguna idea darán las siguientes frases de un discurso de don Alejandro Pidal y Mon que no tardó en declararse ferviente adorador de Cánovas, entusiasta defensor de dicha Constitución a título de "hipótesis", para llegar a ser primate de aquel partido conservador que consumó el inicuo atentado:

"Pero sucedió más: mientras la Gaceta aparecía todos los días en blanco respecto a esta cuestión, sucedía que periódicos que defendían la unidad católica y que atacaban a la revolución por sus hechos antireligiosos sufrían todos los rigores de la arbitrariedad y el despotismo".

"Yo podría leeros una porción de documentos preciosos, podría referiros historias que ilustraran el examen de las últimas elecciones bajo el punto de vista del artículo 11. Pero no os molestaré. Un sí lanzado por el señor presidente del Consejo (Cánovas) al Sr. Batanero, que le decía que en las actuales elecciones no se había tenido en cuenta el ser más o menos monárquico, ni siquiera más o menos dinástico, sino el que estuviera dispuesto a votar el artículo 1I, m0 releva d,e decir más sobre este asunte".

"Acudióse al derecho de petición, y aquí donde veíamos a los ayuntamientos representando contra los fueros, nos encontramos con que los ayuntamientos recibían órdenes del gobierno para no firmar exposiciones en favor !de la unidad religiosa. Pero no hacían falta para nada los ayuntamientos, porque en todas partes empezaron a brotar estas exposiciones; y entonces se presentaron nuevos obstáculos para que se firmaran. Los Prelados excitaron en los Boletines de sus diócesis a los párrocos, para que llamaran a sus feligreses al campo de una batalla legal en favor de la unidad católica; y ¿qué sucedió? Que cayó sobre los Boletin-c'$ la previa censura de los gobernadores. Aquí traigo las pruebas, que me reservo presentar si se me niega la veracidad de este as'erto. Básteos decir que circularon telegramas para impedir la recolección de firmas, que los agentes de policía se apoderaron por violencia de muchas exposiciones, y que algunas fueron entregadas a las llamas; aquí mismo tengo, y aprovecho la ocasión para presentar a la Mesa, una protesta del ilustrísimo Obispo de Teruel contra los atropellos de que ha sido objeto por parte de los agentes de este gobierno que quiere dejar integra la cuestión a las Cortes". "Porque era necesario traer resuelta la cuestión de la unidad religiosa; porque era n'ecesario imponernos a todos nosotros los intolerantes, a los que no queremos abandonar nuestra conciencia y nuestra historia, el estigma de la apostasía sobre nuestras honradas frentes".

Políticamente y con medios, reprobables, ciertamente, pero ciertamente políticos, triunfó otra vez el liberalismo, en contra de la abiertamente manifiesta voluntad nacional, consolidando un considerable avance que logró en virtud de la política revolución setembrina. * * * Avance de que se sirvió coa gran habilidad para seguir progresando en su propósito de sujetar a sU férula a la naciÓn! y al pueblo que les seguían rechazando.

Dice Silió, que fué miembro destacado del partido liberal-conservador, devoto de Cánovas y ministro con Maura, que

"el liberalismo se halla sometido a una ley física que exige la constante ascensión de los posos sociales" (Trayectoria y significación de España,. p. 90).

Y añade una observación evidente, que tiene gran valor en su pluma:

"Todo lo más que se logró de los liberales al ingresar en las filas monárquicas y disponerse a gobernar, fué la promesa de aplicar la Constitución del 76, interpretada con el espíritu de la del 69. Aplicar una ley constitucional con el espíritu de otra ley constitucional anterior y contraria, derogada y sustituída, vale tanto como anuntiar que la nueva Constitución vivirá más o menos tiempo en la Gaceta, pero queda amenazada de tergiversación y violaciones partidistas cuando gobiernen los liberales, y de presiones insistentes y alborotadás cuando gobierne el partido conservador".

Yerra Silió cuando juzga contrarias las dos Constituciones: distintas, sí, pero animadas por el mismo espíritu. Basta comparar los artículos de ambas que se refieren a las relaciones de la Iglesia y el Estado. Pero acierta cuando afirma que el liberalismo radical impondría su criterio interpretativo, como efectivamente ocurrió, arrastrando al mismo partido conservador. Así pudo escribir La Época el 18 de marzo de 1907, cuando ya Silió era diputado del partido liberal-conservador del que era aquélla el más autorizado de sus órganos en la prensa:

"Una situación de plena libertad política, como la presente, utando la vida civil es totalmente independiente de la vida religosa, cuando el Estado no tiene una religión más que formalmente (para ser exacto debió escribir formulariamente), puesto que respeta a todas las demás, amparando en las leyes el ejercicio de cualquier otra".

Maura, en aquellas Cortes, desde la presidencia del Consejo de Ministros, declaró que "el derecho público no es católico n'i protestante". En confirmación de la fuerza de arrastre que tenían en el sistema implantado por voluntad decidida de Cánovas como base fundamental de la restauración, conviene registrar algunos hechos ocurridos durante la regencia de doña María Cristina. El primero, la muerte de su esposo don Alfonso. La relata el conde de Romanones con palabras escalofriantes que hielan el alma y llenan de horror el corazón:

"En aquella noche del 24 se impuso a la Reina el martirio de asistir a la función del teatro Real a la misma hora en que, atacado por la disnea, se revolcaba convulso en el lecho su marido. Manos fieles, pero mercenarias, limpiaban el frío sudor de su frente, le incorporaban en los accesos de tos y le daban pócimas para proporcionarle momentáneo a1ivio, en tanto que Doña María Cristina permanecía en el palco regio y se esforzaba en que a su rostro no emergiera la expresión de su inmensa pena. Ella había intentado acudir a la cabecera del enfermo; Cánovas, inflexible, se opuso, gesto que la Regente no olvidó nunca. El miedo a la muerte, llevado a un grado inconcebible, dominaba a todos en Palacio; se creía estúpidamente que negar la existencia de la enfermedad equivalía a cerrar la puerta a aquella ante cuya presencia todas se abren. El Rey, con esposa, con madre, con hijas, con hermanas, moría en El Pardo como se muere en los hospitales, en soledad completa, y a tanto se llevó el secreto, que hasta de su próximo fin no tuvo conocimiento el que debía recoger su última confesión y que sólo llegó a tiempo para administrar los Santos Oleas. Así entregó su alma a Dios la Majestad muy Católica de España". (Doña María Cristina de Habsburgo Lorena; p. 58 y 59).

Por razón de Estado frustró Cánovas el heroico esfuerzo del pueblo español en pro de la unidad católica, el mayor de sus bienes; por razón de Estado al rey que St plegó a sus deseos le impuso la más terrible y desoladora de las muertes: sin que la confesión borrara sus culpas y la Eucaristía le reconfortara; sin que la esposa, las hijas, la madre, las hermanas le consolaran y le recomendaran dulcemente que había llegado el momento de arrepentirse y salvarse.

Regente era doña María Cristina cuando la masonería alcanzó el horrible triunfo de sentar en el banquillo de los acusados a la Iglesia Católica en la famosa causa de Castellón. Denunció la masonería como tal y en su representación su Gran Maestre, el desdichado Morayta, a un presbítero, el señor Balaguer, y un diácono, el señor Serrano y García Vao, por supuestos delitos de injuria y calumnia contra la masonería; se admitió la querella, se llegó al juicio oral en el que, representando a la secta, hablaron sus primates Morayta y Dualde. Cierto es que los acusados fueron absueltos, que sus defensores don Vicente Gascó y especialmente don Ramón Nocedal, tuvieron un gran triunfo convirtiéndose en acusadores y quedó la masonería convicta de los más abominables crímenes, pero el inaudito hecho de conseguir la masonería hacer comparecer como acusada a la Iglesia es un triunfo que quizás no se ha atrevido a intentar en ningún país.

Reinaba también la Regente cuando el alcalde de Castellón dió orden de que se quitaran de las fachadas de las casas las placas del Sagrado Corazón de Jesús; como en uso de su derecho se negaran sus dueños, ordenó a las brigadas municipales que cumplieran su orden y así se hizo rompiéndolas a martillazos, no sin resistencia de los católicos que fueron procesados en una causa famosa.

Público es y notorio -lo dice Romanones en su biografía de la Regente- que si Cánovas fué el hombre del reinado de Alfonso XII, Sagasta gozó del favor de doña María Cristina. Y no es menos sabido que Sagasta era masón, grado 33 Gran Maestre de la secta y como tal firmaba documentos que se lanzaban al público en la prensa y publicaciones masónicas. Así se daba el caso peregrino, que hacía notar don Ramón Nocedal en un discurso comentando un artículo de L'Osservatore Romano, que las reclamaciones que al trono presentaban los Obispos, representando contra las conculcaciones de los derechos de la Iglesia, la Reina Católica de la católica España las entregaba, para que fueran contestadas en su nombre al H. Paz, grado 33 de la masonería.

La resistencia política del pueblo español al liberalismo se manifiesta en la guerra de la Independencia, en las de los apostólicos, en las carlistas y en la Cruzada. Patente está en la siguiente consideración: Desde la muerte de Fernando VII hasta la iniciación de la Cruzada el liberalismo ha dado a España dos monarquías, con dos dinastías distintas, una de ellas en dos etapas; y dos repúblicas con formas diferentes: unitaria, federal, socializante, aburguesada, comunistoide... sin que haya logrado estabilidad alguna. Ha consumido trece jefes de Estado, de los que sólo dos han llegado al término 'legal de su mandato. Se ha dado el caso de que cuando Cánovas coronó a Alfonso XII, vivían ocho jefes del Estado español destituídos: Cristina, Espartero, Isabel, Amadeo, Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar.

* * *

Se ha recordado lo que antecede porque es necesario persuadirse de que el liberalismo se ha impuesto en España en virtud de una bien urdida trama de hechos políticos, consecuencia de sus perversas ideas políticas, que se han traducido en otros hechos políticos que han trascwdido en daño enorme de la nación y en favor del tiráloica despotismo liberal que ha ido imponiendo un orden social inspirado en su espíritu a la nación y al pueblo mejor preparados para rechazarlo y que más esfuerzos han hecho para ello.

La política no es el supremo de los valores ante el que hayan de rendirse los demás; antes bien ella ha de subordinarse al bien común del pueblo; y éste y aquélla a la salvación de las almas. Pero es un valor de gran precio no sólo en el orden temporal sino en relación con el supremo fin que el hombre ha de conseguir. Porque según sea la política imperante en un país se allana el camino de conseguirlo o se hace tan difícil que los actos más específicamente espirituales, totalmente apolíticos, y más necesarios: confesión, comunión, misa; los más sencillos: llevar un escapulario, una medalla, exigen un temple de alma propio del más elevado heroísmo, como han visto quienes vivieron durante la Cruzada en zona roja.

Por eso es equivocado el criterio de que tanto se ha beneficiado el liberalismo, demasiado extendido entre ciertos elementos católicos de mirar con odio a la política y con despego sino con aborrecimiento a los beneméritos católicos que con enormes sacrificios morales y materiales dedican sus fuerzas a una acción política radicalmente antiliberal. Balmes en el prólogo de la colección de sus trabajos que tituló "Escritos políticos", combate esta opinión que tanto daño ha hecho a la religión y la patria.

"No quiero pensar en política" escribe; así hablan algunos; pero la dificultad está en que los sucesos os forzarán a ello; si el edificio arde, no vale el permanecer tranquilo en un departamento imitando al literato a quien avisaron de que había fuego en la casa y respondió muy sereno: "Decídselo a mi mujer, ella es la que cuida de !los asuntos caseros". (O. C.; T. XXIII; p. 20).

No fué ésta la actitud del sabio filósofo de Vich. Quienes conocen su vida saben que fué la de un perfecto sacerdote, empapado, poseído de espíritu sacerdotal, ansioso, de intensificar la fe cristiana en las almas y de preservarlas de los peligros que las amenazan. Ahondando su mente soberana en el tremendo peligro de la revolución liberal, que empezaba a triunfar, y de los medios más eficaces para combatirla hasta exterminarla, se persuadió de la necesidad de acudir al terreno político que había escogido por palenque; a él acudió con la ciencia y la tenacidad que le caracterizaban y de lleno se entregó a la política consumiendo en el empeño gran parte de su vida. Sin perder de vista la subordinación de la política a los fines sobrenatural y temporal del hombre, precisamente porque es aquélla el instrumento adecuado para conseguir el último y condición que influye considerablemente en no desviarse del camino que al primero nos conduce, políticamente se ha de combatir el liberalismo estorbando hasta hacerlos imposibles sus planes políticos, procurando restablecer en su integridad la política católica. Para ello hay que adherirse y secundar con todas las fuerzas la acción política de quienes orgánicamente combaten sin titubeos el liberalismo con programa y plan de acción manifiestamente antiliberales. Entendida así la política es un deber de caridad. Lo dijo Pío XI en su carta de 4 de febrero de 1931 al Episcopado argentino:

"...los católicos están obligados por la ley de la caridad social a procurar con todos sus esfuerzos que toda la vida de la República esté regulada por principios cristianos". (Párr. 4).

Sardá y Salvany escribió:

"En este concepto es Religión o parte de ella la política, como lo es el arte de regir un monasterio o la ley que preside la vida conyugal, o el deber mutuo de los padres y los hijos, y por lo mismo sería absurdo decir: Nada quiero con la política, porque todo lo quiero por la Religión, ya que precisamente la política es una parte muy importante de la Religión, porque es o debe ser sencillamente una aplicación en grande escala de los principios y de las reglas que dicta para las cosas humanas la Religión, que en su inmensa esfera las abarca todas".

"La salvación de nuestra España del peligro enorme del liberalismo sería un error fiarla solo a medios y fines políticos; únicamente la acción sobrenatural de la Iglesia puede curar los males que la herejía nos ha causado y prevenir los que nos amenaza en el porvenir. Pero la acción de la Iglesia, siempre intensa y sumamente beneficiosa, será tanto más eficaz cuanto mayor sea la libertad con que se desenvuelva; de aquí el empeño de todos los liberales en arruinarla y encadenarla mediante el poder que la política pone en sus manos. Por eso los católicos hemos de poner grandísimo empeño en romper las cadenas con que la política ata las manos de la Iglesia de Cristo, y afanarnos hasta conseguir que en la vida social española recobre la autoridad que tuvo y se le debe por el supremo fin que persigue y por los grandísimos bienes y extraordinarios servicios que ha rendido a España y a los españoles".

Luis Ortiz y Estrada.