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La doctrina social católica

Francisco Canals Vidal 

En nuestros días son bastantes los católicos que obran y hablan como si no existiera una «doctrina social católica»; e incluso, con frecuencia, se niega su existencia. nuestra reunión es ya ella misma expresión de la convicción que, gracias a dios, compartimos todos, y que en sí misma habría de pertenecer como patrimonio común a todos los hijos de la iglesia, de que tal doctrina existe de hecho, y que el hecho de su existencia se relaciona esencialmente con el carácter y misión de la potestad de magisterio de la Iglesia Católica.

Formulemos enseguida algunas precisiones sobre el concepto de doctrina social católica, en el sentido en que nos hemos ocupado de ella en este congreso. no damos este nombre de modo primero y propio a cualquier doctrina sociológica o filosófico-social que sea en sí misma verdadera y conforme con la verdad católica. al referimos a la doctrina social católica hablamos propiamente y en primer lugar de una doctrina enseñada por el magisterio de la iglesia, cuyo contenido es la vida social en su más amplio sentido, es decir, la vida política, económica, cultural, educativa, familiar e incluso, naturalmente, la vida internacional.

Ha sido indudablemente una característica del magisterio eclesiástico del presente y del pasado siglo, sobre todo del ejercido desde la cátedra apostólica, el haberse ocupado con reiterada insistencia, ya combatiendo enores, ya precisando positivamente los principios orientadores de la vida social, de todos estos temas referidos en diversas dimensiones a la vida colectiva e histórica de la humanidad. de aquí que, para definir adecuadamente el sentido y la validez, es decir, la obligatoriedad práctica de la doctrina católica en todos estos campos, conviene preguntarnos en qué sentido y por qué título pertenece a la misión de la Iglesia el proponerlos a los hombres como algo exigido por la vida orientada por el Evangelio de Cristo.

«Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra; así, pues, id y enseñad a todas las naciones, enseñándoles a guardar -esto es, a poner en práctica- todo lo que yo os he mandado. Y estad ciertos que yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos». «Quien a vosotros oye, a mí me oye».

La promesa de permanencia a lo largo de los siglos hasta la consumación, nos hace patente que los sucesores de los Apóstoles, con el sucesor de Pedro a la cabeza, son los destinatarios de la promesa del Señor, y que el precepto de oírles como a Cristo a ellos se refiere a lo largo de las generaciones.

A la luz de las palabras evangélicas, y orientados por la propia enseñanza del magisterio de la Iglesia, podríamos advertir ahora cómo «lo enseñado» en virtud de su misión divina tiene en sí mismo la doble dimensión sin la que no podría cumplirse el designio de salvación para el que ha sido instituido aquel Magisterio: la dimensión de verdad «especulativa», de verdad que ha de ser profesada y afirmada y en sí misma reconocida, y la dimensión «práctica», de enseñanza, desde la autoridad de Dios, de cómo se deben guardar todas las cosas que Cristo ha mandado.

Es conveniente precisar que esta doble dimensión no coincide con los dos campos que inmediatamente deberemos distinguir en los contenidos del Magisterio, es decir, entre lo que pertenece como núcleo primario y esencial al misterio revelado, y el orden de las verdades con él conexas como presupuestos, o conclusiones especulativas o prácticas de las verdades de la revelada.

Porque la misma reveiación, que la Iglesia anuncia y propone para ser creída con fe teologal, contiene ya en sí misma las supremas verdades a contemplar y a afirmar por el cristiano en su profesión de fe, y las normas también divinamente reveladas y promulgadas que son ley divina de la vida cristiana.

El Magisterio de la Iglesia se ejerce con autoridad divina y anuncia lo que Dios ha revelado -y según definió el Concilio Vaticano I se ejerce infaliblemente por elRromano Pontífice en el ámbito de la fe y de las costumbres, de fide vel moribus.

Pero en uno y otro ámbitos, en lo referente al misterio a creer y en lo referente a la vida del cristiano conforme a las normas divinas, la Iglesia enseña con autoridad propia, querida e instituida por Dios, no sólo lo contenido en la palabra de Dios escrita o transmitida en la Tradición, o que pertenece al núcleo del mensaje, que se propone como verdad. salvífica, para ser creído en la fe divina, por el acto de la virtud teologal de la fe, sino también un conjunto de verdades, especulativas y prácticas, que tienen necesaria conexión con las reveladas.

Este conjunto de verdades, conexas con las que pertenecen a la fe católica, no se distinguen de los misterios de la fe ni por tener carácter «práctico», como si las de la fe sólo fuesen verdades especulativas, ni tampoco porque en ellas el magisterio no se ejerza por modo infalible.

Por el contrario, la doctrina verdadera acerca de la misión del Magisterio y de su infalibilidad, ha de reconocer que el Magisterio de la Iglesia puede ejercitarse también de modo infalible y definitivo en el ámbito de estas verdades conexas. Es doctrina común de una teología correcta, prescindiendo de las contemporáneas confusiones y equívocos, esta posibilidad de ejercicio infalible del magisterio eclesiástico en el ámbito de verdades conexas con la revelación, en un cuádrupe campo: en las verdades filosóficas que se presuponen como «preámbulos de la fe» a los artículos que han de ser creídos con fe divina; en los juicios singulares sobre «hechos dogmáticos»; en la canonización de los santos y en el de la declaración de lo que pertenece a la ley y al derecho natural.

Quienes no reconozcan la posibilidad de definir dogmáticamente las llamadas «conclusiones teológicas», es decir, lo que no se contiene en la palabra revelada explícita o implícitamente, sino sólo «virtualmente» y por medio del raciocinio teológico, han de incluir además en aquel cuádruple elenco, el de estas «conclusioies teológicas», ya que sobre ellas "puede la Iglesia juzgar infaliblemente». Otros teólogos han afirmado, incluso, que el Magisterio infalible al definir en este campo lo hace ya como proponiendo lo contenido en la revelación misma, aunque sólo estuviese allí virtualmente, y que por lo mismo lo así definido es verdad dogmática que pertenece al núcleo esencial y a la misión primaria del Magisterio y ha de ser creído con fe teologal como misterio de fe divina y católica. Personalmente me inclino por esta tesis que formuló el P. Marín-Sola; porque "no podía ponerse en el ámbito de las verdades conexas la definición del Concilio de Florencia referente al misterio trinitaria, según el cual, en Dios «todo es uno, donde no obsta la oposición de relación» que, por otra parte, parece que hay que reconocer como sólo virtualmente contenido en la palabra revelada, y alcanzado como conclusión teológica por la vía de la especulación trinitaria de los Santos Padres, especialmente de san Agustín .

En todo caso, recordemos esta doble afirmación: la Iglesia por mandato de Cristo anuncia lo que hay que creer y lo que hay que obrar. Por mandato de Cristo propone la verdad salvífica y también todas aquellas verdades, universales o singulares, teóricas o prácticas, sin cuyo reconocimiento y sin cuyo cumplimiento no se puede realizar adecuadamente ni el acto de fe ni la vida conforme a la misma.

Las precisiones hasta aquí formuladas nos permiten definir con mayor precisión lo que entendemos por «doctrina social católica». Hay verdades de fe divina y católica referidas a la vida social: tales, por ejemplo, lo que se contiene en la escritura acerca del origen divino del poder. Pero cuando hablamos de «doctrina social católica», utilizamos esta terminología para significar con ella todo el conjunto de lo que la Iglesia enseña en el ejercicio de su potestad de Magisterio, en el campo de las verdades conexas con lo revelado, en lo referente a todas las dimensiones de la vida social humana; y así como en el ámbito de lo revelado, de lo que la iglesia propone para ser creído con fe teologal, no sólo hay verdades especulativas sino también prácticas, también en este campo de la «doctrina social católica» se proponen por la Iglesia verdades acerca de la naturaleza de las cosas sociales, aunque es importante notar que esta doctrina social tiene en la mayor parte de su contenido y desarrollo el carácter de una enunciación práctica.

Convendrá aclarar aquí también algunos conceptos, que están muy claros en la teología tradicional, e incluso en el patrimonio filosófico permanentemente válido y específicamente en Aristóteles, y que suelen quedar confusos en nuestros días. Se piensa, a veces, que, porque las acciones humanas son siempre singulares, sólo tienen carácter de «verdad práctica» las decisiones y elecciones particulares realizadas en. Un concreto aquí y ahora. Pero hay que recordar que toda ley, que tiene, como tal, carácter universal, es una enunciación práctica, imperativa, promulgada para ser realizada en la acción. No sólo el «último juicio práctico», el inmediatamente conexo con la elección singular, sino todo principio imperativo de orden natural o revelado, puesto por el legislador humano, es también un enunciado práctico. Y no sólo la ley, sino la enunciación a modo de orientación o de exhortación para su cumplimiento, todo cuanto se dice para dar norma y sentido a las elecciones y juicios prácticos singulares pertenece ya al entendimiento práctico.

Distingamos también aquí entre lo que sería un conocimiento o consideración racional especulativa acerca del orden de lo práctico; lo que llamaban los escolásticos lo «especulativamente práctico», de lo que es ya orientado a la acción, aunque sea como norma universal de la misma. Una «filosofía moral», una «filosofía del derecho» pertenecen al orden del conocimiento especulativo, y difieren no sólo de las elecciones singulares, o de los actos jurídicos concretos, sino de las enunciaciones morales «prácticamente-prácticas» de la «teología moral», o de las enseñanzas de un conocimiento práctico del derecho.

Decimos esto para poner en claro que la doctrina social católica es, en su máxima parte, de carácter prácticamente práctico, aunque por lo mismo los documentos que la desarrollan enuncian también verdades de carácter teórico sobre la naturaleza de las sociedades, de las actividades y de las relaciones humanas de que se ocupan. Este carácter «prácticamente práctico», normativo, orientador de la vida social para que en ella se cumpla todo lo que Cristo ha mandado, no implica que no corresponda en cada caso a los sujetos singulares la elección singular prudente que habrá de tener en cuenta, como todo juicio regulado por la virtud del entendimiento práctico que es la prudencia, todas las circunstancias particulares. El juicio de la prudencia, en su dimensión racional deliberativa, tiene por principio primero la norma universal -prácticamente práctica en cuanto a norma- y como conclusión aquel último juicio conexo con la decisión de voluntad que es la «elección».

Un documento pontificio sobre el matrimonio podrá ser orientador y, en sí mismo deberá serlo para la vida de los fieles, pero sería contra la naturaleza de las cosas tanto lamentar que de él no pueda nadie concluir una indicación concreta para la elección de aquella con la que quiere establecer el vínculo conyugal, como deducir de este hecho, que responde también a la naturaleza de las cosas, que la doctrina católica carece de contenido prácticamente orientador para la vida del cristiano. Sirva este ejemplo como referencia de algo que se puede proporcionalmente aplicar a todos los contenidos y dimensiones de la enseñanza social del magisterio de la Iglesia.

Aunque la doctrina social católica se contiene por lo general en lo normativo universal, en los principios que deben ser aplicados en lo particular por la prudencia, específicamente por la prudencia del laico cristiano, no cabría negar el derecho de la iglesia a enunciar también juicios en el orden de las realidades sociales históricas en un aquí y ahora concretos. El Papa Pío XII notaba que, puesto que Dios no es nunca neutral ante los acontecimientos humanos ni ante el curso de la historia, tampoco puede serlo la Iglesia; la Iglesia misma juzga si debe o no emitir en lo particular alguna valoración u orientación concreta, e incluso afirmaba aquel gran pontífice que, «cuando la Iglesia habla, cuando juzga los problemas del día, lo hace con la clara conciencia de anticipar, por la virtud del Altísimo, el juicio que Dios mismo, al fin de los tiempos, confirmará y sancionará» es una reafirmación por la enseñanza del Papa de aquello del Evangelio: «lo que atareis en la tierra será atado en el cielo, y lo desatareis en la tierra será desatado en el cielo».

Cuando san Ignacio da sus reglas para «el sentido verdadero que en la iglesia debemos tener», da por supuesta la fe, en cuanto virtud teologal por la que creemos el contenido revelado, lo que llaman los teólogos el objeto primario del Magisterio. Al recordar que, «depuesto todo juicio debemos tener ánimo aparejado y pronto para en todo obedecer a la verdadera esposa de cristo nuestro señor, que es la nuestra santa iglesia jerárquica», no está tratando de los artículos de la fe sino, precisamente, de la aceptación obediente de las normas, orientaciones y juicios dados por la Iglesia para regir nuestra vida. Se advierte claramente esto por el contenido de otra de aquellas reglas, en la que leemos: «debemos siempre tener para en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina, creyendo que entre Cristo nuestro Señor, Esposo y la Iglesia, su esposa, es el mismo espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras almas, porque por el mismo Espíritu y Señor nuestro que dio los diez mandamientos, es regida y gobernada nuestra santa Madre Iglesia».

Es indudable que san Ignacio, al aludir a la experiencia humana «lo blanco que yo veo» y contraponerle le necesidad de «creer» que algo es como lo determina la Iglesia jerárquica, no se refiere a los misterios trascendentes y sobrenaturales que están más allá de nuestra razón y de nuestra sensibilidad, sino que alude en esta regla a aquello que es contenido del régimen y el gobierno, para la salud de nuestras almas, de nuestros comportamientos para que seamos así dóciles al mismo Espíritu y Señor que dio los diez mandamientos. Piensa, pues, san Ignacio en aquello que la Iglesia jerárquica determina en orden a la aplicación de los preceptos divinos, cumpliendo la Iglesia jerárquica aquella misión de enseñar a los hombres a poner en práctica todo lo que Cristo ha mandado.

Insisto en que esta enseñanza prácticamente práctica se mantiene por lo general en las normas universales, pero que no puede el cristiano, alegando su propia responsabilidad y prudencia, negar a la autoridad de la Iglesia el derecho a «determinar» en lo singular, juzgando los problemas del día, lo que sea conducente para el bien de la sociedad cristiana.
Precisamente a estas determinaciones se refiere san Ignacio en la citada regla no dudó que a los polacos católicos les podía parecer la realidad de su patria sometida, tras los inicuos repartos, a los imperios ruso, prusiano y austriaco, y del derecho a sus reivindicaciones nacionales, de manera distinta a como la juzgaron los Papas. Gregorio XVI, en una encíclica a los obispos polacos, de 9 de junio de 1832, desautorizó claramente 1a insurrección nacionalista contra Rusia -que apoyó con entusiasmo, por el contrario, el movimiento católico liberal de Lamennais- y León XIII, en 19 de marzo de 1894, adoptaba una clara actitud por la que aconsejaba a los polacos nuevamente la sumisión al imperio de los zares, al del Káiser alemán y al Emperador de Austria. Tal vez, a nosotros, ahora, se nos hace más fácil comprender que el liberalismo nacionalista de los polacos fue, a lo largo de muchas décadas, uno de los impulsos que harían posible, finalmente, con el hundimiento de los zares, el triunfo de la revolución bolchevique.

Todo lo hasta aquí dicho se refiere a la necesidad de dejar claramente afirmada la misión de la iglesia, que no podía quedar reducida al solo anuncio de las verdades reveladas sobre la fe y las costumbres, sino que, por la misma naturaleza del orden establecido por Dios, ha de ser competente en este campo «secundario» del Magisterio, es decir, en todo el orden de verdades especulativas y prácticas que es necesario proponer a los hombres para la eficaz custodia de las propias verdades reveladas y para su cumplimiento efectivo por los hombres.

Conviene afirmar con claridad también que todo lo que pertenece a este objeto secundario del Magisterio, en el que se da siempre autoridad legítima y en el que cabe también ejercicio de la infalibilidad en algunos casos -como son las normas prácticas universales y los juicios singulares que se conexionan necesariamente con la defensa de la fe y la puesta en práctica de los preceptos divinos, como ocurre con los hechos dogmáticos o la santidad de los bienaventurados declarada en la canonización, se subordina al objeto primario, al contenido revelado y salvífico, y tiene toda su razón de ser en el eficaz conocimiento, defensa y cumplimiento del mensaje divinamente revelado, que es la razón de ser esencial del Magisterio jerárquico.

Esto nos lleva a considerar ahora la doctrina social católica en una nueva perspectiva, la que deriva precisamente de su comparación con el contenido mismo de la fe teologal.

Es evidente que la convicción absoluta de la certeza especulativa y práctica de la doctrina social católica, de la competencia de la Iglesia jerárquica para proponerla y del deber de los fieles católicos de asentir a ella y ponerla en práctica, no podría llevarnos a esperar que se incluyeran en un «símbolo de la fe» o en una profesión propuesta a quienes van a ser bautizados, confirmados u ordenados, afirmaciones sobre «el principio de subsidiariedad» y la necesidad del respeto a los «cuerpos intermedios», o formulaciones sobre la relación entre el derecho de propiedad privada, la función social de la misma, los límites de la intervención del estado en la vida económico-social, o el derecho de la familia y de la Iglesia a tener iniciativa y libertad en el ámbito de la creación y dirección de escuelas, o de intervención en los medios de comunicación social.

Sobre todo esto hay una doctrina social que es «doctrina católica», pero que no es, evidentemente, «misterio de fe». todo este conjunto de verdades conexas, así las relativas a presupuestos filosóficos como las que expresan principios prácticos sin cuya observancia se desintegraría la vida cristiana en la sociedad, son de suma importancia para vivir guardando los mandamientos de Cristo, pero en ellos y en los misterios que nos anuncia nuestra redención por Cristo y nuestra santificación por el espíritu santo que nos ha sido dado, y por el que se ha derramado la caridad en nuestros corazones, está la razón de ser de todo aquello la fe que es necesaria para nuestra justificación como su primera raíz y fundamento, la profesión de la fe que es necesaria para nuestra salvación, tiene por objeto a Dios mismo que nos ha enviado a su Hijo para nuestra salvación, sólo en cuyo nombre podemos ser salvados.

Quien se dedicase con demasiada exclusividad al estudio de la doctrina social católica, pero prácticamente descuidase la meditación y contemplación del misterio de Cristo, correría el peligro de interpretar el «catolicismo» como una ideología, y la Iglesia católica sólo como una institución social humana y visible. Su opción por lo que la Iglesia ha enseñado en el ámbito de lo «social», es decir, internacional, político, económico, cultural, educativo, perdería tal vez su vital conexión con la «obediencia a la fe». Pero en esta obediencia al Evangelio de que habla el Apóstol está toda la razón de ser de la seriedad e importancia práctica capital de la doctrina católica.

Por lo mismo está también en la luz de Cristo la posibilidad de captación, en su verdadero sentido, de las enseñanzas sociales de la iglesia. No me parece injusto reconocer que hemos podido vivir la amarga experiencia de núcleos y grupos para los cuales la insistencia en lo que se vino en llamar, extrañamente, «catolicismo social», ha venido a ser caldo de cultivo de la pérdida de sentido cristiano, lo que les ha conducido a las inmanentizaciones y limitaciones de horizonte e inversiones de sentido que les hace asumir el contradictorio título de «cristianos para el socialismo». Muchos de los católicos liberales del siglo pasado y sus herederos en los movimientos demócrata-cristianos fueron, y son en el fondo, «cristianos para el 1iberalismo», «cristianos para la democracia» y, en algunos pueblos, «cristianos para el nacionalismo».
Nos conviene a nosotros también examinarnos, no viniéramos a ser como quienes «en lo que condenas a los otros a ti mismo te condenas». Porque si es profundamente deformador de la propia fe teologal el orientar la vida como a fin último a finalidades contrarias al mismo orden natural, también sería deformador subordinar la fe al servicio del orden natural, cuya custodia es, desde luego, obligatoria. No se puede asentir correctamente ni poner en práctica debidamente la doctrina social católica sin entenderla y vivirla en la autenticidad de la fe en Cristo y en su gracia, y en la vida sobrenatural del amor a Dios sobre todas las cosas, con toda nuestra mente y con todas nuestras fuerzas.

Esto me lleva a formular ahora dos puntos de reflexión que personalmente considero importantes para la orientación de nuestra tarea. Me refiero, en primer lugar, al importantísimo aspecto de la propia doctrina social católica, por la que ésta tiene su primer principio y su último fin, cobra su coherencia y sentido profundo, y se hace prácticamente orientadora de nuestra vida, en la contemplación y afirmación de Cristo como Rey universal, al modo como nos invita san Ignacio en sus ejercicios a contemplarlo.
Mi maestro Ramón Orlandis escribió que la idea de Cristo Rey es el núcleo y la fuerza de todo el cuerpo de doctrina religioso-político-social propuesto al mundo contemporáneo por el Magisterio de la Iglesia. Al iniciar su pontificado, Pío XII aludía a la consagración universal al Sagrado Corazón realizada por León XIII cuarenta años antes, exhortaba a centrar en el culto al Sagrado Corazón de Cristo Rey toda la vida de la Iglesia, y presentaba este culto al Rey de reyes y Señor de los que dominan como el alfa y la omega de su Pontificado.

Todo el movimiento en el que está inserto el congreso que estamos celebrando ha de reconocerse originado en el mismo impulso y actitud que llevó a Jean Ousset a la publicación de su libro Pour qu'il régne. Actuando siempre en nosotros la devoción a Cristo Rey y el anhelo y la esperanza del reinado de su Corazón Sagrado nos mantendremos siempre en la actitud adecuada para una comprensión y enfoque verdadero y fecundo de la doctrina social católica.

El otro punto al que considero oportuno llevar la atención es el referente al lugar, por decirlo así, que corresponde, en la vida del pueblo de Dios, que es la Iglesia, al estudio y al conocimiento más desarrollado y cultivado de las enseñanzas de la Iglesia en estas materias.

Me tomo la libertad de ejemplificar, también de manera muy concreta, para acertar a expresar más eficazmente una verdad capital que formula santo Tomás de Aquino. Todos conocemos, y yo personalmente tengo la fortuna de conocer, mujeres que no han leído nunca, que no es de esperar que lleguen a hacerlo tampoco en el futuro, la espléndida Encíclica Casti connubii, de Pío XI, pero que son ejemplares esposas y madres de familia. Reconocer esto no podría llevarnos ni a despreciar el documento pontificio, ni a pensar que no es muy fructífero para el bien de la comunidad cristiana y concretamente para el bien de las familias, el que haya, individual y colectivamente, quien se dedique con asiduidad y perseverancia al estudio de los documentos del magisterio pontificio.

Todas las verdades que desarrollan la enseñanza católica parten, como de su principio, de algo que pertenece ya al depósito de la fe, al objeto primario del Magisterio, y que se propone o debe proponerse a todo fiel ya desde la primera catequesis. Para seguir moviéndose en el ejemplo puesto, recuerdo que la inclusión del Matrimonio en la enumeración de los siete sacramentos instituidos por Jesucristo, es el germen de que parte y el fin a que tiende, todo lo que la Iglesia enseña o legisla sobre el matrimonio cristiano.

Si pensamos ahora universalmente lo que se ha sugerido en este ejemplo nos daremos cuenta de que un conocimiento sistematizado, detallado y conceptualmente fundamentado, de todo aquello que la Iglesia tiene derecho y misión de proponer para custodia y puesta en práctica de lo que a la fe cristiana pertenece, es decir, un conocimiento explícito de las verdades conexas con la fe, no lo tienen por lo común la multitud de los fieles cristianos, sino que es algo a lo que sólo una minoría se dedica y consagra.

En definitiva, ninguna verdad «conexa» podría ser considerada entre aquellas que afirmamos ser «de necesidad de medio para la salvación». Aunque sean necesarias para que en cada caso, según las responsabilidades y circunstancias de cada uno, pueda el cristiano cumplir seriamente los divinos preceptos y profesar debidamente aquellas verdades salvíficas.

De aquí que haya que reconocer que es bien de la Iglesia, el de aquí que haya que reconocer que es bien de la Iglesia el que surjan entre los católicos, y específicamente entre los laicos, quienes se sientan llamados al estudio y al cultivo de la doctrina social católica. Pero que a la vez ha de reconocer que se trata de una tarea que puede no ser exigible, ni deba esperarse de la universalidad de los hijos de la Iglesia.

Pues bien, he aquí la verdad capital que formula santo Tomás al plantearse la comparación en dignidad y perfección, entre la gracia santificante, la gracia habitual que nos es infundida primeramente en el bautismo y que está destinada universalmente a todos los cristianos, y los «carismas» o gracias dados para el bien de la comunidad o algunos, tales como profecía, el don de obrar milagros, o la palabra de ciencia y de sabiduría en la que brillan los doctores de la iglesia.
Parece, comienza por objetarse a sí mismo santo Tomás, que lo más común y universal es menos digno y noble, menos perfecto que lo particular y singular. Así, en la naturaleza abunda lo inerte sobre lo viviente en cuanto al número y a la cantidad, pero la vida es más perfecta. En la vida animal son más los irracionales que los racionales, pero el hombre es lo más perfecto en la naturaleza de las cosas visibles. Parece, pues, que también en el orden de la gracia es más perfecto y noble lo que está destinado a ser participado por pocos, y menos digno aquello a que todos están llamados y que a todos se comunica al incorporarse por el bautismo a la Iglesia.
La respuesta de santo Tomás es clara y decisiva. «Donde lo menos común se ordena, como a su fin, a lo más común, lo más común es lo más perfecto». Todos los carismas, y los ministerios y potestades y los «estados de perfección» constituidos para la práctica de los consejos evangélicos, se ordenan como a su fin a la vida de la gracia santificante. Santo Tomás, en conexión con esto, afirma que la perfección cristiana no consiste sino en el cumplimiento perfecto de los preceptos.

Como afirmó Teresa de Calcuta, la santidad no puede ser entendida como un privilegio ni como un elitismo, sino como la obediencia a la vocación universal de todo cristiano.

Si todo carisma, todo estado de perfección, incluso toda potestad y ministerio, han de estar al servicio de la difusión de la gracia santificante, por la que gozamos de la adopción de hijos de Dios, también toda tarea de estudio y de difusión de la doctrina social católica ha de servir a la mejor y más fiel práctica de la ley divina, resumida en el doble precepto del amor.

Como toda teología ha de servir a la fe, y el ejercicio de toda potestad a la vida cristiana, y todo carisma -que de suyo no garantiza la salvación eterna- ha de servir a la gracia santificante, así también el estudio y la tarea de difusión de la doctrina social católica ha de considerarse «instrumental» para que, por nosotros mismos y por aquellos a quienes nos sea dado ayudar en esto, vivamos más plenamente en «obediencia a la fe», urgidos por la caridad de Cristo al servido del Reinado del amor de su Corazón y en esperanza del advenimiento de su Reinado.