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Cataluña en la España tradicional

Por Francisco Canals Vidal
Catedrático de la Universidad de Barcelona

La Vanguardia
Barcelona, domingo 26 de junio de 1983  
número 36.455
página 9

La Cataluña del siglo XVII debería, al parecer, estar muy presente en la memoria histórica del pueblo catalán. A ella se refieren símbolos como Els segadors, que evoca el alzamiento de 1640, el 11 de septiembre, recuerdo del fin heroico de la guerra antiborbónica de 1705-1714, y también el Cant dels ocells, que sugiere con su melodía el canto con que los barceloneses celebraban la llegada de su rey, el pretendiente austríaco, y expresaban su deseo de ver fuera de España a los franceses.

Pero Els segadors se canta dejando en el olvido la letra del canto popular de entonces. El Cant dels ocells es para casi todos una melodía sin letra como no sea la del villancico navideño. En cuanto al 11 de septiembre de 1714 y a sus hombres, primero románticamente mitificados, quedaron después silenciados y ocultos.

Algo misterioso habrá en aquella combativa Cataluña, para que el mismo Prat de la Riba, en tiempos de entusiasmo y euforia, aconsejase honrar, pero no imitar «a los hombres que presidieron la decadencia de Cataluña». El historiador Vicens Vives, para quien el catalanismo ha sido el reencuentro con Europa después de cuatro siglos de ausencia, interpretó la Nueva Planta como la supresión de un anquilosado sistema de fueros y privilegios, con lo que los catalanes, liberados de las trabas de un mecanismo legislativo inactual, se vieron obligados a mirar hacia el porvenir. Parece que desde esta perspectiva habría que conmemorar el 11 de septiembre, pero como un homenaje a los ejércitos vencedores.

Creo que habría que volver siempre la atención a aquella Cataluña del siglo XVII, momentáneamente derrotada en 1714. Recientemente ha sonado el nombre de Narciso Feliu de la Peña, que en 1683 en el Fénix de Cataluña, dedicado al rey Carlos II, exponía un proyecto de fomento de la industria y el comercio en el Principado. En 1709 publicó también en Barcelona los tres tomos de sus Anales de Cataluña, destruida por mano del verdugo después de la victoria de Felipe V.

Los tres tomos de los Anales están dedicados respectivamente «a Jesús Nuestro Señor crucificado», «al rey nuestro señor» –el archiduque Carlos, naturalmente, nombrado como Carlos III– y a la Patria, esto es, a Cataluña. En sus páginas hallamos narrado como el más importante acontecimiento de 1683 la publicación del Jubileo promulgado por el papa Inocencio XI «para suplicar al Señor defendiese a su pueblo afligido de sus enemigos en el asedio de Viena»; «Dios Señor de los ejércitos dio la victoria a los suyos el día 12 de septiembre» es la célebre victoria del rey polaco Sobieski, y el historiador refiere enseguida las procesiones, y luminarias con que durante tres días celebró Barcelona la liberación de Viena del asalto otomano.

Algunos años después, un grupo de catalanes, «la mayor parte gente humilde, siendo de diferentes oficios mecánicos, pero generosos en la intención y fervorosos en los intereses de nuestra sagrada religión», luchaban por la reconquista de Budapest en 1686, «sacrificando los más gloriosamente su vida en defensa y testimonio de la constancia de la fe catalana». El historiador incluye la lista de los catalanes que sirvieron al emperador Leopoldo en aquellos años en Hungría, y añade otros catálogos referentes a las guerras de los tiempos del emperador Carlos, en 1531, y de los que habían combatido también en Hungría en los tiempos del rey Fernando.

La lectura de Feliu de la Peña nos pone en contacto con una Cataluña que vive en las concepciones de la cristiandad, y de la que puede decirse que está alejada de las ideas de la política europea secularizada y regida por el sistema de equilibrio de poder. Luis XIV en efecto prestó su apoyo al imperio otomano en aquella guerra, predicada como «cruzada» por «el santo Pontífice Inocencio XI».

El siglo XVII ha sido calificado con frecuencia como época de muerte cultural para Cataluña por pensadores catalanistas. Pero cuando Torras y Bages fue recibido en la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona, en 1898, escogió como tema de su discurso de recepción, en el que habló por primera vez en lengua catalana en aquella Corporación barcelonesa, a una figura representativa de la Cataluña del siglo XVII: Fray Juan Romás de Rocabertí (1620-1699), de la familia de los vizcondes de Rocabertí y los condes de Perelada, que fue general de la orden dominicana y después arzobispo de Valencia. Adversario de las doctrinas galicanas proclamadas por la asamblea del clero francés en 1682, publicó en latín su obra en tres volúmenes De la autoridad del Romano Pontífice (Valencia 1692-1694) y la Bibliotheca Máxima Pontificia (Roma 1697-1699), que consiste en una vasta enciclopedia de 21 volúmenes. Su tratado sobre la autoridad pontificia fue prohibido por el Parlamento de París en 1695, y contra las obras de Rocabertí escribió Bossuet con el título de Gallia orthodoxa su redacción definitiva de la Defensa de la Declaración del clero galicano.

Bossuet vio en Rocabertí al menos moderado y más extremoso de sus adversarios. Rocabertí califica de herética la negación de la infalibilidad del Papa, en lo que en definitiva, nota Torras y Bages, le daría la razón el Concilio Vaticano I. Pero además, frente a la negación por el galicanismo de la potestad de los papas sobre lo temporal, afirma Rocabertí las posiciones mas radicales, y propugna el poder directo del pontificado sobre los reyes.

Torras y Bages, que en el discurso aludido constata «el sufragio de la teología española» en apoyo de Rocabertí, toma hacia este una actitud comprensiva y simpática; advierte que su polémica se movía en el contexto histórico del régimen de la sociedad cristiana, y que lo que pretendía en el fondo el galicanismo era emancipar la autoridad de la monarquía absoluta de cualquier juicio moral emanado de la Iglesia. Esto explica el silencio que se hizo sobre él en la España del siglo XVIII: «A los ojos de la corte afrancesada el nombre del que había sido condenado por el Parlamento de París debía parecer abominable».

Entiende Torras y Bages que Rocabertí ha de ser visto como un «vindicador de la libertad de la conciencia cristiana», precisamente porque proclamaba la unidad del linaje humano, junto con la fe en el «Maestro infalible de todas las naciones». Se oponía con ello al sistema político iniciado por la monarquía absoluta, llevado a su paroxismo por el «absolutismo revolucionario» y que tiene en el socialismo su ultima evolución. Para Torras y Bages este sistema entrega al Estado la vida religiosa, la familia y la propiedad.

Ante los juicios de valor emitidos por el gran definidor de la tradición de Cataluña, resulta sugestivo advertir la conexión de sentido y vivencia entre las guerras catalanas antiabsolutistas con las que la Cataluña tradicional emprendería un siglo más tarde contra la Francia revolucionaria y el imperio napoleónico. Conexión afirmada por Rovira y Virgili al decir que «los herederos de 1640 y 1714 son los carlistas de la montaña catalana». Resulta sorprendente pensar que la tenacidad tradicional de Cataluña se expresa también, además de en muchas dimensiones de su vida colectiva, en el hecho de que entre 1794 y 1875 se diesen en nuestro pueblo siete guerras contrarrevolucionarias: la Guerra gran, la de la Independencia, la de «la Regencia de Urgel», la de los agraviados, la de los «siete años», la de «los matiners», y la «segunda guerra carlista».

Esta asombrosa tenacidad de la Cataluña tradicional se mueve evidentemente dentro de la España tradicional, aunque con el hecho diferencial de una mayor insistencia en la actitud guerrera contra el Estado liberal.

Sería urgente examinar por qué motivaciones, y a través de qué caminos los cambios culturales impuestos por el catalanismo en sus diversas etapas han llevado a «censurar», en la conciencia colectiva, la memoria histórica de Cataluña; y por qué en nuestro pueblo el talante intransigente ha quedado ahora reservado para las corrientes hostiles a la Cataluña tradicional, mientras que hoy, incluso quiénes llevan en su sangre y herencia familiar los atavismos tradicionales, actúan ya como «modernizadores», e incluso entienden como modernidad la legalización del aborto o la «secularización» de la cultura y de la educación en Cataluña.