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artículos de Cristiandad de Barcelona
Los orígenes de la neoescolástica
CRISTIANDAD
Año III, nº 48, página 113
Barcelona-Madrid, 15 de marzo de 1946
Editorial
Todo el mundo sabe hoy en día lo que es la neoescolástica: un movimiento filosófico iniciado en la primera mitad del siglo pasado, y consagrado definitivamente por León XIII con su Encíclica Aeterni Patris, que se propone restaurar la filosofía tradicional, inspirada principalmente en Santo Tomás de Aquino.
La situación filosófica que motivó su aparición era la siguiente: por una parte mientras que los perniciosos sistemas del sensismo anglo-francés y del idealismo alemán dominaban en Europa, los que pretendían defender la verdad lo hacían a menudo excogitando doctrinas tales como el ontologismo o el tradicionalismo filosófico cuyos principios y conclusiones la Iglesia de ninguna manera podía admitir; a pesar de la buena fe de muchos de sus cultivadores que no dudaban invocar en su apoyo al mismo Doctor Angélico cuando lo estimaban comúnmente.
Era preciso, por consiguiente, defender a la Iglesia con armas mejores, y para ello urgía ante todo profundizar de nuevo en la escolástica en general y en la doctrina de Santo Tomás en particular para descubrir sus principios fundamentales; y como el móvil que impulsaba a hacerlo no era meramente especulativo, frío, sino práctico y sentido, por esta la neoescolástica juntó una extraordinaria vitalidad a la mayor dignidad científica.
El apoyo pontificio acabó de asegurar su triunfo. El cartesianismo y el ontologismo fueron eliminados completamente de las escuelas católicas, y su pensamiento filosófico volvió a entroncarse con nuestras mejores tradiciones.
Sin embargo el espíritu moderno, que en el orden político ha dado lugar al liberalismo, logró viciar también extensas zonas de la filosofía católica renaciente: el resultado de esta infiltración ha sido la herejía modernista.
El modernismo es fruto de una actitud imprudente, que podría definirse así: mirar con respeto y aprecio el pensamiento heterodoxo: O si se prefiere, considerar que, por encima de las diferencias religiosas, y olvidando que en esta materia la neutralidad es imposible, nos unen con los herejes formas comunes de civilización y de cultura, que es preciso, por lo mismo, cultivar también en común.
El modernismo admitió la hipótesis de que árboles malos podían dar frutos buenos; interpretó seguramente como un consejo de tolerancia hacia las doctrinas de los enemigos la consigna de León XIII «vetera novis augere et perficere»; procedió, por un falso concepto de objetividad, a alabar sobremedida a los pensadores no católicos; se olvidó, en definitiva, de que el cristiano, lo mismo el intelectual que el hombre de acción, ha nacido para la lucha: «sunt autem christiani ad dimicationem nati», y que por consiguiente ha de estar en todo momento sobre las armas; y aquellos que sin duda habrían sabido resistir a la fuerza, sucumbieron lastimosamente ante la astucia.
Este peligro de mundanización del pensamiento católico, en una forma u otra, será siempre real y actual mientras no hayamos conseguido adueñarnos de nuevo del campo; por eso el ejemplo de los iniciadores del movimiento neoescolástico seguirá siendo actual también, hasta tanto que no se haya logrado este magnífico objetivo.
Y el ejemplo de este puñado de valientes parece que puede resumirse así: profundizar cada vez más en el conocimiento de nuestras doctrinas sin dejarse deslumbrar por el falso brillo de las adversas; y obrar constantemente por celo de la verdad, por el deseo de servir a la Iglesia, sin dejarse seducir por falsas promesas de paz.
Tan sólo imitándolo, contribuiremos eficazmente a curar a una sociedad que un espíritu no animado de una gran confianza sobrenatural estaría tentado de suponer, en algún momento, herida de muerte...