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Sobre la actualidad de la fiesta de Cristo Rey
CRISTIANDAD
Año II, nº 39, páginas 465-468
Barcelona-Madrid, 1 de noviembre de 1945
Editorial
Publicado en el número 39, de 1
de noviembre de 1945, dedicado monográficamente a la idea de
Cristo Rey, este artículo, en que se estudian en profundidad las
enseñanzas de Pío XI, es uno de los más decisivos como
expresión del ideal apostólico del Padre Orlandis. Fue incluido
en el opúsculo Actualidad de la idea de Cristo Rey, publicado
para promover la renovación del acto de consagración del mundo
al Corazón de Jesús de León XIII durante el año jubilar de
1950, que contenía también otros dos trabajos del Padre
Orlandis «El Arco Iris de la Pax Romana» y « ¿Somos
pesimistas?» y otros de José Oriol Cuffí, Jaume Bofill y Pere
Basil.
El libro inédito, de un autor del siglo XVII, citado es la obra
del jesuita portugués Vieyra: De
regno Christi in terris consummato.
Fue el día 11 de diciembre de 1925, en los últimos momentos del Año Santo, cuando por su Encíclica Quas primas el Romano Pontífice Pío XI promulgó la institución de la nueva festividad litúrgica de Cristo Rey. Testimonio es ella bien fehaciente de la convicción profunda que inducía al Papa a tomar tal determinación. Esta convicción de la importancia y de la actualidad del acto, se deja bien entrever en el recuento de los antecedentes que lo han ido preparando y con que se abre la Encíclica.
Mas no sólo en aquel pasaje, sino en todo el documento, desde el principio hasta el fin, son tan graves y sentidas las palabras de Pío XI, que bien se deja conocer que su intento es no transmitir solamente al pueblo cristiano su juicio maduro y fundamentado sobre la legitimidad y la conveniencia de la institución, sino la emoción que en aquel momento embarga su ánimo paternal y el anhelo vivísimo que siente de ser atendido, comprendido y secundado.
Porque, ¿qué es la Encíclica Quas primas sino un eco profundo de aquella otra Encíclica Ubi arcano, en donde el mismo Pío XI dio a conocer al pueblo cristiano y al universo entero el ideal de su pontificado, cifrándolo en aquella fórmula de tanta amplitud y profundidad: «La paz de Cristo en el Reino de Cristo»?
En aquella primera Encíclica, magistral por su doctrina, ¡cómo se trasluce en todos los párrafos la angustia paternal del corazón del Vicario de Cristo, al ver al mundo confiado a su tutela cerrar los ojos a la luz a riesgo de irse despeñando cada vez más en la ruina! El Papa alza su voz y no cesa de clamar al mundo descamado que vuelva los ojos a la luz, que sólo acogiéndose al imperio salvador de Jesucristo podrá hallar la vida, la salud, la paz. La Encíclica Ubi arcano, es ciertamente un toque de alarma, pero más que un toque de alarma es un gemido de un corazón de padre, que debiera herir y despertar el corazón de los dormidos.
Transcurridos ya tres años, ¿había despertado el mundo? Un nuevo gemido que exhala el corazón del Vicario de Cristo, un nuevo clamor eco del primero, un nuevo toque al corazón: esto es la Encíclica Quas primas. Una nueva proposición magistral de la doctrina del Reino de Cristo, una industria excogitada por el amor paternal: para que la doctrina, salvadora penetre en los entendimientos y en los corazones; éste es el contenido de la Encíclica.
El pensamiento del Papa
Se puede encerrar el pensamiento del Papa en unas pocas proposiciones, cuales son las que se siguen:
1º Sólo en el Reinado de Cristo puede haber paz verdadera y estable. En él sí, fuera de él, no. Y la paz que se promete no es sólo la espiritual de las almas, sino la social y la internacional (Ubi arcano, Quas primas).
2º El Reinado que trae consigo las promesas es el aceptado libremente por los hombres: no el Reinado de mero hecho, ni el Reinado del mero poder (Passim).
3º Por consiguiente entonces reina Cristo en la sociedad, cuando constituida ésta rectamente, la Iglesia, cumpliendo el divino encargo, defienda y tutele los derechos de Dios, ora sobre los hombres en particular, ora sobre la sociedad entera (Ubi arcano).
4º La realización de este ideal, no tan sólo se ha de desear y procurar, sino también se ha de esperar, en cuanto correspondamos al plan divino (Ubi arcano, Quas primas, Miserentissimus Redemptor).
La peste de nuestro tiempo
Cuantas veces habla S. S. Pío XI de la realeza de Cristo, dirige su palabra al mundo actual, al mundo en que nosotros vivimos. No trata del asunto en forma abstracta, en una forma en que cualquier Papa de cualquier siglo hubiera podido hablar al mundo de aquel entonces. Habla para instruir, y persuadir y gobernar a los hombres actuales, y es la suya una verdadera porfía para hacerles comprender la actualidad del tema, para convencerles del interés que tiene aquello de que les habla para el mundo, en que nosotros vivimos y nos movemos. Los males de nuestro mundo son gravísimos. Sólo la aceptación voluntaria del Reinado de Cristo puede remediarlos. Por esto es tan necesario que el mundo inficionado por la peste de los errores contrarios a la soberanía de Cristo, sea instruido, según su capacidad, en la doctrina salvadora, que sepa en qué consiste la soberanía de Cristo, su justicia y su valor.
¿Cuál es esta peste que infecciona las almas? No es otra que el Laicismo. Las palabras de Pío XI son terminantes:
«Al prescribir al mundo católico, que dé culto a Jesucristo Rey, tenemos en cuenta las necesidades actuales y aplicamos el remedio principal a la peste que ha inficionado la sociedad humana. Calificamos de peste de nuestros tiempos al llamado Laicismo, a sus errores, a sus intentos malvados. No llegó, sabida cosa es, a la madurez en sólo un día. Tiempo hacía que estaba latente en la entraña de las naciones. Comenzóse por negar la soberanía de Cristo sobre todas las gentes. Negóse a la Iglesia, el derecho, que es consecuencia del derecho de Cristo, de enseñar al linaje humano, de dar leyes, de regir a los pueblos, en orden claro es a la bienaventuranza eterna. Luego paso tras paso se equiparó a la Iglesia de Cristo con las falsas, poniéndola ignominiosamente al nivel de ellas. Después se la sujetó al poder civil y poco faltó para que se la entregara al arbitrio de soberanos y gobernantes. Más lejos fueron aquellos que pensaron en sustituir la religión divina por una cierta religión natural, por un cierto sentimiento natural. Ni tampoco faltaron naciones que juzgaron poderse pasar sin Dios y hacer religión de la impiedad y del menosprecio de Dios» (Quas primas).
Esta caracterización del malhadado Laicismo peste de nuestra sociedad descubre su próximo parentesco con el liberalismo tantas veces anatematizado, y convence de que o es el mismísimo liberalismo, ni más ni menos, o es el liberalismo llegado a su mayor edad.
¿De esta apostasía social, de esta separación de Jesucristo, qué consecuencias se siguen para la sociedad? S. S. nos lo recuerda a renglón seguido: «Los acerbísimos frutos, tan frecuentes y duraderos, que este alejarse de Cristo individuos y naciones, ha producido, los lamentamos ya en la Encíclica Ubi arcano y de nuevo los lamentamos hoy.» Para no alargarnos más hagamos notar solamente el último de sus amargos frutos que enumera Pío XI: «La humana sociedad trastornada y llevada a la destrucción».
Así, la negación de la realeza de Cristo es peste, ruina, muerte; el acatamiento de la realeza de Cristo es vida, salud, prosperidad. «Si un día reconocieran los hombres, en su vida privada y pública, la regia potestad de Cristo, no es posible imaginar los bienes, que forzosamente penetrarían todas las partes de la sociedad civil; la justa libertad, la disciplina y la tranquilidad, la concordia y la paz».
Quien lea estos fragmentos copiados y más quien considere no a la ligera ni con prejuicios los documentos citados en su integridad, notará que las palabras del Papa no suenan a formulismos vacíos, sino a íntima persuasión; que no son meras palabras, sino espíritu y vida, y el espíritu y la vida, necesitan comunicarse. De aquí la constancia de Pío XI en buscar maneras de comunicar, su persuasión, su espíritu, su vida al pueblo cristiano y al mundo entero.
Táctica del Pontífice
La táctica de Pío XI es de insistencia, es la de hacer conocer la doctrina del Reino de Cristo a todos los cristianos y a todos los hombres, según la capacidad de cada uno. Para este fin propone esta doctrina y la recuerda en luminosos documentos y pondera su valor y su interés vital. Y encarga a los jerarcas de la Iglesia que transmitan sus enseñanzas a los fieles, acomodándolas a su inteligencia.
Para este fin instituye la solemnidad litúrgica anual de Cristo Rey y hace que se celebre en un día y un tiempo del año que haga resaltar su importancia, y la razón que da es práctica y fundada en el conocimiento de los hombres. Las fiestas anuales hacen entrar por los ojos de los fieles la verdad que en sí encierran; ellas hablan no sólo a la inteligencia sino al hombre entero, y con esto la doctrina divina se embebe en el alma de los fieles, y por decirlo así, se convierte en su carne y en su sangre.
Por donde se ve que la actualidad de la nueva festividad procede de la actualidad de la idea que en ella se incluye y se asocia, de la actualidad de la idea de la realeza de Cristo.
Desarrollo de la idea
Pío XI tiene fe, fe viva e inconmovible en la idea de Cristo Rey; para Pío XI la Idea de Cristo Rey, del Reino de Cristo es una de aquellas ideas-fuerza que se abren camino, vencen y avasallan; difúndase esta poderosa idea y ella conquistará al mundo, lo salvará de la ruina y le comunicará la paz verdadera, la paz de Cristo.
Mas, ¿de dónde viene a la idea de Cristo Rey este poder de victoria? ¿es algo nativo en ella o le sobreviene de fuera, de la libre disposición de Dios?, ¿túvolo ya en todos los tiempos, en todas las circunstancias o requiere para su ejercicio la coyuntura actual?
La idea de Cristo Rey no es algo nuevo en la Iglesia; no es una nueva emergencia en la conciencia cristiana; su abolengo es tan antiguo cuanto lo es el cristianismo; tiene expresión vigorosa en las páginas del Nuevo Testamento; se encuadra como fórmula dogmática en el símbolo eclesiástico; se reza y se canta en la liturgia. ¿Por qué los Papas de entonces no atribuyen como Pío XI a esta idea una virtualidad especial? ¿Podríamos imaginarnos un Papa, por ejemplo de la Edad Media, instituyendo la solemnidad anual de Cristo Rey por una Encíclica «Quas primas» y esperando de la difusión y conocimiento de la idea la salvación del mundo? ¿Hubiera cristianizado más al mundo la idea del Reino de Cristo, que la idea de la Cruz?
Exponemos con alguna extensión la dificultad precedente, no tan sólo porque prepara la genuina explicación de la virtualidad de la Idea de Cristo Rey, sino también porque no faltan panegiristas y aun tratadistas de la Realeza de Cristo que la declaran y enaltecen poco más o menos como lo hicieran en la Edad Media, salvo el estilo moderno y que apenas tienen en cuenta la particularísima, aunque circunstancial afinidad, que el mundo actual tiene con ella.
La Realeza de Cristo es en verdad inmutable. La autoridad del Rey eterno no admite ni crecimientos ni vicisitudes; podrá sí ser reconocida por un número mayor o menor de súbditos; podrá ser acatada con mayor o menor perfección; mas los derechos de jurisdicción de nuestro Rey han sido, son y serán en todos los tiempos los mismos.
Despréndese de aquí que el significado, el contenido de la Idea «Cristo Rey, Reino de Cristo» y por ende el de la fórmula verbal que la expresa es, ha sido y será siempre el mismo. No era diversa la Realeza de Cristo, que veneraban y acataban los fieles de los tiempos antiguos, los de la Edad Media y nuestros contemporáneos.
Mas el contenido de una idea, de una fórmula verbal, sin variar en sí mismo, puede ser conocido con más o menos claridad, con más o menos precisión, con más o menos determinación. Y si esto sucede a menudo con ideas y palabras de índole natural, no menos acontece con las Ideas y fórmulas que contienen verdades reveladas. Y en esto precisamente consiste el desenvolvimiento legítimo y ortodoxo de las ideas reveladas y de las fórmulas en que se expresan. Tal ha sucedido y sucede por ejemplo con la idea del Cuerpo Místico de Jesucristo. Tal ha sucedido también con la Idea de Cristo Rey, del Reinado de Jesucristo.
Al escribir estas líneas tengo ante mis ojos un libro inédito, escrito por un autor del siglo XVII, eminente y genial. En él estudia de propósito y con no escasa erudición los problemas concernientes a la materia que tratamos. Pero, ¡cuán inferior queda aquel tratado, si se coteja con el cuerpo de doctrina que suponen y resumen en sus Encíclicas los actuales Pontífices!
El desarrollo de las ideas, aquella descomposición mental que las particulariza y define procede naturalmente del cotejo con otras Ideas, de la combinación con ideas afines, etc. Pero lo más frecuente y normal será siempre que el desenvolvimiento de una de estas ideas pletóricas de sentido, cual es la del Reino de Cristo, no llegue a su plenitud, si no es al rozar con ideas afines, más aún, al chocar con ideas contrarias. Sólo cuando Pueblos y gobiernos, práctica y teóricamente, directa y expresamente, rechazaron y negaron la soberanía de Cristo, ésta apareció fulgurante, fecunda y necesaria, en toda su plenitud y en toda su precisión, en sí misma y en sus relaciones. Ha sido necesario que llegaran los tiempos en que, como dice el mismo Pío XI en la Encíclica «Miserentissimus Redemptor» pueblo y gobernantes han clamado «no queremos que Éste, que Cristo reine sobre nosotros»; para que los fieles súbditos de Cristo a conciencia, dándose perfecta cuenta de su acto, respondieran con aquel otro clamor «es necesario que Éste, que Cristo reine, venga a nos el tu Reino».
Según este proceso, por el desenvolvimiento de la idea general, pero fecundísima, del Reino de Cristo, se ha formado todo un cuerpo de doctrina religioso-político-social, en el cual a todos los problemas fundamentales de la vida pública no de los de pormenor, ni de los de índole técnica se da solución, la única solución, la solución cristiana.
Actualidad psicológica de la idea
Con esto puede ya rastrearse de qué manera la Idea de Cristo Rey ha llegado a ser en nuestros días la idea-fuerza destinada a salvar el mundo moderno.
En el seno del mundo moderno ha logrado su madurez, su perfecto desarrollo y en su seno la lleva el mundo, y así, por más que se aturda y por más coces que tire contra el aguijón, no podrá jamás librarse de las angustias de su conciencia social, cuyo imperativo cristiano pesa sobre él como una losa. Y cuantas más soluciones busque para sus problemas de vida o muerte fuera de la que le ofrece Cristo Rey más sentirá angustias de agonía, más desesperantes serán sus desengaños.
Jesucristo, Rey de reyes y Señor de los que dominan ofrece al mundo, desplegándola a la vista de todos, la carta magna de su soberanía de amor, de su caridad, de su amor de caridad por cuya falta la sociedad agoniza; y no es verdad que el hombre moderno no pueda entender tal programa, que la doctrina religioso-político-social, que se basa en la soberanía de Cristo sobrepuje la capacidad intelectual del hombre de nuestro tiempo; tan lejos nos parece esto de la verdad que a nuestro humilde entender jamás en ninguna época del mundo han estado los hombres en su generalidad tan preparados como hoy en día para entender la doctrina religioso-político-social, programa del Reino de Cristo.
Verdad es que la ignorancia religiosa es en muchísimos casos poco menos que absoluta; que el más vil materialismo embota muchísimas inteligencias y las ciega para que no puedan ver más allá de la materia; es verdad que el más absurdo escepticismo anula en muchas personas el vigor intelectual y perturba la orientación del pensamiento; es verdad que la frivolidad dilettante desdeña a conciencia el esfuerzo serio, necesario al bien pensar. Confesamos que tales extravíos mentales dificultan enormemente la inteligencia de la doctrina salvadora.
Pero también es verdad que hoy aun en el vulgo que llamamos bajo suele haber un grado de instrucción, no religiosa por desgracia, muy superior al que en ningún otro tiempo ha habido. Y esto especialmente es verdad en materias político-sociales. La lectura tan difundida aún en las clases inferiores, el interés por la política y la mayor o menor participación en ella; la actuación personal en la defensa de los intereses de clase, &c., suministran a la muchedumbre una notable cantidad de ideas, confusas en su mayor parte, absurdas en muchos casos, en casi todos desvencijadas, sin trabazón ni consistencia; mas a pesar de tanta pobreza la materia no les es desconocida, los tecnicismos les dicen algo, la misma presunción vanidosa les aficiona a instruirse más. ¿Por qué motivo no atenderán al apóstol que les declare la salvadora y sugestiva doctrina del Reino de Cristo con tal que les hable con fe y convicción y acomodándose a su capacidad como encarga S. S.?
Si el apóstol que les habla sabe presentar la doctrina que transmite como la carta magna de Cristo Rey, que vive en el cielo y gobierna y quiere gobernar a los hombres para darles la felicidad verdadera y para unirlos en la paz, en la justicia, en clamor, ¿no se sentirán atraídos hacia tal Rey y por ende hacia su doctrina?
¿Por qué no hemos de tener la fe de Pedro, la confianza de Pedro, los que oímos de labios de Pedro el encomio de la doctrina del Reino, su eficacia salvadora, su actuación vital?
Contemplen pobres y ricos, nobles y plebeyos, sabios e ignorantes, a Cristo presente en su Reino, viviente en su Iglesia, hermoso y gracioso, como dice San Ignacio, entre los hijos de los hombres, y no les arredrará su verdadera doctrina, antes bien les atraerá. Contemplen a Cristo presente en su Iglesia, no con aquella presencia corporal y visible que soñaron los milenarios, pero sí con la presencia de gobierno, con la presencia de providencia amorosa, con la presencia de Cabeza mística que influye en sus miembros, en los que acatan y aman su soberanía, su vida, su verdad, su amor.
Un pensador no católico, Berdiaeff, en su conocido libro «Una nueva Edad Media», entrevé los primeros tenuísimos fulgores de un día que ya amanece. Este día no es para él sino un tiempo nuevo en el cual el género humano acatará amorosamente el Reinado de Jesucristo. Es una nueva Edad Media enmendada a gusto del pensador, una Edad Media liberada de la ambición y del predominio temporal de los Pontífices Romanos; lástima da tal obcecación sectaria en una vista tan perspicaz como la de Berdiaeff.
Otra diferencia se nos antoja a nosotros, diferencia más sutil, sólo al espíritu perceptible. En la Edad Media, ya pretérita, miraban los hombres en el Papa, y con razón porque lo es, al Vicario de Jesucristo; mas sucedió no pocas veces que su vista se fijaba en demasía en el Vicario, queremos decir en el hombre, y con esto se olvidaban de Jesucristo y así se sublevaban contra la supremacía del Papa, porque su orgullo les hacía ver en él a un soberano temporal que pretendía dominarles.
En la idea del Reino de Cristo nos parece ver invertidos los términos. En el primer término se nos presenta Jesucristo viviente en su Iglesia, viviente en su representante en la tierra. Si así llegara a mirarse por todo el mundo al Vicario de Jesucristo, se le vería siempre sobrenatualizado, más aún, divinizado.
Esta es la necesidad más urgente de nuestro tiempo: sobrenaturalizarlo todo, incluso el Romano Pontífice. Esta vida sobrenatural es la que trae consigo el Reinado de Jesucristo; esta es la que implora sin darse cuenta la indigencia de nuestro tiempo, esta es la que reclama el alma de nuestra sociedad.
El Reinado de Jesucristo, la idea de Cristo Rey es de actualidad vital para el alma del género humano, es una actualidad psicológica.
Actualidad providencial
La esperanza de que el mundo quiera aceptar el Reinado de Jesucristo fundada en su actualidad psicológica, no tenemos porqué negarlo, deja al espíritu en zozobra. Tantas veces ve el hombre lo que le conviene, lo aprecia en lo que vale, se siente atraído por ello, mas en último término lo rechaza. ¿No será también de temer la misma inconsecuencia de nuestra sociedad, cuando se enfrente con su remedio y su bien? Mas he aquí que viene en nuestro socorro a corroborar las esperanzas un nuevo elemento de fe. ¡La Providencia divina!, ¡las promesas de Paray le Monial!: ¡Reinaré a pesar de mis enemigos! Estas palabras resonaban de continuo en el oído de Santa Margarita. ¿Cómo las entendía la santa? No lo sabemos de cierto. Algo nos dice de ello aquella promesa de Jesús en una de las grandes revelaciones: allí habla con más claridad; allí anuncia que su designio no es otro que la ruina del imperio de Satanás y la implantación en las almas del imperio de su amor.
Tal vez los primeros devotos del Corazón de Jesús no atendieron lo bastante a estas significativas palabras. Extendióse, muerta la santa, la devoción al Divino Corazón pedida en las revelaciones, pero la idea del Reino más bien parece esfumarse. Mas llegado a su mitad el siglo XIX, al choque de la antítesis impía y liberal, la idea del Reino de Cristo cobra vigencia, claridad y precisión.
Y a la luz de esta idea comienzan a interpretarse aquellas misteriosas palabras: «Reinaré a pesar de mis enemigos.» Y se inicia la corriente, que es cada día más crecida, de consagraciones al Corazón de Jesús. En ella se unen indisolublemente la devoción al Corazón de Jesús y la devoción a Cristo Rey. Y de esta unión indisoluble brotan dos fórmulas ya usuales: por la devoción al Corazón de Jesús al Reinado social de Cristo; y aquella otra en que parecen ya identificarse las dos devociones: el Reinado del Corazón de Jesús. Y esta devoción y esperanza de los fieles estriba principalmente en las promesas de Paray.
Y son los Papas mismos, Vicarios de Jesucristo en la tierra, los que también parecen dejarse arrastrar por la corriente de devoción y esperanza; los que alientan ahíncadamente las esperanzas de los devotos del Corazón de Jesús y en sus públicos documentos manifiestan paladinamente su esperanza y no dudan en apoyarla abiertamente en las revelaciones de Paray. Y el Pontífice León XIII en su Encíclica «Annum Sacrum» señala en las apariciones del Corazón de Jesús una nueva época, la del Reinado de Jesucristo. Y S. S. Pío XI declara en su Encíclica «Miserentissimus Redemptor» que al instituir la fiesta de Cristo Rey se propuso dar complemento a lo que iniciaron los fieles en sus actos de consagración al Corazón de Jesús y afirma solemnemente que la celebración de la fiesta es, si, una proclamación de la Realeza de Cristo, pero además es un anticipo de aquel día venturoso en que el universo entero espontánea y libremente prestará su obediencia al Reinado suavísimo de Jesús.
Y al terminar el artículo no podemos dejar en olvido al Pontífice reinante, que ya en su primera Encíclica hizo suyos expresamente los actos y las esperanzas de sus predecesores, de que acabamos de hablar.
[Clama
fortiter, ne cesses. Clama a voz en grito, no te cohíbas. Isaías, 58, 1]