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artículos de Cristiandad de Barcelona
Fray José Pijoan O. F. M.
CRISTIANDAD
Año II, nº 38, páginas 461-462
Barcelona-Madrid, 15 de octubre de 1945
A guisa de tertulia
Acaba de darse al público el primer volumen de la traducción castellana de algunas de las obras de San Buenaventura{1}.
Se abre el libro con la bibliografía o nota de las publicaciones casi exclusivamente extranjeras sobre San Buenaventura, sus obras y doctrina, dispuestas según un orden sistemático, que tratan sucesivamente de San Buenaventura y su ambiente, estudios de carácter general, su vida, sus escritos y versiones, Sagrada Escritura, comentaristas, teología, mariología, ascética y mística, liturgia, filosofía, ética y estética; pp. XI-XXXIX.
Sigue la Introducción general, donde se da en primer lugar resumen muy detallado de la vida del Santo; pp. 2-29.
A continuación, pp. 31-64, se estudian sus escritos. Van en primer término las ediciones llamadas «Obras completas» publicadas antes de 1882, que son: la Vaticana, de 1588; la de Maguncia, 1609; la de Lyon, 1678; la de Venecia, 1751; y la de París, 1864-71. Trátase más largamente de la edición de Quaracchi (Florencia), 1882-1902, edición hecha, según todas las exigencias de la crítica, y que sirve de base a la traducción castellana que nos ofrece la Comisión. Viene seguidamente el catálogo de las Obras según esta edición. No descuidan los editores de darnos cuenta de algunos escritos encontrados posteriormente a la edición de Morencia.
Es particularmente de notar el párrafo dedicado a las versiones españolas de algunas obras del Santo, que ocupa las páginas 65-76.
El párrafo IV va dedicado a presentar la autoridad doctrinal de San Buenaventura, aduciendo los testimonios de los Papas, Concilios y escritores eclesiásticos, pp. 77-99.
Cierra la Introducción un resumen del pensamiento de San Buenaventura en filosofía, sus relaciones con la teología, la existencia de Dios, el conocimiento humano de Dios por medio de las criaturas; pp. 100-150.
Lleva al final un léxico o vocabulario de las palabras más propias del Santo, declarando su sentido particular, que sin duda prestará relevantes servicios a los que no estén familiarizados con la literatura buenaventuriana.
Al hablar al presente de la traducción castellana de las obras de San Buenaventura, nadie crea que vengo a hacer la crítica ni siquiera su presentación. A decir verdad, San Buenaventura no necesita presentación alguna entre el público de alguna cultura. Aunque por otra parte no deja de ser verdad que el público español le ha tenido demasiadamente en olvido, como lo demuestran las escasas traducciones que en nuestra lengua han tenido sus obras.
Pero caso que fuese necesaria una recomendación, ninguna más indicada que los testimonios que de la persona y escritos del Santo han hecho los Papas, los concilios y otros escritores de nota, que los traductores han tenido el acierto de poner en la Introducción.
Mi intento se limita a ofrecer unas pocas consideraciones, que vienen a cuenta al hablar de las obras de un Escolástico, sobre una cuestión por cierto tratada ya en parte en las páginas de esta revista por la autorizada pluma de Jaime Bofill{2}.
Me refiero a la cuestión propuesta por Bofill en términos algo restringidos con el epígrafe «¿Filosofía Escolástica o filosofía tomista?», y que, para abarcar en su totalidad, creo será mejor enunciar en los siguientes términos: «Posición oficial de la Iglesia respecto de las doctrinas de sus Doctores».
No pretendo sacar a colación y examinar el verdadero alcance de los documentos oficiales y de carácter particular publicados sobre este asunto, sino ofrecer algunas consideraciones de carácter histórico que, a mi entender, no deberían olvidarse cuando se trata de examinar estos documentos, porque contribuyen a darles un sentido dentro de la historia, de la cual en manera alguna pueden estar desligados.
Los doctores de la Iglesia hasta fines del primer milenio
Basta una mirada por ligera y superficial que ella sea al desarrollo de la doctrina de la Iglesia desde su fundación hasta el siglo X para comprender que andaba desquiciada la pretensión de los que en un momento de euforia un tanto egoísta anhelaban que la Iglesia impusiese a los católicos el magisterio de Santo Tomás como exclusivo, rechazando como menos seguro el de los otros Doctores.
Si de las doctrinas propias se descartan las que él se apropió, tomándolas de otros Doctores y del tesoro de la Tradición, su patrimonio queda demasiadamente reducido para que pueda dársele en verdad este nombre de patrimonio{3}.
Pertenecen al tesoro doctrinal de los primeros siglos las doctrinas Trinitarias, que quedan de tal manera definitivamente establecidas, que el Magisterio apenas vuelve a ocuparse de ellas.
Dígase lo mismo de las líneas fundamentales de la Cristología, que durante los siglos IV y V cuidan de señalar los Concilios Constantinopolitanos, Efesino y Calcedonense, condenando las doctrinas apolinaristas, nestorianas, monofisitas y eutiquianas.
Las doctrinas de la elevación del hombre al orden sobrenatural y de la gracia, deben a San Agustín y a los Concilios de Efeso y II de Orange sus primeros esbozos y aun determinaciones bastante precisas.
La verdad fundamental de la doctrina católica sobre la Virgen María hay que buscarla en el Concilio de Efeso, y como obra personal en San Cirilo.
San Agustín es también el iniciador de la doctrina sistemática sobre los sacramentos.
Nada digamos de la Apologética, primer fruto de las inteligencias privilegiadas del cristianismo. Añadamos a esto los numerosos y completos comentarios y exposiciones de la palabra revelada y llegaremos al despertar científico del siglo XI con un tesoro doctrinal que en la mayor parte de los casos los siglos siguientes no harán más que conservar. Y esto, como se comprende, no sólo en la parte propiamente dogmática que no puede variar, sino en lo puramente humano y variable; y en lo dogmático, en lo que tiene posibilidad de progreso.
Sería pues faltar a la verdad histórica dejar en olvido la labor ingente de los Doctores que contribuyeron a la adquisición de este tesoro.
La Escolástica antes del siglo XIII
La Escolástica tiene un alcance mucho más dilatado de lo que comúnmente se le atribuía hace unos años; mejor dicho: la Escolástica anterior al siglo XIII tiene una importancia mucho mayor de la que le daban hasta poco ha los estudiosos. El siglo XII sobre todo, es rico en luchas y adquisiciones doctrinales, y no pocos de los resultados que el siglo XIII admite como cosa sabida son fruto del esfuerzo de los talentos del siglo XII.
Los nombres de Abelardo, Pedro Lombardo, Graciano, S. Bernardo y la Escuela de los Victorinos llenan suficientemente un siglo, tanto más si se considera que llenan no solamente su siglo sino también los posteriores. Los autores que les acompañan, si bien es verdad que no pueden competir con los del siglo XIII en la amplitud de sus producciones y en muchos puntos en el mérito intrínseco de su doctrina, sin embargo en nada les ceden en el número, y sin duda les superan en mérito por ser ellos los iniciadores del renacimiento científico medieval en condiciones sumamente desfavorables, sea por la feciencia de centros docentes y falta de medios científicos de que gozaron sus sucesores, sea por las condiciones de decadencia y perturbación de la vida eclesiástica en que se desenvuelve su producción literaria.
Libros de la trascendencia del Decretum de Graciano y sobre todo de la Summa Sententiarum de Pedro Lombardo es difícil hallarlos en el siglo XIII.
Autores que ejerzan una influencia semejante a la de San Bernardo y la Escuela de los Victorinos no se presentan a cada momento.
Y si bajamos a las doctrinas en particular, fácil sería demostrar cómo, por ejemplo, la doctrina de los Sacramentos, uno de los frutos más sazonados de la Escolástica, se debe al siglo XII, que estableció no solamente los principios sino también no pocas de sus más acabadas conclusiones. La noción de Sacramento, el número, modo de obrar, institución, necesidad, etc., son adquisiciones atribuidas a la Escolástica, pero propias de los autores anteriores al siglo XIII.
Del mismo modo podríamos recorrer el campo de la Cristología y de la Mariología, de la mística particularmente y llegaríamos a iguales resultados.
Téngase además en cuenta que todo este período está en gran parte por explorar, y los estudios que sobre ella se llevan a cabo desde algunos años podrían ofrecernos no pocas sorpresas.
No se ve pues lo razonable de la pretensión de los que se precian de jurar in verbo unius Magistri, ni siquiera en la autoridad de todo el siglo XIII.
Actitud de los Concilios respecto a las opiniones de los Doctores
Es particularmente de notar esta actitud por cuanto ella manifiesta claramente cómo la Iglesia evita a sabiendas y cuidadosamente favorecer a alguno de sus Doctores en perjuicio de otro.
El Concilio Tridentino, por ejemplo, declara repetidas veces que los Padres han venido a condenar herejías, no a dilucidar cuestiones escolásticas.
Aparece manifiestamente esta posición en la discusión de los cánones De Poenitentia, durante la cual los Padres piden repetidas veces que se redacte la doctrina católica de modo que no afecte para nada a las cuestiones en las que los Doctores siguen diferentes opiniones.
Lo mismo aparece en el estudio de la cuestión acerca de si es más abundante la gracia recibiendo la Eucaristía bajo ambas especies o bajo una sola.
A todos se da completa libertad para aducir la autoridad de los Doctores que sean más de su agrado pues el Concilio a todos venera por igual.
De no haberse olvidado esto, no se daría el caso de leyendas que por cierto por lo mismo, que se fundan en errores favorecen muy poco a los Santos como la que corre por estos mundos, acerca de la Suma de Santo Tomás puesta por el Concilio Tridentino sobre el altar al lado y a la misma altura del Evangelio.
* * *
Cualquiera que hubiese tenido en cuenta estos hechos y otros muchos que sería fácil recoger, habría podido prever que la cuestión suscitada a fines del siglo pasado y principios del presente acerca de la posición de la Iglesia respecto de las doctrinas de sus Doctores debía terminar como terminó, con la declaración de Pío XI: Que nadie exija en esto más de lo que a todos exige la Santa Madre Iglesia. Y en aquellas cuestiones en las cuales los Doctores siguen diferentes opiniones, sea permitido a cada cual seguir la opinión que le parezca más razonable.
Declaración corroborada con la aprobación de las Constituciones de los Padres Capuchinos en las cuales se dice: «En las cuestiones filosóficas y teológicas supóngase la óptima y segurísima doctrina del Seráfico Doctor San Buenaventura y del Angélico Doctor Santo Tomás de Aquino».
Y las Constituciones de los Frailes Menores dicen asimismo: «En las cuestiones filosóficas y teológicas sigan la Escuela Franciscana...»
No menos elocuente es la declaración de la Sagrada Congregación acerca de la 24 tesis tomistas. Contra los que pretendían haber encontrado el punto de apoyo seguro para derribar a los contrarios, declaró la Congregación que si las 24 tesis tomistas eran doctrina segura, no menos segura podían ser las 24 contrarias.
Parece que con todo esto podría darse por resuelta una cuestión que mejor hubiera sido no se hubiese suscitado.
Nadie crea que con estas líneas pretendemos resucitar cuestiones que por nuestra parte consideramos completamente inútiles y aun perjudiciales: nuestro intento es precisamente todo lo contrario: despejar el ambiente de prejuicios para que las obras de los Escolásticos se lean con aquella libertad de espíritu que permite aprovechar todo lo que en ellas hay de bueno, y dejar lo que siete siglos de progreso, o si se quiere, simplemente de estudio han demostrado ser equivocado o inútil: Prescindir de aquellas cuestiones escolásticas sobre las cuales siglo tras siglo vienen repitiéndose los mismos argumentos sin adelantar siquiera un paso, se emborronan páginas, se escriben libros enteros sin otro motivo que el prurito de repetir y conservar rencillas de escuela que a nada conducen que no sea a oscurecer la verdad.
Notas