Textos
artículos de Cristiandad de Barcelona
Ramón Roquer, Presbítero
Catedrático de Filosofía
Miembro del Consejo Superior de Investigaciones Científicas
CRISTIANDAD
Año II, nº 28, páginas 222-224
Barcelona-Madrid, 15 de mayo de 1945
Plura ut unum
La personalidad del Dr. D. Ramón Roquer, Presbítero, es tan destacada en el campo filosófico español que toda presentación sería desestimar la cultura de nuestros lectores. ¿Qué es la Filosofía? Nadie mejor que él para orientar al lector entre el dédalo de contestaciones que se dan a esta pregunta, vinculados todas ellas a un concepto acertado o erróneo de la Verdad.
No sin cierta desazón comprueba el devoto de la filosofía aficionado o profesional que las opiniones acerca de su definición divergen sobremanera y que los filósofos que las formulan muestran un fanático tesón en mantener posiciones que no pueden garantizar con «sólidos argumentos». Porque si de tal naturaleza fuesen dichos argumentos, se lograría pronto la unanimidad nocional desmentida apenas se empieza a leer las primeras páginas del más ramplón de los manuales.
Quisiéramos en breves líneas orientar al lector por entre la maleza de las principales concepciones de la filosofía en boga en nuestros tiempos y contribuir a formar en él una razonable convicción sobre el alcance de esta disciplina tan despreciada por los desconocedores y de tan peligrosa fascinación por parte de los que han sentido penetrar su espíritu por el fino «aguijón» socrático.
Ante todo conviene evitar el peligro de la resaca pesimista. Windelband en su Präludien, 1884, llega a comparar a los filósofos con los individuos llamados «Pablo», por ejemplo, «pues éstos carecen asimismo de todo carácter común que justifique tal apelación». De modo que «filósofo» y «filosofía» resultarían términos equívocos. Husserl publicó el año 1936 en la revista Philosophia, de Belgrado, el trabajo: «Krisis der europäischen Wissenschaften» en el que sostiene que nuestro modo de pensar puede crear «filosofías» pero no «la filosofía», rectificando de esta suerte el optimismo profesado, 25 años antes, en su artículo de Logos titulado «Philosophie als strenge Wissenschaft» en el que propugna la posibilidad y la necesidad de la Filosofía como ciencia rigurosa para remediar la funesta disociación entre una filosofía científica y una filosofía literaria en boga a principios de siglo.
Para que estas actitudes fuesen correctas sería necesario que las diversas definiciones de filosofía no tuviesen rasgos comunes y que la actitud filosófica a lo largo de la historia oscilase con ritmo arbitrario; de manera que ni el objeto, ni el método, ni la función cultural de la filosofía tuviesen notas comunes. La indeterminación del objeto de la filosofía, frente a la determinación del de las ciencias ha sido notoriamente exagerada por la corriente existencialista de nuestros días. Ludwig Freund, llega a afirmar que «lo problemático como tal es la materia u objeto de la filosofía» (Am ende der Philosophie, 1930, München) y en nuestra lengua repetidamente se ha glosado «la índole constitutivamente latente» de aquel objeto. En este caso la filosofía tendría que ser «perenne reivindicación de su objeto, una enérgica iluminación de él y un consuente y constitutivo hacerle sitio». La Filosofía sería una violencia por sacar el objeto de su constitutiva latencia a una efectiva patencia. Si se objeta a todo esto con las razones del buen sentido esgrimidas por Platón: ¿Cómo empezaré a buscar lo que desconozco?, ¿y si al alzar algo encuentro, cómo reconoceré en ello lo por mí buscado?, o se dará la callada por respuesta o se añadirá una argumentación que por sutil resulta ininteligible.
«Es posible que el filósofo comience con un concepto previo de la filosofía... Pero puesta en marcha, como la filosofía consiste en este abrirse camino, resulta que en él se constituye la idea misma de la filosofía». La idea previa es un hilo conductor que será roto apenas se ponga en marcha el pensar filosófico como tal. Este se dará la propia idea de la filosofía. No preguntemos en qué consista porque la esencia constitutiva impondría de nuevo lejanía a aquel objeto. Además, «al revés de lo que acontece en las demás ciencias, no es el hombre quien busca la filosofía, sino la filosofía quien busca al hombre. El hombre no busca la filosofía, se encuentra en ella». Afirmaciones paradójicas que, por lo mismo, no vedarán glosar, cuando se ofrezca y con la misma convicción que la filosofía es la «ciencia que se busca». Aristóteles habla de lo «buscado» en un doble sentido: o como contenido del saber, o como modo del mismo. De donde la filosofía como ciencia de contenido o como actitud.
Esta indeterminación del objeto y del método correlativo se debe en gran parte, tal es la cantinela de moda, a la situación cambiante por que atraviesa la humanidad. El hombre y sus problemas se dice experimentan transformaciones históricas. Nuevas generaciones buscan con nuevos métodos soluciones a nuevos problemas planteados por su típica situación. La evolución del espíritu humano no consiste únicamente en un caminar hacia la solución de problemas idénticos y en la búsqueda de los medios cada vez más adecuados para resolverlos. Si experimentamos en toda inquietud filosófica como en la vida de cada uno algunos misterios universales, éstos toman formas distintas según la situación concreta del hombre en la historia. Los problemas de una época encuéntranse regularmente reemplazados por otros problemas sin ser resueltos. Pierden, por decirlo así, su interés, su realidad, su necesidad vital.
Así rezaba el clamor de la filosofía europea antirracionalista frente a la arrogancia racionalista que reivindicaba la posesión de un sistema y de un método verdaderos en un sentido estrictamente antihistórico. Hegel con su concepción de la historicidad del espíritu había abierto un abismo que se creyó colmarlo con el descubrimiento de la dimensión histórica de la verdad y su investigación por antonomasia, la Filosofía. Clamor que subió de tono, tras el tardío descubrimiento de Dilthey, paladín de la filosofía del tiempo y de la historia y que repetidas veces en sus fragmentarios escritos ha reconocido que no se puede contestar a la definición: ¿qué es filosofía? ni por su objeto, ni por su método. Mas, no obstante, honradamente ha confesado que lo que permanece constante a lo largo de las vicisitudes cambiantes de objetivos y métodos es la función social y cultural de la filosofía lo que permite caracterizarla unívocamente, como él lo hace, a base de una concepción del hombre y del mundo (Weltanschauung). ¿Por qué no han sido a su vez sinceros los historicistas contemporáneos, evitando así el grave peligro de relativismo a la base misma de la filosofía? Porque si ni siquiera la función histórica de la filosofía presenta un contenido determinable con claridad y fijeza tanto hablar sobre el problema de la filosofía resulta la más pedante y funesta de las logomaquias. Pues es evidente que la problematicidad supone una aparente (al menos) contradicción y para contradecirse, es preciso que algo se diga en un sentido y en otro, con claridad y precisión. Y esto es lo que falta en las disquisiciones a que me he referido.
Por lo que se refiere a la situación del hombre en la historia conviene no exagerar el carácter condicionante de la misma desconociendo el carácter condicionado que forzosamente la incluye en la historicidad. La situación puede explicar genéticamente el planteamiento de ciertos problemas, la elaboración de hipótesis, el esbozo de teorías; si queréis, hasta las convicciones subjetivas de algunos pensadores. Jamás, sin embargo, será razón definitiva o discretiva del valor o rectitud de una hipótesis, de la verdad de una teoría.
A todo esto se nos podrá replicar. Bien, pero, ¿qué es Filosofía? Porque es el caso que tras tanto hablar de ella no sabemos todavía en qué consiste.
La definición de la Filosofía
«El problema fundamental de la filosofía radica en su nombre», dice Przywara, ya que, etimológicamente, equivale a amor (philein) a la sabiduría (sophia) y el amor puede interpretarse o como un «buscar afanoso» lo que no se tiene (la sabiduría, in casu) o como una «amorosa posesión» de la misma. Caben, pues, dos grandes concepciones de la filosofía ancladas en la dual etimología. En el platonismo y su proyección cristiana, el agustinismo, la filosofía intenta constituirse como una «búsqueda» impulsada por el amor, de la sabiduría en su aspecto práctico, de acción, diríase hoy, en el sentido que sapientia se contrapone a scientia. Perfílase maravillosamente en esta orientación el «Bios» filosófico, la «praxis» referida a la «teoría» o contemplación, el «ethos» filosófico. La actitud del filósofo muéstrase desde el principio con marcado carácter moral, ya que la sabiduría es el valor personal supremo, el acceso a la misma es fruto de un constante esfuerzo. La dialéctica o movimiento hacia la verdad y hacia el ser es fatigosa, decía Platón. Entiéndase bien. No sólo es difícil dar solución a los problemas obstáculos que se oponen a la ascensión al ideal del saber sino incluso acertar a descubrirlos donde el sentido común no lo lograría. Lo que parece claro a una observación superficial resulta a veces muy oscuro a la reflexión filosófica. De ahí nace la caracterización de la filosofía como aporética universal que adopta la forma de pensamiento problemático y consiste en el enfrentarse con las últimas cuestiones o problemas que desde cualquier ángulo de realidad sean descubiertas.
Si Platón ha descrito maravillosamente la actitud filosófica cábele a Aristóteles y paralelamente a Santo Tomás el haber detallado el aspecto sistemático de la sabiduría como ciencia la más alta del objeto más excelente, conseguida con el riguroso método demostrativo. Verdadera participación de la suma sabiduría de Dios, aclara el Doctor Angélico, a la claridad del «ver» (noein) seguirá el aquietamiento (eudaimonía) del apetito en forma de posesión cum amore. La simplicidad de la divina visión se realizará analógicamente en el hombre a base de la unidad sistemática, es decir, de la pluralidad unificada. Al todo de la ciencia de Dios, en su infinita variedad concreta corresponda un todo universalizado en el hombre pero todo al fin y al cabo en el que recibirá plenitud de sentido lo sabido, transformándose el saber fragmentario en filosófico. Nada, pues, se excluye del ámbito de la filosofía aunque sólo se configure en sistema filosófico lo que participe de la altísima luz de los primeros principios en que se refracta la unitaria aunque analógica fulguración de la idea del Ser. La luminosidad reflejada por las cosas evidencia constituirá el criterio de su objetiva verdad.
Filosofía y Ciencia
La ciencia cuyo contenido fórmanlo parcelas de la realidad seres y fenómenos claramente delimitadas, se ocupa en descubrir, con peculiar metodología, la ley e íntima estructura, la intrínseca ordenación o el sentido interno de aquellos, en una palabra su «logos». El «logos» de la vida se traduce en la «bio-logía», el del alma en la «psico-logía», &c. La ciencia se mueve entre dos límites: uno inferior: «los hechos positivos», exageradamente valorados por el «positivismo», y otro superior: el mundo de las «ideas» o de las estructuras que constituyen la dimensión «formal» de la ciencia y cuya exagerada estimación conduce al «constructivismo». Siempre, sin embargo, el mismo movimiento de abajo hacia arriba: o del material caótico al material ordenado (ciencia positiva) o de un material cualquiera a la «forma» o configuración del mismo (ciencia constructiva, en el caso límite). La filosofía distínguese de la ciencia primera por no ser fragmentaria o de aparcelado objeto y además porque transciende el término de la ciencia o desciende hasta prefijar sus límites o sus cánones metódicos. La trascendencia se patentiza en la función de mostrar la coherencia de las estructuras formales o la fundamentación de las mismas en los principios ontológicos. El descenso de la filosofía obsérvase en el proceso deductivo a partir de las intuiciones originarias, hasta llegar al mundo, de las «ideas» o «estructuras» científicas, desde donde puede prescribir la «formalización» constructiva o comprobatoria de las mismas.
Filosofía y Teología
Todavía se aclarará con más perfección el concepto de la filosofía si la comparamos con la modalidad del saber teológico que constituye un límite extrínseco, así como la ciencia lo es intrínseco.
La Teología en su estricto sentido es un movimiento del saber contrario al de la ciencia: procede de arriba a abajo. No sólo por su contenido, (objeto material de la escuela), como logia «sobre» Dios sino principalmente por su forma (objeto formal quo) logia «desde» Dios, es decir locución de Dios mismo sobre Su sentido y Su intimidad. Es el hablar que parte de Dios y llega a nosotros. Lo primero en Teología es un descenso. El creador, el fundamento absoluto, se manifiesta, se revela. La Teología es un sermo de Deo con «signos creados», pero quien habla es Dios mismo.
Ciertamente el hombre se afana por comprender (intellectus) el sentido de la locución divina. Pero es teólogo, formalmente hablando, sólo cuando su esfuerzo, (quaerens) se halla en íntima dependencia con la exclusiva autoridad de Dios (fides) revelante, Fides quaerens intellectum.
Por ser la Teología movimiento de arriba a abajo no consiste ni en la doctrina de las relaciones naturales del hombre a Dios (Filosofía de la religiosidad) ni versa sobre Dios como sentido y fundamento del mundo, (Filosofía de la religión) ni sobre Dios en sí mismo (Teología racional o natural), sino doctrina de la libre relación de Dios al hombre (Teología de la salvación), de los misterios de Dios en su intimidad (Teología divina), y del sentido e historia del mundo desde Dios (Teología del Reino de Dios).
Vista desde la Teología aparece la filosofía con doble movimiento: hacia arriba y entonces toma el aspecto de una Teología natural o doctrina de Dios como principio y fin del mundo finito; hacia abajo, es decir viniendo de arriba, y entonces a base de los datos teológicos, con método propiamente racional, unifica las respuestas o locuciones teológicas con datos y cuestiones filosóficas en un sistema más o menos coherente; las Summae, v. gr. En este sentido es el vehículo de la Ciencia teológica.
La Teología como ciencia de la Fe
A primera vista trátase de un contrasentido. ¿Cómo, en efecto, conciliar el conocimiento a base del lumen rationis con el procedente del lumen fidei? En un caso la evidencia intrínseca; en otro el asentimiento «ex auctoritate». Pero atendiendo a la corriente distinción entre la fides quae creditur o contenido objetivo de la fe y la fides qua creditur, o subjetivo asentimiento de nuestro entendimiento bajo el influjo de la gracia y de la propia voluntad a la autoridad de Dios revelante, disípase la dificultad. Cabe estructurar científicamente el contenido de la fe o verdad revelada aunque trascienda la ciencia el origen o fuente de conocimiento de dicho contenido.
Al revelar Dios al hombre es indiscutible que quiso hablarle con sentido. Incluso los peores detractores de la Teología escolástica, Erasmo y Lutero, (con sus secuaces humanistas y pseudo-refomadores) tuvieron necesidad de reconocer en la Sagrada Escritura un sentido literal el primero y un sentido místico iluminativo de la acción el segundo. Luego es comprensible y legítimo el afán por descubrir y penetrar cada vez mejor el sentido de lo revelado. Afán atrevido y humilde que han sentido los más grandes de nuestros doctores y de nuestros Santos. La concreción de los resultados de este afán, en forma sistemática, es la Teología como ciencia de la fe.
El teólogo y la Fe
Mucho se ha disputado si la virtud de la fe es esencial requisito del teólogo. Dos opiniones extremas creemos que son igualmente viciosas. Unos niegan en absoluto la necesidad de la fe en el teólogo: bastaría que aceptara los datos iniciales y los principios de razonamiento. Otros exigen no sólo la fe y virtud teologal, sino la caridad. Es decir la fe viva que supone la gracia con los dones de sabiduría y ciencia. Santo Tomás, en áurea vía media, sostiene la necesidad de la fe (lumen fidei) pero no exige los dones. «Esta doctrina (la ciencia teológica) tiene por primeros principios, los artículos de la fe que por la luz infusa de la fe (lumen fidei) son patentes (perse noti) al que la tiene». Summa I, Sent. prol. q. 1 a 3. En el primer caso el no creyente sería como el ciego de nacimiento que quisiera escribir un tratado de pintura. Al pseudo-teólogo le faltaría el «lumen fidei» y por tanto habría desproporción entre el objeto del conocimiento y la potencia cognoscitiva: a lo sumo podría «formalizar» en sentido de la logística moderna.
Desligada de la ciencia de Dios ciencia superior y subalternante la pretendida ciencia del teólogo no creyente sería impotente intelectualmente para abarcar sino las conexiones doctrinales al menos la realidad espiritual que éstas expresan. La ciencia de Dios dotada de la máxima evidencia sólo en la fe del hombre conserva la virtualidad indispensable para ser principio de un conocimiento o de un sistema de verdades cual la Teología como ciencia.
En el otro extremo se confunde el saber teológico con la experiencia mística. Es el caso de algunos iluminados que pretenden que el sentido de lo revelado debe ser no sólo nocionalmente claro sino «connaturalmente» vivido. Sin entrar en el análisis de la «experiencia» de lo sobrenatural es infundado erigir lo raro en fundamento de una Ciencia que pretende cada vez más informar la mente de los católicos.
En Santo Tomás, como siempre, armonízanse los destellos deslumbrantes de lo sobrenatural con la más potente ráfaga de la luz natural del intelecto humano plasmando la espiritual unidad de la «sophia» y de la «Theologia» en la maravillosa síntesis de la Filosofía Cristiana.