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artículos de Cristiandad de Barcelona

El modernismo Religioso

Jaime Bofill

CRISTIANDAD
Año I, nº 13, páginas 294-295
Barcelona, 1 de octubre de 1944
Plura ut unum

«Enimvero non is a veritate discedat qui eos ecclesiae adversarios quovis alio perniciosores habeat.
»Ciertamente, no se apartará de la verdad quien los tenga como los más perniciosos adversarios de la Iglesia».
(Encíclica Pascendi)

El espectáculo de un jefe autocrático que se ve obligado, en un momento dado, no sólo a prescindir, sino a enjuiciar y a sancionar gravemente a sus más íntimos colaboradores, es altamente dramático.

¡Qué emociones debían embargar, por ejemplo, a Mussolini cuando se vio traicionado incluso por su yerno! Si la memoria de Julio César pasó en aquel momento por su mente, tan propensa de seguro a estas analogías, el «Tu quoque, fili mi!» debía, naturalmente, presentársele.

¿Quién no compartió un poco estas emociones? ¿Quién no había sentido otra parecida en 1938, cuando Stalin mandó fusilar a casi todos los miembros de su vieja guardia? El 30 de junio de 1934 (Hitler). [Bofill dejó así simplemente indicada la referencia a "la noche de los cuchillos largos" en la que Hitler hizo asesinar también a una parte de su vieja guardia, principalmente los jefes de las S.A., junto con algunos otros enemigos suyos].

Me imagino, en momentos semejantes, a un jefe de Prensa anunciando con un rostro muy serio, muy pálido, muy impasible, la noticia de la traición sofocada a los periodistas encargados de transmitir al país: «La Patria se ha librado hoy de un grave peligro».

* * *

Esta misma mezcla de sentimientos encontrados: congoja, escalofrío, aturdimiento y cólera se experimenta al ver a Pío X, el gran Pontífice de principios de siglo, ejecutar un acto semejante con la publicación de la Encíclica Pascendi, que nunca más le han perdonado sus enemigos.

Toda ella, en efecto, no hace más que sugerir un grito: «La Iglesia se ha librado hoy de un grave peligro».

Una traición perversa, en efecto, con artes enteramente nuevas y llenas de perfidia se esforzaba por aniquilar las energías vitales de la Iglesia. Y la infiltración era tan extensa, que bien podría decirse, adaptando una frase escrita a propósito de la herejía de Arrio: «El mundo católico despertó, y se encontró, aterrado, que era modernista».

Y el Papa sale al paso a tanto mal. Energía en la réplica, emoción contenida en el tono, ausencia absoluta de sensiblería ante el peligro que amenazaba al rebaño de Cristo.

«Lo que sobre todo exige de Nos que rompamos sin dilaciones el silencio, es la circunstancia de que al presente no es menester ya ir a buscar a los fabricadores de errores entre los enemigos declarados: se ocultan, y esto es precisamente objeto de grandísima ansiedad y angustia, en él seno mismo y dentro del corazón de la Iglesia...»

Y fulmina:

«Cualesquiera Rectores o Maestros de los Seminarios o Universidades Católicas que de algún modo estuviesen imbuidos de modernismo sean apartados de su cargo, así de regir como de enseñar, sin miramiento de ninguna clase... así como los que encubierta o, descubiertamente favorecen al modernismo alabando a los modernistas o excusando su culpa..., asimismo los amigos -de novedades en Historia, en Arqueología o en los estudios bíblicos...»
«Con semejante severidad y vigilancia han de ser examinados y elegidos los que piden las órdenes sagradas; ¡lejos, lejos vaya de las órdenes sagradas el amor de las novedades!»
«Es asimismo deber de los Obispos cuidar que los escritos de los modernistas (o que saben a modernismo o lo promueven) si han sido publicados no sean leídos, y si no lo hubieran sido, no se publiquen... Ni hay que formar otro juicio de los escritos de algunos católicos, hombres por lo demás no de mala intención que, ignorantes de la ciencia teológica y empapados en la filosofía moderna se esfuerzan por concordar ésta con la fe, pretendiendo, como dicen, promover la fe por este camino...»
«De semejantes escritos ha crecido tanto su número que no hay fuerza capaz de catalogarlos a todos...»

¿Queréis algo más? Leed:

«Los Obispos no permitirán en lo sucesivo que se celebren Asambleas de Sacerdotes sino rarísima vez, y si las permitieren, sea bajo la condición de que no se trate en ellas de cosas tocantes a los Obispos o a la Sede Apostólica; ... y que no se hable en ninguna manera de cosa alguna que tenga sabor de modernismo, presbiterianismo o laicismo...»

Modernismo en los libros, modernismo en las cátedras, modernismo entre el clero, modernismo entre la juventud... Ciertamente, la lectura de la Encíclica Pascendi provoca inmediatamente este comentario espontáneo: «La Iglesia se ha librado hoy de un grave peligro».

«¡El Papa estaba mal informado!»

Este es el santo y seña de todo heresiarca, desde que el jansenismo inauguró la sorprendente táctica de obstinarse en pertenecer a la Iglesia.

Para evitar esta evasiva, Pío X dedica páginas extensas a exponer, con el mayor detalle, la doctrina modernista.

«En toda esta exposición de la doctrina de los modernistas, venerables hermanos, pensará por ventura alguno que nos hemos detenido demasiado; pero era de todo punto necesario, ya para que no nos recusaran, como suelen, diciendo que ignoramos su doctrina; ya para que sea manifiesto que, cuando hablamos del modernismo, no tratamos de doctrinas vagas y sin ningún vínculo de unión entre sí, sino de un cuerpo definido y compacto, en el cual, si se admite una cosa de él, siguen las demás por necesaria consecuencia.»

El modernismo es, pues, una escuela –o, si se prefiere, un espíritu– bien sistematizada. ¿Cuáles son las postulados en que se funda?

El principal –exponente común de la filosofía postkantiana– es el agnosticismo. Podría resumirse éste diciendo: que el conocimiento intelectual humano, no sólo tiene su punto de partida en el mundo de las impresiones sensibles –o como dicen, en el mundo fenomenal– sino que no puede rebasarlo. Todo conocimiento científico, racional, de Dios le está, pues, vedado.

Sin embargo, la fe existe como un hecho. ¿De qué manera se puede explicar? Un segundo postulado entra entonces en juego, el de la inmanencia vital, que explica la religión como una serie de teoremas basados en los actos vitales subjetivos del hombre, y en especial en el sentimiento religioso.

«En el sentimiento religioso se descubre una cierta intuición del corazón, merced a la cual, y sin necesidad de medio alguno, alcanza el hombre la realidad de Dios y tal persuasión de su existencia dentro y fuera del ser humano, que traspasa con mucho toda persuasión científica.»

Sería imposible, ahora, seguir al modernista en todos las campos. Pues es de saber que

«cada modernista representa a la vez variedad de personajes, y los como mezcla entre sí: es filósofo, creyente, teólogo, historiador, crítico, apologista, restaurador...»

El Papa les va siguiendo en todos estos recodos,

pues la táctica de los modernistas, táctica, a la verdad, insidiosísima, consiste en no exponer jamás sus doctrinas de un modo metódico y en su conjunto, sino dándolas en cierto modo por fragmentos y esparcidas acá y allá, lo cual contribuye a que se les juzgue fluctuantes e indecisos en sus ideas, cuando en realidad éstas son perfectamente fijas y consistentes».

Este proceder da a su conducta y a sus obras un aspecto desorientador:

«...muchos de sus escritos y dichos, en efecto, parecen contrarios... De aquí que tropecemos en sus libros con cosas que los católicos aprueban completamente; mientras que en la siguiente página hay otras que se dirían dictadas por un racionalista.
De aquí que cuando escriban de Historia no hagan mención de la Divinidad de Jesucristo; pero predicando en los templos la confiesan firmísimamente.»

No es necesario decir más para hacer apreciar cuán peligrosa es esta táctica.

Jesucristo y la Iglesia: idealización y evolución

Unas palabras finales para indicar de qué manera, como diría el Papa, «aplican el hacha a las raíces mismas de la fe».

Las ironías de Voltaire o de los racionalistas quedan bien pobres, bien inofensivas, ante la evidente penetración psicológica que revelan los modernistas en su crítica histórica.

Han observado, en efecto, un hecho que se da en todas las literaturas: la idealización de sus héroes. Y aplican esta teoría a Jesucristo.

Han considerado a la Iglesia como fruto de la necesidad de comunicar a otros nuestro sentimiento religioso: la autoridad no puede, par lo mismo imponer órdenes a este sentimiento.

Han definido a la Religión como un hecho «vital»; su característica será, por lo tanto, una perpetua evolución y progreso.

(¿Qué diría a esto el historiador de las Variaciones del Protestantismo?)

Todo ello presidido por un supuesto inalterable: que lo sobrenatural no puede darse como hecho histórico, puesto que no es otra cosa que lo incognoscible. Jesucristo, pues, no puede ser para un historiador más que un moralista, como lo han sido –¿quién no ha visto insinuada esta comparación?– Sócrates, verbigracia, o Sakia-Muni.

Ved un ejemplo de las razones, ora decididas, ora insinuantes, con que apoyan su labor disolvente, en un texto de Loisy:

«Hay un cierto número de conclusiones que la crítica no católica no abandonará ya, porque hay razones poderosas que llevan a considerarlas como definitivamente adquiridas por la Ciencia. Tales son, entre otras, las siguientes:
El Pentateuco, en la forma que ha llegado hasta nosotros, no puede ser obra de Moisés.
Los primeros capítulos del Génesis no contienen una historia real y exacta de los orígenes de la humanidad.
No todos los libros del Antiguo Testamento, ni las diversas partes de un mismo libro, tienen siempre el mismo carácter histórico.
Todos los libros históricos de la Escritura, incluso los del Nuevo Testamento, han sido redactados por procedimientos más libres que los de la historiografía moderna, y por lo tanto, una cierta libertad de interpretación es consecuencia legítima de la que reina en su composición.»

¿Quién no se encontraría inclinado a admitir este último párrafo, por ejemplo, si no le hubiera alarmado un poco el vecindaje de los que le preceden? ¿No parece su conclusión muy razonable, muy natural?

Añadid a esto que los modernistas se distinguían externamente, por llevar una vida muy piadosa; que nadie impugnaba tanto el racionalismo como ellos. Así, cuando Harnack publica, en mayo de 1900, su obra La esencia del Cristianismo, Loisy se siente «avergonzado» por la Iglesia, y, presentándose como su campeón, se dispone a recoger el guante que el racionalista alemán había lanzado...

* * *

«La Iglesia se ha librado hoy de un grave peligro.»

Ya lo había señalado León XIII; pero Pío X es el encargado de darle la batalla definitiva.

Ésta se traba, principalmente, por medio de dos documentos: el llamado «Sílabo de Pío X» (Decreto Lamentabili) y la Encíclica Pascendi, junto con el llamado «juramento antimodernista».

Hace de ello casi cuarenta años... ¿Puede decirse que se trata de un problema ya histórico, o siguen flotando en el aire tendencias modernistas?

Séanos permitido contestar con un texto célebre de la filosofía medieval: «altissimum enim negotium est hujusmodi, et majoris egens inquisitionis...» Es éste un asunto muy grave y que necesita de mayor estudio.