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artículos de Cristiandad de Barcelona
Fraxinus Excelsior [Enrique Freixa Pedrals]
CRISTIANDAD
Año I, nº 6, páginas 140-141
Barcelona, 15 de junio de 1944
A LA LUZ DEL VATICANO
I. LA CULTURA
Altar Mayor es el título de una novela, que, desde luego no es acabada de aparecer, pero debe añadir para justificarse el autor de estas líneas que, no siendo crítico literario, no está obligado a leer novela alguna y cuando lo hace es porque una pausa en el cotidiano trabajo le permite buscar en la lectura momentáneo solaz.
Y aun al crítico profesional sería difícil enjuiciar literariamente esta obra que escribió una insigne pluma laureada repetidas veces por la Real Academia, y que en esta novela luce con singular donosura la maravillosa y sonora variedad del verbo castellano y que en varias ocasiones, haciéndonos añorar al maestro Palacio Valdés, intenta pulsar la lira de los modismos asturianos, tan graciosos y tan expresivos cuando se oyen directamente a los naturales de la región.
Excepto una escena en cierto hotel de Santander y alguna alusión a San Sebastián y a Cangas de Onís, la acción se desarrolla íntegramente en Covadonga y no sólo es fácil adivinar los nombres de los hoteles, sino que incluso se individualizan claramente las habitaciones y dependencias que se describen en la novela; con la misma precisión se retratan los caminos con todos sus recodos y puntos de vista y no es exageración afirmar que el turista hallará en esta obra muchos detalles útiles y difíciles de encontrar en otros libros, pues los datos relativos a encrucijadas, atajos, kilometrajes, &c., son abundantes y siempre exactos.
Otras identidades se podrían subrayar todavía entre la novela y la realidad, pero no es oportuno insistir aquí sobre ellas porque nos proponemos únicamente llamar la atención sobre la exactitud en los pormenores a que aspira todo el relato, exactitud que hace, por contraste, más sensible la ligereza con que se formulan algunas consideraciones históricas a las que se entregan con especial frecuencia y delectación no sólo la pluma narradora sino también Yacub-Es-Saheli, católico libanés, por cuya boca aquélla se expresa con frecuencia.
Así, por ejemplo, en la página 130 de la edición que manejamos (Burgos, 1939) se afirma sin ambages que en la heráldica cristiana el símbolo religioso de la cruz fue adaptación de la esvástica. No se puede leer sin sonrojo que los cristianos adoptaron como símbolo la cruz tomándola de la cruz esvástica que era empleada por ciertos pueblos de China y del Norte de Europa en los cuales estaba probablemente unida a las más bajas supersticiones. Nosotros, sin saber tanto como saben los personajes de Altar Mayor, hemos creído siempre y seguiremos creyendo ingenuamente que la cruz recuerda únicamente el suplicio en el Gólgota de nuestro Redentor y entendemos que la historia de la iconografía de la Crucifixión demuestra que la cruz apareció entre los primeros cristianos tan pronto como se apagó en éstos la repugnancia y el horror que sentían por lo que era elemento de patíbulo y que en el transcurso de los siglos, a través de las Majestades y los Crucifijos, las imágenes, tendiendo a un mayor realismo, se enriquecieron en detalles hasta la época actual en la que, como es sabido, no nos atrevemos todavía a permitir que nuestros artistas se acerquen con más crudeza a la despiadada y horrible realidad.
En otro lugar del libro (página 57), se lee el siguiente párrafo que no es atribuido a ningún personaje: «Esta aspirante al matrimonio, con todas las preocupaciones ramplonas de su tiempo, entroniza en su casa al Corazón de Jesús, devoción francesa, pero no se atreve a creer en la Virgen de Covadonga ni en la historia colosal de España.» Si verdaderamente existe en España una joven aristocrática de poca fe y de dudosa virtud como en la novela parece ser Leonor Jové, que es el personaje a quien se alude, bien está que se la trate con la mayor dureza. Diremos más todavía: si tal joven existiese, deberíamos entender que constituye, por su parte, una hipócrita burla el haber entronizado en casa al Sagrado Corazón de Jesús, y sería justo fustigarla por este hecho.
Ahora bien, lo que no puede parecer correcto es computar como una falta más el mero hecho de la entronización y calificarla de devoción francesa. No cabe duda de que esta devoción tuvo su origen en hechos que se suponen acaecidos en Francia, que los principales personajes que en ellos intervinieron eran franceses y que se dio primeramente culto público y oficial al Sagrado Corazón en algunas diócesis de Francia. Esta es cierta, pero también lo es que desde hace casi un siglo, desde Pío IX, esta fiesta se celebra con misa propia en todo el orbe católico, que la devoción de los Primeros Viernes es practicada por docenas de millones de católicos que no son franceses, y que los seis últimos Papas la han bendecido, predicado y estimulado con particular cariño; no aludimos a la difusión que ha experimentado en los países de Misiones, porque alguien que leyese estadísticas podría tener motivo, aunque no razón, para argüir que la expansión misional de la Iglesia es meramente un pasatiempo francés. Añadamos por fin que en 1899, accediendo al ruego de una monja alemana que residía en Portugal, un Papa italiano consagró todo el género humano al Sagrado Corazón de Jesús.
Estamos acostumbrados a combatir a los que quieren particularizar la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, presentándola como una beatería propia de mujeres o como una devoción vinculada a ciertas tendencias políticas de nuestro propio país. Pero al presentarla como una devoción francesa, se hace algo más grave que lo que se puede imaginar; porque decir que es una devoción francesa equivale a decir que es una moda francesa, y esto es lo mismo que afirmar que la piedra angular sobre la que los Papas modernos fundamentan sus esperanzas de pacificación de nuestra sociedad, no es tal piedra angular, sino simplemente algo tan frágil y efímero como es siempre una moda.
Debe comprenderse que la historia de nuestra salvación ha transcurrido en teatros determinados geográficamente y que incluso es lícito que cada pueblo se enorgullezca honestamente de las distinciones de que ha sido objeto por parte de Dios; los demás pueblos podrán hasta envidiarlos con santa envidia, pero no hemos de olvidar que para subrayar el carácter universal de la Iglesia católica nunca ha sucedido ningún milagro trascendental en los espacios interestelares ni en el principado de Liechtenstein, dicho sea sin menoscabo de los habitantes de este pequeño Estado.
Si empezamos diciendo que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús es una devoción francesa, terminaremos pensando que la piadosa costumbre de rezar por el Obispo de Roma no es más que un rito italiano, y que la práctica de peregrinar a los Santos Lugares es simplemente una vieja y ya abandonada tradición oriental.
Y si pensamos así, nosotros, que vivimos a las orillas de este mar que surcó San Pablo y que tenemos tantos siglos de Cristianismo, ¿qué pensaríamos si tuviésemos la suerte de ser, por ejemplo, católicos de Nueva Zelanda, a quienes no ha sido dado ver lo que nosotros hemos visto?
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La novela a que hemos aludido ha alcanzado ya los honores de una reedición; si este caso se presenta nuevamente, quien la escribió ¿no querrá corregir algunos puntos como los citados? Dios se lo pagará si así lo hace, porque probablemente el fondo y la forma de dicha novela no se prestan a mayores observaciones desde el punto de vista moral. Sirva entretanto esta nota para advertir a quienes la lean de que existen en ella cierta clase de lunares.