Los mártires de la persecución religiosa en España durante la Guerra de 1936 y sus precedentes
El trapense Pío Heredia y 17 compañeros mártires
Mártires de Viaceli
Por Francisco R. de Pascual, ocso. http://www.cistercium.es/images/MARTIRES_VIACELI_1936.pdf
En el Capítulo General de los Trapenses de 1962, acogiendo el deseo muchas veces reiterado, la asamblea aprobó la introducción de la Causa de Beatificación de los monjes de Viaceli.
Inmediatamente se dieron los pasos para preparar el Proceso informativo, y con el asesoramiento de la Curia diocesana se hizo una extensa indagación para pedir información a cuantos conocieran la vida y el martirio de estos monjes. La respuesta fue sorprendente y sumamente valiosa para el subsiguiente Proceso diocesano, pues se recogió una enorme cantidad de datos, declaraciones e informes.
Ya se iba a incoar el proceso en Santander cuando, ante las críticas suscitadas contra las Causas de los mártires de la persecución española y las reservas de la Santa Sede, estos procesos quedaron suspendidos o abandonados.
Con el pontificado de Juan Pablo II y su actitud manifestada sobre todo en la Carta
Apostólica Tertio Milennio Adveniente , y vistas las posibilidades, se recomenzaba el Proceso diocesano con la publicación del Edicto del obispo de Santander, firmado el 30 de noviembre de 1995.
Con fecha de 15 de julio de 1996, Mons. José Vilaplana Blasco, obispo de Santander, decretaba la introducción de la Causa de Canonización de los Siervos de Dios P. Pío Heredia y 18 compañeros monjes y ordenaba que se abriese el Proceso diocesano sobre el martirio. El 20 de julio tuvo lugar la sesión de apertura y el 9 de enero de 1997 la sesión de clausura de dicho Proceso diocesano.
El decreto de apertura del Proceso en la Congregación para las Causas de los Santos está fechado el 8 de febrero de 1997. El 16 de junio de 2000 la Congregación emana el decreto de validez del Proceso diocesano.
La Congregación para las Causas de los Santos decreta el 2 de marzo de 2001 la unión de esta Causa de los monjes de Viaceli a la de M. María Micaela Baldoví Trull y Sor María Natividad Medes Ferris, monjas cistercienses del monasterio de Fons Salutis, en Algemesí, archidiócesis de Valencia.
La Positio, es decir el estudio crítico hecho por la Postulación sobre el proceso diocesano, se termina el 8 de diciembre de 2003, se imprime y se entrega a la Congregación en 2004.
El 19 de septiembre de 2013 se reúne el Congreso de los teólogos de la Congregación, que han estudiado la Positio de la Causa &ldquoPío Heredia y 17 compañeros y compañeras&rdquo y algunos de ellos piden otras informaciones. Después de la presentación de las aclaraciones a las dudas por parte de la Posrulación de la Causa, todos los 9 teólogos dan un voto afirmativo.
Este juicio se hace público con la correspondiente información impresa por parte de Mons. Carmelo Pellegrino, Promotor de la Fe, en la Ciudad del Vaticano a 29 de abril de 2014.
[El 22 de enero de 2015 el Papa aprueba el decreto de martirio de las dieciocho personas incluidas en la causa de Pío Heredia y 17 compañeros mártires (15 trapenses de Cantabria y 2 monjas cistercienses de Valencia). Al día siguiente es promulgado este decreto por la Congregación de las Causas de los Santos].
La abadía de Viaceli en Cóbreces durante la Guerra Civil española
En 1936, al estallar la guerra, también empezaron una serie de injustas y violentas tropelías cometidas a mano armada y a la luz del día, con expreso consentimiento de las autoridades, contra numerosas comunidades religiosas. Desde el primer momento, la comunidad monástica de Cóbreces, unas 60 personas, quedó a disposición arbitraria del Comité local del Frente Popular, el cual, con la idea de que los monjes poseían un arsenal de armas, dio comienzo a una serie interminable de registros y cacheos ignominiosos. Entre fusiles y pistolas pasaron una tarde de julio tres nonjes, de quienes los milicianos se hicieron acompañar, mientras registraban las dependencias del Monasterio e Instituto en busca de imaginarias armas.
La situación se volvió difícil y los monjes no podían salir del monasterio sin previa autorización del Comité del Frente Popular. En los altozanos que dominaban la abadía, percibían la silueta de gente esquiva que los miraba con sonrisa burlona. Los milicianos iban con frecuencia al monasterio en busca de víveres. Por las noches les hacían apagar las luces eléctricas, por lo cual los monjes tenían que rezar en un salón, al tenue resplandor de una candela. El 20 de agosto de 1936, festividad de San Bernardo, se comunica el decreto, aparecido en La Gaceta, de cierre y supresión del culto católico en las parroquias e iglesia monasterial. El decreto decía así:
Frente Popular de Alfoz de Lloredo (Santander). Para dar cumplimiento a órdenes superiores, este Comité del Frente Popular de Izquierdas de Alfoz de Lloredo, tiene acordada la clausura de todos los edificios destinados al culto católico, y, en consecuencia, se ha dispuesto que proceda Vd. a cerrar la iglesia parroquial y todas las capillas que existan en ese pueblo, y remitir a este Comité, sito en Novales, las correspondientes llaves, a las que colocará una tablilla con el nombre del edificio a que correspondan. También queda prohibida la celebración de cultos en oratorios particulares o de comunidades. Alfoz de Lloredo, 20 de agosto 1936. El P. del Comité. (Firmado y Rubricado). Sello: Frente Popular de Alfoz de Lloredo. RR. PP: Trapenses. Cóbreces.
Como se puede ver en el Diario de la comunidad, desde que comenzó la guerra hasta la expulsión de los monjes, en la comunidad trapense de Cóbreces se deja de rezar el oficio en común a partir de la hora de nona de ese día, 20 de agosto. Del 21 al 24 de agosto se celebrarán las misas ocultamente sin la presencia de la comunidad.
El día 23 al abad dispone que vayan saliendo para sus casas los más posibles, especialmente los más jóvenes y los niños de la escuela monástica. Primero los de la provincia, otros pocos más adelante. El 24 de agosto el alguacil municipal, acompañado de otros, coge todos los vasos sagrados, cálices y demás objetos litúrgicos de valor y los lleva requisados a Novales. El 27 de agosto el Frente Popular niega la salida para Bilbao a varios monjes vascos. Otros milicianos de la CNT y de la FAI impidieron en Los Corrales y Reinosa que algunos monjes llegaran a casa de sus padres.
El P. Ceferino García, entonces miembro de la comunidad, recoge cuidadosamente todos estos detalles y sus protagonistas. Así afirma: "Se hicieron gestiones para celebrar una misa el 30 de agosto, San Emeterio y San Celedonio; pero se negaron en Cóbreces los del Frente Popular. Se recurrió a Novales, y allí se opuso un tal [&hellip], hijo político del Sr. Alcalde y delegado municipal del Comité de Santander. El de Novales lo entendió radicalmente y sin parar mientes cierra todas las iglesias y capillas del municipio, lo cual no fue así en Santander, etc.&rdquo.
El 8 de septiembre, fiesta de la Natividad de María y sin haber podido celebrar la misa, todos los que quedaban en la comunidad son trasladados a Santander tras ser invadido por sorpresa el monasterio. Quienes se incautaron del monasterio, la mayoría de ellos conocidos por los monjes, hicieron buen acopio de cuantos objetos de la abadía podían significar algún valor para ellos. El Sr. Gregorio Berberena, empleado de la fábrica de quesos del monasterio, afirma en su declaración del 20 de febrero de 1963: "A su llegada, los del Frente Popular se incautaron de la fábrica y del monasterio, llevando parte de la comunidad a Santander". De este saqueo queda constancia en la documentación oficial y se señalan las personas sospechosas del mismo: &ldquoEs saqueado el monasterio y colegio adjunto, y son robados cuantos efectos son útiles para algo. Son destrozadas las imágenes, objetos de culto y ropas. Personas sospechosas de participación en el crimen [&hellip]&rdquo.
8 de septiembre de 1936
En un reloj cercano, quizás el de la torre de los jesuitas de Santander, suenan las once campanadas que anuncian ya próximo el final del día. EI Padre Pío no puede dormir. Acurrucado en un rincón de la sala que les sirve de prisión improvisada, su cuerpo y su mente se resisten al sueño. Ha sido un día duro y agotador, un día largo. Quizás el mas largo de su vida. Las campanadas del reloj traen a su corazón algo de la paz del monasterio, dejado bruscamente atrás. EI Padre Pío quiere orar, en el silencio de la noche, pero a su mente acuden a borbotones los recuerdos, apenas digeridos, de aquel último día.
Llevaban ya tres semanas de vida semiescondida en el monasterio de Cóbreces desde el día de San Bernardo, el pasado 20 de agosto, cuando la Junta local del Frente Popular prohibió radicalmente el culto católico. Triste día de San Bernardo para aquellos 60 monjes y formandos que llenaban el claustro de Viaceli. Tristes días los que siguieron. No faltaron temores de males mayores, como detención, expulsión del monasterio, apresamiento... y hasta la misma muerte. Hablaban de ello los monjes aquellos días.
Unos eran mas optimistas, otros veían el horizonte mucho mas entenebrecido. España entera estaba en armas y las noticias, de uno y otro bando, eran cada vez mas estremecedoras. En aquellos primeros días, el Padre Abad, Dom Manuel Fleché, había procurado poner a salvo enviando con sus familias a cuantos había podido. Pero aún quedaba en el monasterio una buena parte de la comunidad, pendiente del desarrollo de los acontecimientos, apiñados en torno a su abad, tratando de vivir de la mejor manera posible, a pesar de las limitaciones impuestas, su vida religiosa y cisterciense.
El Padre Pío no puede dormir. A su mente vuelven los recuerdos de ese día trágico que marcó para siempre la historia de la Abadía de Viaceli. Recuerda cómo después del almuerzo comunitario, los hermanos habían subido al dormitorio para descansar y hacer un rato de siesta. La campana, tocada a rebato, los despertó súbitamente. Pero hoy no los llamaba al rezo de coro, como otros días, no. Hoy los convocaba con urgencia a reunirse en el recibidor del monasterio y presentarse frente a los milicianos que habían invadido su casa de paz y pretendían entre voces y gestos ofensivos hacerse cargo de ella. La sorpresa de aquellos pacíficos moradores de la casa de Dios fue mayúscula, como es de suponer. Las órdenes, gritadas con energía y odio a la vez, eran secas y tajantes: con la mayor rapidez, con lo esencial en las manos, debían presentarse todos a la puerta del monasterio, donde les esperaban unos camiones para llevarles quién sabe a dónde. Los monjes obedecieron sorprendidos, humillados, silenciosos, a pesar de reconocer entre sus captores algunos vecinos y &ldquoamigos&rdquo del propio pueblo de Cóbreces.
Recordaba, pues, el Prior, en el quieto silencio de la noche, en aquella cárcel por la que pasaron tantos inocentes camino de la muerte, aquellos minutos azarosos. Vestirse a todo correr, disponer de las pocas cosas que cada uno tenía a mano, una carrera fugaz y acongojada para orar intensamente ante la Virgen del claustro... ¡Ah, la Virgen del claustro...! La que día a día dirigía su maternal mirada amorosa al transitar los monjes de un acto comunitario a otro, o para ir a sus trabajos cotidianos, pasando siempre por delante de Ella! Aquel día, fiesta mariana entrañable, la despedida fue dolorosamente intensa. Recordaba el Padre Pío... Pero entre sus recuerdos de aquel momento espantoso había uno hondamente grabado en sus pupilas y en su coraz6n: subidos ya los monjes a los camiones, y él mismo a la cabeza del grupo, cruzó una mirada con el Padre Abad, Dom Manuel, que desde lo alto de la escalinata que sube a la puerta principal del Monasterio, bendecía, conmocionado por el dolor, a los hijos amados que tan brutalmente le eran arrebatados, sin más explicaciones y sin ningún motivo que lo justificara. Las lágrimas surcaban en silencio el rostro de aquel padre que bien hubiera preferido acompañar a sus hermanos en el viaje a lo desconocido. Y las lágrimas brotaron también en los ojos del Padre Pío, entendiendo perfectamente lo que su abad parecía indicarle en una comunión espiritual de corazón a corazón. El prior parecía decirle al abad: Descuide, Padre, que en su nombre cuidaré de todos estos para que ninguno se pierda.
Llegados a Santander, fueron encarcelados en la prisión improvisada en el colegio que los Salesianos poseían en la Calle Viñas. Ninguno se había perdido, ni había sido separado del grupo, de momento. El Padre Pio trato de tranquilizarlos a todos y procuró que se acomodasen lo mejor posible para descansar (¡lo que pudiesen!) en aquella primera noche de tortura. Se quedó adormilado un buen rato. De repente, las doce campanadas que anuncian el cambio de día lo espabilaron de nuevo. Acostumbrado a la oración nocturna, comenzó mentalmente sus plegarias, trató de sosegar su espíritu en el abandono filial y confiado en las manos de Dios.
De pronto le asaltaron los recuerdos de su vida. El de su infancia en su aldea natal de Larrea, en tierras alavesas, donde había nacido un 16 de febrero de 1875. Tenía ya, pues, 61 años bien cumplidos ... ¡Con que intensidad afloraban ahora en su mente los recuerdos de su familia y de su infancia! Por todo ello dio gracias a Dios. A los 14 años había salido de su hogar para ingresar de niño en la escuela monástica del monasterio cisterciense de Val San José, en Getafe (Madrid). Allí se había formado, había profesado, allí había recibido las órdenes sagradas. Por todo ello dio gracias a Dios en esa noche santa de desvelo. Recordaba también, con estremecida gratitud, cómo había llegado a Viaceli a primeros de febrero de 1918, con qué cariño de padre y de hermano le había recibido Dom Manuel, el abad, entonces superior del monasterio, y que pronto depositó en el toda su confianza al nombrarlo segundo superior y maestro de los novicios. Sí, llevaba, pues, dieciocho años en Viaceli. Años fecundos de entrega y duro trabajo.
Miró a su alrededor y vio a sus hermanos de vida monástica acurrucados también, semidormidos, sobrecogidos por el frío y el temor que, incluso sus caras dormidas, reflejaba. Pensó también en la vida de cada uno de ellos, esos caminos de salvación y amistad que Dios cruza haciendo pasar las vidas de los hombres por ellos. Sintió compasión y ternura por todos. Pero lo más duro era la incertidumbre de no saber qué iba a ser de ellos, encarcelados, perseguidos, humillados, maltratados sin saber por qué. Ellos eran hombres de paz, como hijos de San Benito y San Bernardo, en su monasterio rezaban y oraban por todos, por la situación de su patria, para que la paz venciera al odio. Ahora no encontraban otro apoyo sino el del Dios a quien cada día oraban y servían. Ellos acogían a todos los que llamaban a las puertas del monasterio, les daban lo que podían, compartían su comida con los pobres y necesitados. Y de repente se encontraban envueltos por una tormenta de odio y sin razón que no comprendían.
Con mirada llena de piedad y misericordia fue repasando los nombres y los rostros de cada uno de sus hermanos, encomendándolos a la maternal protección de María. Le habían sido encomendados por Ella para que los protegiera como ella tantas veces lo hizo, escuchando la Salve a la hora de completas, en el monasterio... En su nombre, y en el Dios, él debía cuidar de ellos. Pero sabía bien que era el Señor quien cuidaba de todos. Se consoló su corazón al recordar las palabras de Jesús: &ldquoYo estaré con vosotros todos los días, hasta el final&rdquo (Evangelio de san Mateo, 28, 20).
La prisión, sin pena ni gloria, duró cinco días para unos y diez para los demás. Gracias a las gestiones de D. Ángel Aldasoro Gurtubay, D. Carlos Iruretagoyena y D. Valentín González, los monjes se vieron inesperadamente en libertad, y procedieron a buscar cobijo en domicilios
12 de octubre de 1936
Son las diez de la mañana. El día es soleado y el Padre Pío detiene su lectura, mientras la luz que entra por el mirador de la casa envuelve la butaca en que se encuentra sentado. Ha celebrado la eucaristía a hora bien temprana, para los hermanos que habitan con él y algunas otras personas que se les han unido, como es habitual. Es el día de la Virgen, su amada y querida Virgen del Pilar. Su alma, tan marcadamente mariana, evoca cómo en otra fiesta mariana, la de la Natividad, el 8 de septiembre, fueron arrojados del monasterio de forma brutal. Lejos de él continúan como pueden sus prácticas monásticas, reducidas a lo esencial, fielmente. Se mueven con cierta libertad, pero con prudencia. En su ingenuidad política piensan que aquello es algo pasajero, que acabará pronto. Aunque sean monjes no estaban desinformados. Desde hacía meses tenían conciencia de la situación social del país, de las fuerzas políticas en confrontación; pero no podían asimilar las consecuencias que tal enfrentamiento estaba produciendo. Poco a poco iban tomando conciencia de ello, lo cual aumentaba su temor.
Terminada la tremenda batalla de Brunete se dio comienzo a la operación militar para liberar Santander, operación también de gran envergadura táctica por ambos bandos. El día 26 de agosto, al mediodía, la IV Brigada de Navarra hace su entrada en la capital montañesa al mando del Coronel Alonso Vega, a la par que los legionarios italianos del General Bástico. Santander, única capital que no votó a la República en las elecciones municipales de 1931, cayó en zona republicana debido a una indecisión por parte del mando militar en la Plaza (Regimiento Valencia) ya que a pesar de haberse comprometido este con el mando nacional, no se sumó en su momento al llamado Alzamiento. Un año largo sufrieron los montañeses la opresión, durante los que se produjeron todo tipo de vejaciones, crueldades y asesinatos a ciudadanos indefensos como en tantas otras ciudades y pueblos de España. De triste recuerdo son los asesinatos que se realizaron en el Faro de Cabo Mayor y los fusilamientos en el cementerio de Ciriego, penalidades y crueldades realizadas en el barco prisión Alfonso Pérez.
Los monjes sabían todo esto, y veían que la situación de violencia y persecución se iba endureciendo. Vivían semiocultos, manteniéndose como podían. Tenían encuentros fugaces y se comunicaban las noticias de sus antiguos hermanos de monasterio. Todas esas confidencias han quedado sin documentar, y solo se conoce la situación por rumores y lo que pudieron referir los supervivientes. Algunos de estos habían sido reclutados o llamados a filas en ambos bandos, los llamados republicano y nacional. Unos murieron, otros volvieron al monasterio poco a poco tras la liberación de Santander. Solamente el joven monje Ceferino García, que sería después el cuarto abad de Viaceli, hizo una crónica detallada del momento de la detención y días pasados en la checa. Después partió para Vascongadas, donde sirvió con los gudaris. Otro monje, el P. Ignacio Astorga, recogería en un librito -De la paz del claustro al martirio- el primer relato oficial de todo lo sabido. Pero muchas noticias y anécdotas de la estancia de los monjes en casa de los Aldasoro y sus idas y venidas se las debemos a la monja cisterciense de las Bernardas de Santander, M. Elena Gómez, memoria viva de la historia de la comunidad hasta su muerte el 12 de junio de 1997, y a la Hna. Escolástica Lerín Tafalla (+5 de enero de 1974), que conoció prácticamente a todos los monjes de Viaceli y a quienes atendió con especial delicadeza fraterna durante el tiempo que estuvieron en Santander. La Hna. Escolástica acompañó a los monjes y fue conducida con todos ellos a la checa donde retuvieron a los trapenses. En el libro Como incienso en tu presencia (volumen preparado para la apertura del proceso de beatificación) se lee: Detenida en una habitación contigua estaba Sor Escolástica, una religiosa Bernarda del monasterio de San José, de Santander, procedente igualmente del domicilio Aldasoro, que pudo seguir a través del tabique lo ocurrido al P. Pío y a sus súbditos durante los días 2 y 3 de diciembre
A la una y media de la mañana tomáronme a mí declaración, terminada la cual me llevaron a otra habitación, desde donde oí perfectamente el interrogatorio a que sometieron a los Padres detenidos. Desde las dos hasta las tres menos minutos duró el primero, el del P. Pío, que tuvo más de dolorosa pasión y martirio que de juicio o declaración. Sufrí muchísimo al oír el interrogatorio del Padre y, sobre todo, el cruelísimo trato que Neila, Comisario político de Santander, le dio. Fuera de sí de cólera y enojo, el Comisario se cebó a placer con el buen padre, dándole golpes y empellones contra la pared, llenándole de improperios y durísimos reproches.
Había, al menos, tres "checas" fatídicas: la "municipal", la de "Neila" y la de "Los Ángeles Custodios"; así sarcásticamente llamada esta última por estar instalada en el convento de las religiosas de este nombre. Las "sacas" de la checa municipal se hacían previa presentación de recibo; pero muchas veces este papel era la conocida orden tras la cual se ocultaban siniestros propósitos. Gran número de detenidos, extraídos así, caían inmediatamente en la calle en manos de grupos ya preparados, que los llevaban al faro de Cabo Mayor, al cementerio de Ciriego o a las afueras de la población, siempre a altas horas de la noche, ocultos en la oscuridad.
Estos actos se repitieron en todas las "checas" que fueron montadas, y especialmente en la de "Neila", situada en la calle del Sol, hoy del Carmen, donde este comisario de policía había establecido su estado mayor. Cuando lo que llamaban "el depósito" contenía ya un número excesivo de detenidos, los sicarios de Neila procedían a las "sacas" por grupos, para dejar sitio a los que debían llegar; pero aún así no era suficiente, y fue habilitado el barco "Alfonso Pérez" como prisión; otros detenidos eran conducidos al penal de El Dueso, en Santoña.
En el convento llamado de "Los Angeles Custodios", fue instalada una "checa" en la que actuaban elementos anarquistas, cuyo jefe era el violento marinero Mariano "el Cojo". Allí fueron a parar, entre otros, los sacerdotes y seminaristas de Comillas. Entre insultos y amenazas, los detenidos pasaron por una verdadera calle de la amargura. El tal "Cojo" los tuvo ocho días sin comer, y sometidos a las más denigrantes vejaciones, dándose casos de enloquecimiento por terror.
Los monjes, de momento, evitaron la muerte. Ciertamente que quedaba atrás la cárcel de la calle Viñas. Atrás también las burlas e insultos sufridos cada día de su encarcelamiento cuando, en fila y de forma evidentemente reconocible, debían acudir a un comedor público cercano para recibir su ración alimentaria. Sí, atrás quedaba todo eso y mucho mas sufrido. Salieron a la calle desorientados y acongojados, hondamente impresionados por lo que habían visto y padecido. Lo hicieron en dos grupos. Uno el día 13 de septiembre y, el otro, el día 17. Todos estaban enormemente agradecidos a sus valedores y se preguntaban con inquietud por su porvenir, el de la comunidad, el de todos sus conocidos.
Pero un día llegó para todos una mala noticia. Primero fueron solo rumores, después se supo la verdad. Los Padres Eugenio y Vicente fueron asesinados días atrás. En silencio, sin nombrarlos, los recordaron en la eucaristía. También ellos fueron arrestados, como todos, pero los llamados milicianos, los mismos que invadieron el monasterio, retuvieron en él a los Padres Eugenio y Vicente, junto con el Padre Bernardo y el Hno. Tomas. Los retuvieron para hacerse con el funcionamiento de la fabrica de quesos y mantequillas de la que los monjes vivían y en la que trabajaban y daban trabajo a vecinos de Cóbreces. Fueron unos días tensos en el monasterio. Saqueos y destrozos, que aquel pequeño grupo retenido tuvo que sufrir hondamente y que no presagiaban nada bueno.
Al atardecer del día 21 de septiembre el Padre Vicente visito al Padre Abad, Dom Manuel, que estaba aún en la fonda del pueblo de Cóbreces, respetado por su nacionalidad francesa, reclamado por el Cónsul francés en Santander y en espera de su extradición a su país natal. Ambos se confesaron recíprocamente. Con entrañable afecto y contenida emoción se despidieron. Pero esa misma tarde, a ultima hora, los Padres Eugenio y Vicente fueron detenidos por sorpresa y subidos a un automóvil que, supuestamente, los habría de llevar a Santander y dejar libres. Pero mucho antes de llegar, en el término de Rumoroso, fueron apeados bruscamente del vehículo y, sin más preámbulos fueron tiroteados. Ambos murieron en el acto. Sus cuerpos quedaron abandonados y tirados en la cuneta de la carretera. Fueron los primeros en dar su vida. Fueron los únicos cuyos cuerpos, tiempo después, pudieron ser rescatados por la comunidad cisterciense y llevados al monasterio, donde reposan hoy en un ala del claustro. Tenían 33 y 31 años respectivamente y eran los encargados de la administración del monasterio y de la fábrica mencionada.
El Padre Pío permanece sentado, caldeado por el sol otoñal de esa mañana del Pilar. Algo le dice en su interior que debe prepararse, junto con sus hermanos, para afrontar lo peor. Muchas veces han hablado entre ellos de la posibilidad de morir como mártires, tanto en el monasterio como después, una vez expulsados del mismo. Hay buena disposición en el corazón de todos. Quizás haya que extremar la prudencia en adelante, al mismo tiempo que habrá que ir preparando el corazón y los ánimos para los acontecimientos que puedan sobrevenir. En esos días, no sin dificultades y a veces puntos de vista encontrados, tuvieron que hacer un nuevo camino de conversión, volverse con toda el alma a Dios y tratar de asimilar una situación política muy delicada, pues sabían que la persecución y los asesinatos se repetían con frecuencia; posiblemente supieron también de la muerte de los Dominicos de Las Caldas, del cura párroco de Cóbreces y de otros muchos conocidos, todos ellos asesinados por su fe en Cristo y su vida religiosa.
2 y 3 de diciembre de 1936
La casa de los Aldasoro estaba justo delante de la checa. Así que la presa era fácil. Y así sucedió. Los milicianos invaden la casa y se llevan de nuevo a los monjes. En los últimos meses hubo cambios entre los dirigentes del Frente Popular, los comisarios políticos y las tropas llamadas de asalto. La situación se ha endurecido y el odio se ha enconado; se suceden las ejecuciones y las detenciones, que culminan en desapariciones nocturnas o fusilamientos al atardecer en Ciriego.
Desaparecen ya las ultimas luces del día, que ha sido extremadamente duro para el Padre Pío. Acaba de regresar junto a sus hermanos en el sótano de la comisaría de policía, donde se hallan detenidos. Llega del segundo interrogatorio. Viene impresionado por la crueldad implacable del comisario Neila. Este le acosó con preguntas insidiosas, palabras vejatorias,blasfemias, desprecios, golpes, bofetadas, amenazas... Se sienta silencioso en el frío suelo del sótano. Sus hermanos se arremolinan tímidamente junto a él, pensando quién sería el siguiente y tratando de dar ánimos a su superior. Durante estos momentos solo una imagen ha permanecido fija e inmóvil en su mente y en su corazón: la de Jesús callado ante sus acusadores... como cordero manso llevado al matadero. Ese Jesús sin fuerzas es quien fortalece a todos para permanecer serenos, inconmovibles en su sencillez, ante la crueldad desaforada de sus carceleros. Recuerdan conmovidos que fue a la misma hora en que Jesús entregaba su vida, a la hora llamada de nona, cuando ellos fueron detenidos por ser discípulos de Jesús, pues no les dieron ninguna otra razón ni hubo ninguna acusación particular o referencia a delito cometido. Lo mismo el día 8 de septiembre en el monasterio que ahora, el día 1 de diciembre en su casa-refugio de Santander. ¡La hora nona... la hora de Jesús! ¿Pura coincidencia? ¿O mas bien otro signo más de predilección del Maestro, que quiere asociarlos a su muerte y su entrega? Sí, fue a la hora nona del primer día de diciembre cuando irrumpieron en la casa de la calle del Sol y par la fuerza los llevaron a la comisaría vecina a declarar. Allí pasarán dos frías jornadas, arrojados al calabozo en el sótano de la misma. Solo subirán para ser interrogados, dos veces el Padre Pío, una vez todos los demás. Juntos han de comenzado la novena de la Inmaculada, con decisión firme y manifiesta de seguir al Señor hasta el final, hasta el martirio, si así llegara a ser. Allí esta no solo el grupo de la calle del Sol, sino también el grupo encabezado par el Hno. Eustaquio, apresado apenas unas horas antes. La operación ha sido previamente concertada. Nada sucede al azar.
Aquella misma noche se llevaron al primer grupo, en medio del silencio de la madrugada, las manos atadas a la espalda. La noche siguiente sacarían a los otros con el mismo destino. Unos y otros parece ser que fueron llevados a bordo de una barcaza, al mar abierto fuera de la bahía santanderina y, atados a pesados lastres, arrojados a las frías aguas del Cantábrico, aquel mar que tantas veces contemplaron desde las ventanas de su monasterio, unas veces sereno y azul otras grisáceo y encrespado. Era la suerte que por aquellas fechas correrían muchas otras personas. El Hno. Marcelino será apresado algunos días mas tarde, para correr la misma suerte. Los del tercer grupo, reunido en torno al Hno. Santos, no fueron apresados. El grupo se disolvió y pudieron salvarse casi todos. Solo el Hno. Leandro fue apresado a finales del mes, confesó ser religioso, fue cruelmente torturado y, finalmente, asesinado.
Sus nombres, escritos para siempre
Impresiona la edad tan joven de aquel grupo de fieles seguidores de Cristo, el Testigo Fiel. Eran la esperanza de una comunidad floreciente. Se convirtieron en temprana semilla sembrada en el surco evangélico de la vida entregada y fecunda al estilo de Jesús. He aquí sus nombres:
P. Pío Heredia Zubía, de 61 años
P. Amadeo García Rodríguez, de 31
P. Valeriano Rodríguez García, de 30
P. Juan Bautista Ferris Llopis, de 31
P. Eugenio García Pampliega, de 33
P. Vicente Pastor Garrido, de 31
Fr. Álvaro González López, de 21
Fr. Marcelino Martín Rubio, de 23
Fr. Antonio Delgado González, de 21
Fr. Eustaquio García Chicote, de 45
Fr. Ángel de la Vega González, de 68
Fr. Ezequiel Álvaro de la Fuente, de 19
Fr. Eulogio Álvarez López, de 20
Fr. Bienvenido Mata Ubierna, de 28
Fr. Leandro Gómez Gil, de 21.
A ellos hay que añadir aún otro nombre: el del P. José Camí Camí, sacerdote diocesano, natural de Aytona (Lérida), de 28 años de edad. Este había sido ya admitido como postulante en la Abadía de Viaceli. Iba a ingresar en la misma en julio de 1936. Había acudido a su localidad natal para despedirse de su familia cuando, en la noche del 27 de julio, fue apresado junto con otro sacerdote. Ambos fueron atados a la parte trasera de un automóvil y arrastrados par la carretera durante más de 13 kilómetros. A la altura del cruce de Torres del Segre, fueron rematados a balazos y sus cuerpos triturados con las ruedas del vehículo, dejándolos abandonados.
Pero en la memoria de los monjes de Viaceli permanecen tres nombres más que merecen figurar en esta lista, aunque cuando se inició el Proceso de Beatificación se decidió no añadirlos, por faltar documentación y pruebas suficientes para justificar su martirio, aunque consta su asesinato por motivo de ser religiosos:
Fr. Santiago Raba Río, de 26 años
Fr. Ildefonso Telmo Duarte, de 24
P. Lorenzo Olmedo Arrieta, de 48
Fr. Santiago Raba emitió la profesión solemne en Viaceli el 20 de agosto de 1932. Murió en la guerra civil en el frente de Vizcaya, en el sector de Munguía, en mayo de 1937. Pertenecía al llamado ejército rojo. Según todos los indicios fue muerto a traición por los mismos compañeros milicianos. Había sido alistado forzosamente, y dio siempre testimonio de su fe y profesión religiosa.
Fr. Ildefonso Telmo estudio en el Seminario conciliar de Oviedo de 1926 a 1930. Ingresó en Viaceli y tomó el hábito monástico el 19 de marzo de 1931. Fue vilmente asesinado en Tudelade Veguín (Asturias). Murió en el frente de Asturias, en mayo de 1937. Fue hecho prisionero y condenado por las milicias republicanas a hacer trincheras, incorporándolo a las brigadas disciplinarias.
El P. Lorenzo Olmedo nació en Aldedávila de la Ribera (Salamanca). Tomó el hábito en San Isidro de Dueñas (Palencia). Se trasladó a Viaceli para ayudar a los fundadores en 1908. Fue
ordenado sacerdote en enero de 1912 y nombrado superior de Santa Mª de Huerta, fundación de Viaceli, en enero de 1934, y en 1936 comenzó a presidir la restauración de este monasterio. El 16 de julio de 1936 fue al monasterio de las Bernardas de Brihuega para instruir a las monjas de esa comunidad en las observancias cistercienses. Al estallar la guerra civil vio su situación comprometida y decidió volver a Santa Mª de Huerta, y salió vestido de paisano el 21 de ese mismo mes de julio. Al llegar a Guadalajara se vio sorprendido por un gran tumulto y se refugió en una casa de huéspedes que había junto a la estación de ferrocarril. Viendo que empeoraba la situación decidió el 27 volver a Brihuega; pero se encontró con la sorpresa de que, al llegar, las monjas habían sido expulsadas del monasterio. Le acogió la demandadera del monasterio, que le hospedó en su casa, yendo después al Ayuntamiento del pueblo para solicitar un pase para el P. Lorenzo, a fin de que este pudiera llegar al monasterio de Buenafuente del Sistal. Pero fue detenido nuevamente, llevado a Guadalajara e interrogado. Tras padecer insultos y vejaciones parece ser que lo llevaron al cementerio del Guadalajara y allí lo fusilaron, pues un testigo presencial descubrió junto al cadáver un breviario cisterciense. Exhumados sus restos se hallaron en el cráneo señales de bala y el mencionado breviario Todos murieron en silencio, entregando sus vidas por ser seguidores de Cristo, victimas de un odio irracional, perdonando a sus perseguidores... al estilo inconfundible de Jesús. No dejaron huellas tras de sí. Sus últimos pasos no dejaron huellas propias, pues sus pies anduvieron fielmente sobre las mismas huellas de su Maestro... unidos a Él... identificados con Él. La documentación recogida y los testimonios debidamente escrutados y verificados, ofrecen una amplia gama de particularidades, detalles y momentos cargados de emociones, de profundo sentimiento religioso y amor por la vocación que habían recibido. Su lectura edifica y conmueve.
Así, pues, esas noches de diciembre fueron testigos del destino de los dos grupos de monjes llevados al martirio. No se conoce el lugar ni el modo de su ejecución. Uno de los detenidos, el Hno. Antonio Martín, fue indultado por ser de quince años de edad, y, como superviviente, relató los hechos de aquellas noches. Los relatos de las vicisitudes pasadas por los monjes son auténticas actas de mártires, como se decía en la antigüedad cristiana. También quedan para otro lugar y ya se ha escrito lo suficiente.
Ahora basta con dar fe de los hechos, según se desprenden del largo y laborioso trabajo que ha supuesto poder justificar su Beatificación. Cuando los monjes que sobrevivieron volvieron al monasterio montañés diez meses después de la detención es de suponer cómo lo encontraron. Pero si la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos, el martirio de unos monjes fue el mejor estímulo para que otros iniciaran una nueva etapa con mayor fervor y determinación. Los hermanos recomenzaron su vida monástica sin rencores, sin mirar ni señalar a nadie, ayudando en todo lo posible a los vecinos de Cóbreces, abriendo un comedor de beneficencia, reorganizando la explotación agraria y la fábrica de quesos.
El comisario Manuel Martín Neila, salió precipitadamente para Francia, perseguido por la policía de aquel país, ya que había ordenado la muerte de algunos ciudadanos francesas: tras ser detenido en la frontera hispano-francesa, Bayona, logró huir a México, donde se instaló y vivió de las rentas de un molino harinero (El Mixteco, en Nochixtlán). Vivió una vida tranquila y familiar, rodeado de sus hijos y nietos. Murió finalmente en Oaxaca (México) el 3 de julio de 1967, confortado por un amigo sacerdote, de quien recibió el consuelo espiritual que, seguramente, le propiciaron con sus oraciones sus tres hermanas religiosas; una de ellas, Sor Concepción Neila, ingresó en el monasterio cisterciense de la San Ilfefonso, de Teror (Gran Canaria) el 15 de octubre de 1942, pasando después a la fundación de este monasterio al de la Sma. Trinidad, en Breña Alta (isla de La Palma, Tenerife). Allí inmoló su vida como acto de reparación y murió santamente el 22 de julio de 1995. Gracias a ella poseemos un gran archivo fotográfico y documental sobre la familia Neila. El resto de la documentación sobre este personaje se halla debidamente registrado en los archivos civiles y militares de Santander, Barcelona y Ávila. Los caminos de Dios no son como los de los hombres. Desde que Dom Manuel vio partir en varios camiones a la comunidad de Viaceli hasta que él pudo volver a su querido monasterio, hubo en la abadía unos inquilinos que se dedicaron a destrozar todo lo que caía en sus manos -hay fotografías de ello-: libros, muebles, imágenes; intentaron, según testimonios recibidos, quemar la biblioteca. Gracias a que algún vecino de Cóbreces conservaba su sentido común, esta se salvó; así como el crucifijo pintado en la pared de la sala capitular (por tres veces se libró de las balas de los fusiles).
Dom Manuel volvió a Cóbreces tras una breve estancia en Sta. Mª de Huerta -donde se reagrupó la dispersa y maltratada comunidad- el 26 de octubre de 1937. Fue recibido con grandes muestras de entusiasmo por los vecinos de Cóbreces, quienes se volcaron en atenciones y colaboraron con los monjes para limpiar y adecentar el monasterio. Los monjes se olvidaron de sus captores, no hicieron preguntas a nadie y se dedicaron a vivir su vida con renovada ilusión.
Deben constar aquí unas palabras de agradecimiento para algunos vecinos de Cóbreces y sus familias, quienes aún con riesgo de sus vidas, hospedaron a algunos monjes en sus casas, les tuvieron ocultos o les ayudaron a huir. No entramos en valoraciones, sólo damos las gracias por su hospitalidad y su valor. De nuevo, pues, el santo Abad, con el corazón destrozado, pero con el espíritu siempre bien dispuesto, comenzó la reconstrucción de la comunidad, el &ldquopequeño resto&rdquo, que había quedado. Años difíciles y muy duros, más que en los comienzos de la fundación; pero los espíritus de los monjes habían sido probados y acrisolados por una dura y tremenda experiencia: el resultado fue que el entusiasmo y el espíritu de sacrificio se impuso por encima de todo. Tristemente para todos el 31 de enero de 1940 fallecía Dom Manuel, a los 71 años de edad, rodeado del afecto de sus hijos y venerado por todos. Sus restos descansan en una capilla de la iglesia de la abadía, la de San Bernardo; fueron trasladados allí en la tarde del 13 de noviembre de 1959, día en que se clausuró la celebración de las bodas de oro de la erección canónica del monasterio. Hoy contemplará con gozo la Beatificación de sus queridos hijos.
Desde Valencia
A estos monjes de la Abadía de Viaceli han sido unidas en el mismo Proceso, como ya se ha dicho, dos hermanas de Orden, muertas también de forma martirial: las Madres María Micaela Baldoví Trull y la Madre María Natividad Medes Ferris, ambas naturales de Algemesí (Valencia) y monjas del monasterio de Fons Salutis de la misma localidad. Las dos habían ingresado en el monasterio del Císter de la La Zaydía, de Valencia. La Madre Micaela a finales de 1891 y la Madre Natividad en octubre de 1914. Allí Madre Micaela fue abadesa los años 1917 a 1921. Y ambas habían salido juntas el 30 de octubre de 1927 para fundar un monasterio cisterciense en su villa natal de Algemesí. Madre Micaela iba como superiora. Aquella incipiente comunidad crecía lentamente, cuando en los primeros años de la década de los 30 la situación política y social se deterioraba visiblemente. Previeron la persecución religiosa que iba a desatarse, incluso la posibilidad probable del martirio. EI 22 de julio de 1936 la comunidad fue expulsada de su monasterio y las monjas se dispersaron por las casas de sus familiares. Madre Micaela se refugió en casa de su hermana Encarnación. Madre Natividad en casa de su hermano José, donde también hallaron cobijo sus dos hermanos carmelitas, el P. Ernesto y el Hno. Vicente. Fue inútil. Dieron con ellas. Fueron detenidas entre el día 18 y el 20 de octubre. Madre Micaela junto con su hermana y Madre Natividad junto a sus tres hermanos. Fueron llevadas presas, junto con otras personas, a su propio monasterio de Fons Salutis, convertido en cárcel improvisada. Allí vivieron unos días, preparándose para un final cada vez mas previsible. En efecto, la noche del 9 de noviembre, la Madre Micaela. junto con su hermana Encarnación, fue sacada del monasterio-cárcel y ambas fueron fusiladas en la carretera. Al amanecer, la Madre Micaela aún estaba viva, agonizante. La remataron machacándole la cabeza. La noche siguiente fue el turno de Madre Natividad, junto con sus tres hermanos, y todos fueron fusilados también en la carretera, fuera de la población. Madre Micaela tenia 67 años, Madre Natividad 55. Ambas sellaron, como tantos otros, su fidelidad a Cristo con su propia sangre. No podían renegar de Aquel que había dado su vida por ellas, ni podían separarse de Aquel a cuyo amor nada habían antepuesto en vida. También ellas lavaron sus vidas en la sangre del Cordero, como dice el libro del Apocalipsis.
Conclusión llegado el momento de poner fin a esta reseña, que a su vez lo es de otras y recoge los datos consignados en fuentes fidedignas y debidamente documentadas y comprobables, queremos destacar brevemente dos aspectos que nos parecen importantes. Un nuevo libro sobre nuestros hermanos recoge todos los datos oportunos y pertinentes que aquí no se citan por razón de brevedad. El primer aspectos se refiere a las personas de nuestros hermanos y hermanas. Fueron monjes y monjas que, sin grandes alardes de santidad, vivían en sus monasterios fielmente y en la medida de su buena voluntad, la entrega fiel a su vocación monástica. No se trata de demostrar, pues, sus santidad y vidas extraordinarias ante del martirio que sufrieron. Lo más importante es que se vieron envueltos en una situación que, como a otros muchos, desbordó sus vidas; pero cuyo final inesperado no estaba fuera del eventual programa de su vocación cristiana y monástica: entregar la vida, si fuere preciso, por conservar y mantener el programa que la sustentaba. Quizá en el monasterio, en su callada y entregada vida de trabajo y oración, nunca se plantearon este final; pero sí eran discípulos de san Benito y habían escuchado el precepto del maestro de monjes en su Regla. No anteponer nada al amor de Cristo
En la fiesta de la Dedicación de la iglesia de Viaceli se lee habitualmente el evangelio en el que aparece Zaqueo. Este sintió curiosidad por Cristo, el Maestro salió a su encuentro, lo llamó, y la curiosidad del mesonero se transformó en sorpresa, en devoción y en una respuesta pronta de entrega y conversión. Esto mismo hicieron los monjes mártires de Viaceli y de Fons Salutis, responder a lo que les salió al encuentro, convertir su corazón para hospedar en él la gracia de la entrega total y sin reservas, cautivados por aquel dicho del Maestro: &ldquono hay mayor amor que entregar la vida.
El segundo aspecto se refiera a nosotros hoy, los que celebramos la Beatificación de nuestros hermanos. Este es un motivo de gozo, un acontecimiento trascendental en la iglesia de Viaceli que trasciende al exterior, al entorno del monasterio y a la Iglesia entera. Es un motivo para revisar nuestra entrega a la vocación cisterciense y al papel que el monasterio puede desempeñar en la Iglesia y en la sociedad: la fidelidad a los valores de la propia vocación, la entrega generosa en los momentos difíciles sin perder de vista la escala de valores del Evangelio, asumir una realidad social que no nos es ajena y que, aunque a veces es adversa, también es estímulo para la conversión y está cargada de gracia de Dios. El Reino está entre nosotros, nos movemos dentro de él, lo realizamos cada día con nuestras acciones, nos envuelve su misterio de muerte y vida. Y, como dice una de las bienaventuranzas: Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Esta es la beatitud del cristiano y del monje. Se cuenta, y parece ser con bastante fundamento, que a los monjes, antes de arrojarlos al mar, les cosieron la boca con alambre, porque iban rezando. Pensaban así callarles, a ellos, que durante años se reunieron en la iglesia del monasterio para, siete veces al día, comenzar su liturgia con las palabra: ¡Señor, ábreme los labios y mi boca cantará tus alabanzas! Ciertamente cerraron sus bocas; pero estaban muy ciertos de que la alabanza a su Creador y Redentor, incluso en momentos de dolor y aparente fracaso, no cesaría. Sus hermanos, los que vinieran después, continuarían esa alabanza, abrirían de nuevo sus bocas acompañándolos y confortándolos desde otro lugar con una presencia gozosa y renovada.
Francisco R. de Pascual, ocso.
Abadía de Viaceli.
Solemnidad de la dedicación de la iglesia, 28 de octubre de 2014.
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particulares. El mismo Sr. Aldasoro pudo alojar a bastantes en su piso del nº 27 de la calle del Sol,
donde fue a parar el P. Pío con los monjes sacerdotes, mientras que un pequeño grupo de
hermanos conversos, al mando del H. Eustaquio, se instalaba en los locales del Banco Mercantil,
y los demás, prácticamente el grueso del grupo, se marcharon a Bilbao, logrando aquí una suerte
más benigna que la que les cupo a los de Santander.
A los pocos días fueron puestos en libertad. No había cargos contra ellos. Las autoridades
del Frente Popular de Santander, por aquel momento, no pretendían hacerles daño. Les
ordenaron dispersarse, no podían volver al monasterio, ocupado y cerrado. Pero comenzaba para
ellos una nueva etapa en la ciudad de Santander (aunque no sabía que la Junta de Alfoz de
Lloredo, ayuntamiento al que pertenecía el pueblo de Cóbreces, seguía vigilándolos y no pararía
hasta verles de nuevo encarcelados, a medida que la situación social y política iba empeorando).
La Providencia de Dios se encargó de ellos y más o menos encontraron un lugar de refugio y
acogida. Disfrutan en casa de su bienhechor de unos días de relativa calma y paz, ocupando su
tiempo en lo que buenamente pueden y tratando de observar cierta vida religiosa.